jueves, 30 de agosto de 2012

El hombre por la borda


El buen barco Nupple duck iba a la deriva con rapidez por un arrecife de coral hundido, que parecía extenderse un irracional número de leguas a la derecha y a la izquierda sin ruptura, y yo estaba leyendo La pelea de Naseby de Macaulay al hombre al timón. Todo, de hecho, estaba yendo tan agradable como el corazón podía desear, cuando el capitán Abersouth, parado en la escalera de cámara, asomó su cabeza por encima de la cubierta y preguntó dónde estábamos. Haciendo una pausa en mi lectura, yo le informé que habíamos llegado tan lejos, como a la repulsa desastrosa de la caballería del príncipe Rupert, agregando que si él tuviera la bondad de contener su mandíbula, debíamos estarla haciendo para los heridos con torpeza en unos tres minutos, y que él podía dar una mano con los bolsillos de los asesinados. Justo entonces el barco chocó con pesadez, ¡y se fue a pique!
Llamando a otro barco yo subí a bordo, y di orientaciones para ser llevado al no. 900 de Tottenham Court Road, donde tenía una tía; entonces, caminando a popa hacia el hombre al timón, le pregunté si le gustaría oírme leer La pelea de Naseby. Él pensó que sí: que le gustaría oír eso, y entonces yo podría pasar a algo más, a La guerra de Crimea de Kinglake, a los procesos del juicio de Warren Hastings o alguna tal nimiedad, justo para engañar el tiempo hasta las ocho campanadas.
Todo ese tiempo unas nubes pesadas se habían estado reuniendo a lo largo del horizonte, directo en frente del barco, y una diputación de pasajeros vino ahora al hombre al timón, para demandar que éste fuera puesto de vuelta, o éste correría hacia ellos, lo que el portavoz explicó sería inusual. Yo pensé en ese tiempo que eso, ciertamente, no era la cosa regular a hacer pero, como yo mismo era sólo un pasajero, no estimé expediente tomar parte en la discusión acalorada que siguió y, después de todo, no parecía probable que el tiempo en esas nubes fuera mucho peor, que el de Tottenham Court Road, donde tenía una tía.
Fue finalmente decidido referir el asunto al arbitraje, y después que muchos nombres habían sido sometidos y rechazados por ambos lados, se acordó que el capitán del barco debía actuar como árbitro, si su consentir pudiera ser obtenido, y yo fui delegado para conducir las negociaciones a ese fin. Con una dificultad considerable lo persuadí a aceptar la responsabilidad.
Era una clase de tipo de mente débil llamado Troutbeck, quien siempre estaba en el temor de que no fuera a hacer enemigos, sin nunca reflexionar que la mayoría de los hombres serían un poco más sus enemigos, que no. Había sido una vez el cocinero del barco, pero había cocinado tan venenosamente mal, que había sido transferido forzadamente de la galera a la cubierta del alcázar, por los dispépticos sobrevivientes de su carrera culinaria.
El pequeño capitán fue a popa conmigo, para escuchar los argumentos de los pasajeros insatisfechos y el piloto obstinado, en cuanto a si debíamos correr nuestros riesgos en las nubes, o soltar la cola y correr al horizonte opuesto, pero al aproximarnos al timón, encontramos a ambos el timonel y los pasajeros en una condición de asombro profundo, girando sus ojos alrededor hacia cada punto de la brújula, y sacudiendo sus cabezas con perplejidad desesperada. Era bastante notable, ciertamente: el banco de nubes, que había preocupado a los hombres de tierra, estaba ahora directo a popa, y el barco estaba cortando a lo largo vivamente en su propia estela, hacia el punto de donde había venido, ¡y derecho lejos de Tottenham Court Road! Cada uno declaró que era un milagro, el capellán estaba clamando por oraciones, y el hombre al timón estaba tan verdaderamente penitente, como si hubiera sido detectado robando un cepillo de pobres vacío.
La explicación era lo suficiente simple, y amaneció en mí en el momento que vi cómo estaban los asuntos. Durante la disputa entre el timonel y la diputación, el anterior había renunciado a su timón para gesticular, y yo, pensando no mal, me había divertido durante el debate bastante tedioso, revolviendo la cosa de esa manera y de esta, y de forma inconsciente había puesto el barco de vuelta. Por una coincidencia no inusual en las latitudes bajas, el viento había efectuado una correspondiente transposición al mismo tiempo, y ahora nos estaba boleando tan jovialmente atrás, hacia el lugar donde yo había embarcado, como nos había mecido previamente en dirección de Tottenham Court Road, donde tenía una tía. Yo debo aquí tan lejos anticipar, así como explicar que algunos años más tarde, estos varios incidentes -en particular la lectura de La pelea de Naseby- condujo a la adopción, en nuestra marina mercante, de una regla que creo aún es existente, al efecto de que uno no debe hablar al hombre al timón, a menos que el hombre al timón hable primero.

II

Es sólo por inadvertencia que he omitido la información, de que el bajel en el que yo era ahora una influencia prevalente, era el Bonnyclabber (Troutbeck, el master), de Malvern Heights.
El curso reaccionario del Bonnyclabber lo había traído ahora al sitio, en el que yo había tomado el pasaje. Los pasajeros y la tripulación, fatigados por sus intentos un tanto torpes, de manifestar su gratitud por nuestra liberación milagrosa del banco de nubes, estaban roncando de modo pacífico en actitudes desconsideradas alrededor de la cubierta, cuando el vigía, posado en el extremo supremo del mástil principal, consumiendo una salchicha fría, empezó una aparente, preconcertada serie de ruidos extraordinarios e inimaginables. Tosía, estornudaba y ladraba de forma simultánea -balaba en un aliento y cacareaba en el siguiente-, chillaba espurreando y aullaba parloteando, con un bajo de rugidos sofocados. Habían explosiones vocales desoladoras, que disminuían en largos gemidos, medio asfixiados en una plática menuda ininteligible. Silbaba, jadeaba y trompeteaba, empezaba a agudizar, lo pensaba mejor y aplanaba, relinchaba como un caballo, ¡y entonces tronaba como un tambor! A través de todo, continuó haciendo señales incomprensibles con una mano, mientras se aferraba la garganta con la otra. De repente se dio por vencido, y descendió silencioso a la cubierta.
Para ese tiempo éramos todo atención, y tan pronto él hubo puesto un pie entre nosotros, fue asaltado con una tempestad de preguntas que, de haber sido éstas visibles, hubieran semejado un vuelo de pichones. Él no hizo réplica, ni incluso con una mirada, pero pasó a través de nuestra masa cerradora con un paso hosco, desafiante, un rostro mortalmente blanco y una puesta de mandíbula, como de uno que reprime una cena ambiciosa, o ignora un venenoso dolor de muelas. ¡Pues el pobre hombre estaba atorado!
Pasando abajo por la vía de cámara, el paciente buscó el camarote del cirujano, con la compañía del barco en sus talones. El cirujano estaba profundamente dormido, la actuación de calandria en la cabeza del mástil habiendo sido inaudible en esa baja región. Mientras algunos de nosotros estábamos aguantando una botella de whisky en la nariz médica, en orden de informar a la inteligencia médica de la demanda a ésta, el paciente mismo se sentó en un silencio de estatua. Para ese tiempo su palidez, que era sólo la marca de una mente determinada, había dado lugar a un carmesí ferviente, que se profundizó visiblemente en un púrpura pronunciado, y fue en último sobreseído por un azulado nuboso, atravesado por disparos de destellos opalescentes y golpeado por rayas de negro variables. El rostro estaba hinchado y deforme, el cuello inflado. Los ojos sobresalían como las clavijas de un colgador de sombrero.
Muy pronto el doctor fue despertado, y después de hacer una cuidadosa examinación de su paciente, comentando que era un amoroso caso de stopupagus œsophagi, tomó un utensilio y se sentó a trabajar, sacando sin dificultad una salchicha fría del tamaño, figura y porte general de un banano un tanto auto-importante. La operación se había realizado en medio de un silencio sin aliento, pero en el momento que concluyó el paciente, cuyos cuello y cabeza habían colapsado de modo visible, se puso en pie de un salto y gritó:
-¡Hombre por la borda!
Eso es lo que había estado tratando de decir.
Hubo una prisa confusa hacia la cubierta superior, y cada uno tiró algo por el costado del barco, un salvavidas, una jaula de gallinas, un rollo de soga, una verga, una vela vieja, un pañuelo de bolsillo, una barra de hierro, cualquier artículo movible que se pensara pudiera ser útil para un hombre que se ahogaba, quien había seguido al bajel durante la hora, que había pasado desde la alarma inicial en la cabeza del mástil. En unos pocos momentos el barco fue muy, casi desmantelado de todo a lo que se pudiera renunciar con facilidad, y algún pasajero excitable habiendo cortado de plano los botes, no había nada más que nosotros pudiéramos hacer, aunque el capellán explicó, que si el caballero mal destinado en lo mojado no tornaba arriba después de un rato, era su intención pararse en la popa y leer el servicio de entierro de la iglesia de Inglaterra.
De repente se le ocurrió a alguna persona ingeniosa, inquirir quién había ido por la borda y, todas las manos estando reunidas y la nómina llamada, ¡para nuestra grande desazón cada hombre respondió a su nombre, los pasajeros y todo! El capitán Troutbeck, sin embargo, mantuvo que en un asunto de tan grande importancia, una simple llamada nominal era insuficiente y, con una aserción de autoridad que era alentadora, insistió en que cada persona a bordo fuera jurada por separado. El resultado fue el mismo, nadie estaba perdido y el capitán, siendo perdonado por haber dudado de nuestra veracidad, se retiró a su camarote para evitar la responsabilidad adicional, pero expresó la esperanza de que, con el propósito de tener todo registrado de forma apropiada en el libro de a bordo, nosotros le íbamos a informar a él de cualquier acción adicional, que pudiéramos pensar era aconsejable tomar. Yo sonreí al recordar que, en interés del caballero desconocido, cuyo peligro habíamos sobreestimado, había tirado el diario de a bordo por el costado del barco.
Pronto después me sentí de súbito inspirado por una de esas grandes ideas, que vienen a la mayoría de los hombres solamente una o dos veces en el tiempo de una vida, y al ordinario contador de historias nunca. Con presteza re-convocando a la compañía del barco, me monté en el cabrestante y me dirigí a ésta así:
-Compañeros del barco, ha habido un equívoco. En el fervor de una compasión mal considerada, la hemos hecho muy libre con cierta propiedad movible, de una eminente firma de dueños de barcos en Malvern Heights. Por eso nosotros de modo indudable vamos a ser llamados a recuento, si somos jamás tan afortunados como para echar el ancla en Tottenham Court Road, donde tengo una tía. Agregaría fortaleza a nuestra defensa si pudiéramos mostrar, para la satisfacción de un jurado de nuestros pares, que al atender a las sagradas prontitudes de la humanidad, habíamos actuado con algún menudo grado de sentido común. Si, por ejemplo, pudiéramos hacer parecer que ahí, realmente, hubo un hombre por la borda, quien podría haber sido confortado y sostenido por el consuelo material, que dispensamos tan pródigamente en forma de artículos boyantes que pertenecían a otros, el corazón británico encontraría en ese hecho una circunstancia mitigante, que alegaría de modo elocuente en nuestro favor. Caballeros y oficiales del barco, yo me aventuro a proponer, que hagamos ahora arrojar a un hombre por la borda.
El efecto fue eléctrico: la moción fue aprobada por aclamación, y había una prisa unánime por el ahora marino mísero, cuya falsa alarma en la cabeza del mástil fue la causa de nuestro embarazo, pero pensado por segunda vez se decidió sustituir al capitán Troutbeck, como menos útil en general y más indesviable en el error. El marinero había cometido un equívoco de considerable magnitud, pero la entera existencia del capitán era un equívoco por completo. Él fue traído arriba desde su camarote y mandado por la borda.
En el 900 de Tottenham Court Road vivía una tía mía, una buena vieja dama quien me había llevado de la mano, y enseñado muchas saludables lecciones de moralidad, que en mi vida posterior habían probado ser de valor extremo. La primera entre éstas yo puedo mencionar su solemne y muy repetido mandato, de nunca decir una mentira sin una razón definitiva y específica para hacerlo. Muchos años de experiencia en la violación de ese principio, me capacitan para hablar con autoridad en cuanto a su solidez general. Yo tengo, por lo tanto, mucho placer en hacer una ligera corrección en el capítulo precedente de esta historia lo tolerable verdadera. Fue afirmado ahí que yo arrojé el libro de a bordo del Bonnyclabber al mar. La declaración es enteramente falsa, y puedo descubrir una no razón para haberla hecho, que por un momento va a pesar en contra de esas, que yo ahora tengo para la preservación de ese libro de a bordo.
El progreso de la historia ha desarrollado nuevas necesidades, y yo ahora encuentro conveniente citar de ese libro pasajes, que éste podría no haber contenido si lanzado al mar en el tiempo declarado, pues si arrojado a los recursos de mi imaginación, yo podría encontrar la tentación a exagerar demasiado fuerte para ser resistida.
No es necesario preocupar al lector con esas entradas del libro, que se refieren a sucesos ya relatados. Nuestro registro va a empezar el día de la consignación del capitán a lo profundo, después de cuya era yo mismo hacía las entradas.
​​“22 de junio. No mucho que hacer en el camino de los ventarrones, pero las marejadas pesadas quedan sobrando de algún golpe previo. Latitud y longitud no notablemente diferentes de la última observación. El barco laborando una pizca, debido a la falta de aparejos al tope, todo de esa clase habiendo sido cortado de plano, en consecuencia del capitán Troutbeck haber caído accidentalmente por la borda, mientras pescaba desde el bauprés. Asimismo arrojé por la borda la carga y todo de lo que podíamos prescindir. Perder nuestras velas más bien, pero si éstas salvan a nuestro querido capitán, vamos a estar contentos. Tiempo flagrante.”
23. Nada del capitán Troutbeck. Calma muerta, asimismo ballena muerta. Los pasajeros habiéndose vuelto prepósteros de varias maneras, el sr. Martin, el oficial jefe, tenía a tres de los cabecillas atados y terminados en la soga. Él pensó que era aconsejable asimismo azotar a un igual número de la tripulación, a manera de ser imparcial. Tiempo ridículo.”
24. El capitán aún prefiere parar lejos, y no telegrafiar. El capitán de la cofa de trinquete -no hay ninguna cofa de trinquete ahora-, fue puesto en los hierros hoy en día por el sr. Martin, por comer salchicha fría mientras estaba de vigía. El sr. Martin ha azotado al camarero, quien había descuidado la piedra sagrada de la bitácora y pintado los postigos de correr. El camarero es un buen tipo lo mismo. Tiempo inicuo."
25. No puedo pensar en cualquier cosa haya sido del capitán Troutbeck. Se debe estar poniendo hambriento para este tiempo, pues aunque tiene su aparejo de pesca con él, no tiene carnada. El sr. Martin inspeccionó las entradas de este libro hoy en día. Él es el oficial más excelente y humano. Tiempo inexcusable.”
26. Toda esperanza de oír del capitán ha sido abandonada. Nosotros hemos sacrificado todo para salvarlo, pero ahora, si pudiéramos procurar el préstamo de un mástil y algunas velas, debíamos proseguir en nuestro voyage. El sr. Martin ha aventado al contramaestre por la borda por estornudar. Es un marino experimentado, un oficial capaz y un caballero cristiano, ¡malditos sean sus ojos! Tiempo tormentoso.”
27. Otra inspección de este libro por el sr. Martin. ¡Adiós, mundo vano! Avisar con gentileza a mi tía en Tottenham Court Road.”
En las oraciones concluyentes de este registro, como yace ahora delante de mí, la escritura no es muy legible: éstas fueron borroneadas bajo circunstancias singularmente desfavorables. El sr. Martin se paró detrás de mí con los ojos fijos en la página y, en orden de asegurar una mejor vista, había torcido la maquinaria del ingenio que él llamaba su mano en el cabello de mi cabeza, presionando ese globo hasta tal extensión, que mi nariz estaba aplanada contra la superficie de la mesa, y no tenía la menor dificultad para discernir las líneas a través de mis cejas. Yo no fui acostumbrado a escribir en esa posición: eso no había sido enseñado en la única escuela a la que jamás asistí. Por lo tanto me sentí justificado para llevar al registro a un cierre un tanto abrupto, y de inmediato fui a cubierta con el sr. Martin, él me precedía arriba por la escalera de cámara a pie, yo seguía no montado a caballo, sino por mi cuenta, la conexión entre nosotros se mantenía sin una alteración importante.
Arribando a la cubierta pensé que era aconsejable, en interés de la paz y la quietud, perseguirlo de la misma manera hasta a un costado del barco, donde me separé de él para siempre con muchas expresiones de lamento, que podían haber sido oídas a una distancia considerable.
Del destino subsecuente del Bonnyclabber, sólo puedo decir que el diario de a bordo del que he citado, fue encontrado algunos años más tarde en el estómago de una ballena, junto con algunos jirones de ropa, unos pocos botones y diversos salvavidas podridos. Éste contenía sólo una nueva entrada, con una escritura extraviada, como si hubiera sido borroneada en la oscuridad:
2 de julio. sobrevivientes naufragados rescatados por una ballena, tiempo viciado, sin noticias del capitán Troutbeck, Samuel Martin oficial jefe.”
Vamos ahora a echar una mirada retrospectiva a la situación. El barco Nupple-duck, (Abersouth, el master) se había, va a ser recordado, ido a pique con todo a bordo excepto yo. Yo había escapado en el barco Bonnyclabber (Troutbeck), que había dejado debido a un malentendido con el oficial jefe, y estaba ahora sin atadura. Así es cómo estaban los asuntos cuando, levantado por una ola inusualmente alta, y lanzando mi ojo en la dirección de Tottenham Court Road, o sea, hacia atrás a lo largo del curso perseguido por el Bonnyclabber, y hacia el sitio en que el Nupple-duck había sido tragado del todo, vi una cantidad de lo que parecían ser despojos. Resultaron ser algunas de las cosas, que habíamos arrojado por la borda bajo una mal aprehensión. Los diversos artículos habían sido compilados y, por así decir, editados con cuidado. Estaban de hecho amarrados juntos, formando una balsa. En un taburete en el centro de ésta -no al parecer navegando, sino más con el subyugado y dignificado porte de un pasajero-, estaba sentado el capitán Abersouth, del Nupple-duck, leyendo una novela.
Nuestro encuentro no fue cordial. Él me recordaba como un hombre de gusto literario superior al suyo propio, y guardaba resentimiento, y aunque no hizo oposición a mi toma de pasaje con él, yo podía ver que su aquiescencia era debida más a su inferioridad muscular, que a la circunstancia de que yo estaba mojado y tenía frío. Meramente reconociendo su presencia con un asentir de cabeza, mientras trepaba a bordo, me senté e inquirí si le importaría oír las estrofas concluyentes de La pelea de Naseby.
-No -replicó, mirando arriba desde su novela-, no, Claude Reginald Gump, escritor de historias de mar, yo la he hecho con usted. Cuando hundió el Nupple-duck hace unos días, usted probablemente pensó que había hecho un fin para mí. Eso fue listo de su parte, pero yo llegué a la superficie y seguí al otro barco, el mismo en que usted escapó. Fui yo al que el marinero vio desde la cabeza del mástil. Yo lo vi a él verme. Fue por mí que todas esas cosas fueron largadas por la borda. Bien, yo la hice en esta balsa. Eso fue, yo pienso, al día siguiente que pasé al cuerpo flotante de un hombre, a quien reconocí como mi viejo amigo Billy Troutbeck, él solía ser cocinero en un buque de guerra. Me da placer ser el medio para salvar su vida, pero yo lo eludo a usted. En el momento que alcancemos el puerto nuestros senderos se separan. Usted recuerda que, en la misma primera oración de esta historia, empezó a conducir mi barco, el Nupple-duck, por un arrecife de coral.
Fui compelido a confesar que eso era verdad, y él continuó sus reproches inhóspitos:
-Antes de que usted hubiera escrito media columna, lo envió al fondo conmigo y la tripulación. Pero usted, usted escapó.
-Eso es verdad -repliqué-, yo no puedo negar que los hechos están correctamente declarados.
-Y en una historia antes de eso, usted me llevó a mí y a mis compañeros del barco Camel al corazón del Mar polar del sur, y nos dejó muertos congelados en el hielo, como moscas en ámbar. Pero usted no se dejó a sí mismo allí, usted escapó.
-Realmente, capitán -dije-, su memoria es singularmente precisa, considerando las muchas penurias que ha tenido que pasar, muchos hombres se hubieran vuelto locos.
-Y largo tiempo antes de eso -reasumió el capitán Abersouth después de una pausa, más al parecer para timar a su memoria, que para disfrutar mi buena opinión de ésta-, usted me perdió en el mar, mire aquí, yo no leí nada salvo George Eliot en ese tiempo, pero me han dicho que me perdió en el mar en el Mudlark. ¿He sido yo mal informado?
Yo no podría decir que él había sido mal informado.
-Usted mismo escapó en esa ocasión, yo pienso.
Era verdad. Siendo usualmente el héroe de mis propias historias, yo comúnmente me las arreglaba para vivir a través de una, en orden de figurar con ventaja en la siguiente. Es por una necesidad artística: ningún lector tendría mucho interés en un héroe, quien estaba muerto antes del principio del cuento. Yo me esforcé por explicar eso al capitán Abersouth. Él sacudió la cabeza.
-No -dijo-, es cobarde, esa es la manera en que yo lo miro.
Súbitamente, una idea refulgente empezó a amanecer en mí, y la dejé tener su camino, hasta que mi mente estuvo perfectamente luminosa. Entonces me levanté de mi asiento y, frunciendo abajo hacia el rostro volteado arriba de mi acusador, hablé con un acento severo y áspero así:
-Capitán Abersouth, en los varios peligros que usted y yo hemos encontrado juntos, en la literatura clásica del período, si yo siempre he escapado y usted siempre ha perecido, si yo lo perdí en el mar en el Mudlark, lo congelé en el hielo del Polo Sur en el Camel, y lo ahogué en el Nupple-duck, sírvase ser bueno lo suficiente para decirme, a quién yo tengo el honor de dirigirme.
Fue un golpe para el pobre hombre: nadie fue jamás tan desconcertado. Tirando su novela a un costado, puso las manos arriba y empezó a rascarse la cabeza y a pensar. Era hermoso verlo pensar, pero eso parecía afligirlo y, apuntando de forma significativa por el costado de la balsa, yo sugerí tan delicado como era posible que era tiempo de actuar. Él se puso de pie y, fijando en mí una mirada de reproche, que yo voy a recordar tanto tiempo como pueda, se lanzó a lo profundo. En cuanto a mí, escapé.

Título original: The Man Overboard, publicado por primera vez en Tom Hood's Comic Annual for 1876, con la firma: "Dod Grile". 
Imagen: Bob Bryant, HMS Rose, 2005.

lunes, 27 de agosto de 2012

Un poco de caballerosidad


En el jardín de Woodward, en la ciudad de San Francisco, hay una bastante mal cincelada estatua de Pandora, halando para abrir su caja de males. La prenda de Pandora, me apena declarar, se ha deslizado abajo alrededor de su cintura, de una manera excesivamente reprensible. Una tarde cerca del crepúsculo yo estaba pasando por ese camino, y vi a un largo minero enjuto, evidentemente recién bajado de la montaña, y a quien yo había visto antes, parado bastante inestable enfrente de Pandora, admirando su figura formada, pero al parecer temeroso de acercarse a ella. Al verme avanzar, él se volvió hacia mí con una expresión extraña, perpleja en sus ojos divertidos, y dijo con una seriedad que casi llegaba a derrotar su propósito.
-Buenas tardes, extraño. 
-Buenas tardes, señor -repliqué, después de haber analizado su salutación y extraído el sentido de ésta. Bajando la voz a lo que fue intentado como un susurro, el minero, con un tirón de su pulgar hacia Pandora, continuó: 
-Extraño, ¿usted por casualidad la conoce? 
-Ciertamente, esa es Bridget Pandora, una doncella griega, en el pago de la Tabla de supervisores.
Él se enderezó con un tirón, que amenazó la integridad de su cuello e hizo chasquear sus dientes, dio un bandazo al otro lado con pesadez, osciló de forma crítica por unos pocos momentos, y murmuró:
-Bridget.
Eso era mucho para él, fue abajo hacia su bolsillo, hurgó en redondo con vaguedad y, finalmente, sacando afuera un papel de tabaco puramente hipotético, se lo condujo a la boca y mordió cerca de dos tercios de éste, cuales masticó con mucho aparente beneficio para su entendimiento, ofreciéndome lo que quedaba a mí. Entonces reasumió la conversación con la suelta familiaridad de uno, que ha establecido un reclamo a una atención respetuosa:
-Socio, ¿no podría usted presentar a un leñador que quiere conocerla?
-Imposible, yo no tengo el honor de conocerla.
Una mirada de desconfianza se arrastró por su rostro y, finalmente, se asentó en un ceño salvaje alrededor de sus ojos.
-¡Dijo que la conocía! –titubeó con amenaza.
-Pues yo la conozco, pero no estoy en términos de habla con ella, y de hecho ella declina el reconocerme.
El alma del minero honesto llameó, posó su mano en su pistola de modo amenazante, se puso tieso de un tirón, me fulminó un momento con la mirada de un tigre, y lanzó esta pregunta a mi cabeza, como si hubiera sido un punto de interrogación de hierro:
-¿Qué usted le ha estado haciendo a esa muchacha?
Yo huí, y lo último que vi del caballeroso buscador de oro fue, que tenía su brazo alrededor de la cintura pétrea de Pandora, y se estaba esforzando por calmar su supuesta agitación acariciando su cabeza de granito.

Título original: A Bit of Chivalry, publicado por primera vez en The Fiend's Delight, 1873, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: John William Waterhouse, Psyche Opening the Golden Box, 1903.

sábado, 25 de agosto de 2012

El doliente del sr. Hunker


Vagando un día por el cementerio de Lone Mountain, mi atención fue arrestada por el pesar inconsolable de un ángel de granito, que lamentaba la pérdida de “Jacob Hunker, de 67 años.” La actitud de sumo desaliento, la mirada de miseria inigualable en el rostro de ese ángel, se hundió en mi corazón como el agua en una esponja. Yo estaba a punto de ofrecer algunas palabras de condolencia cuando otro hombre, similarmente afectado, se puso delante de mí y, posando una mano bastante inestable en el hombro celestial, ladeó atrás un sombrero muy senil y, apuntando al nombre en la piedra, comentó con el más exacto cuidado y escrupuloso acento:
-Amigo suyo, acaso, ¿está muerto hace mucho?
No hubo réplica, él continuó:
-Muy digno hombre, ese Jake, lo conocí en Tuolumne. Buen leñador, Jake.
No hubo respuesta: el caballero se asentó el sombrero aún más lejos atrás, y continuó con una pizca menos de exactitud en el discurso:
-Yo digo, las mujeres jóvenes, Jake fue mi socio en las minas. ¡Buen leñador, yo observé!
La última sentencia fue disparada directo al oído celestial a corta distancia. Ésta no produjo efecto. La paciencia y vigilancia retórica del caballero estaban ahora exhaustas por completo. Éste caminó en redondo y, plantándose desafiante enfrente del vicario doliente, se metió las manos en los bolsillos con tozudez, y repartió la reprensión siguiente, como explosiones deshilvanadas de un puñado de petardos dañados:
-No se va a hacer, niña vieja, si Jake supiera cómo tú estabas tratando a su viejo socio, él justo se levantaría y te arrancaría la cabeza calva, ¡lo haría! Tú no eres amigo suyo y tu pelaje no es bueno, ¡tú apuesta! Ahora tú justo suelta tu botín y lárgate de vuelta al cielo, o que me cuelguen si no tengo una cosa peor, que un robo de caballo por qué responder, esta vez.
Y dio un paso adelante. En ese punto yo interferí.

Título original: Mr. Hunker’s Mourner, publicado por primera vez en The Fiend's Delight, 1873, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Emile Munier, Le Sauvetage, 1894.

sábado, 18 de agosto de 2012

El error de una vida


El hotel estaba en llamas. El sr. Pokeweed estuvo a la mano rápido y se lanzó alocado a la pila ardiente, de donde pronto emergió con una mujer desnuda. Tras depositarla con ternura sobre una pila de ladrillos calientes, se restregó la faz humeante con el cálido faldón de su abrigo.
-Ahora, sra. Pokeweed -dijo él-, ¿dónde va a ser más probable que yo encuentre a los niños? Ellos, naturalmente, van a desear salir afuera.
La dama asumió una tiesa actitud vertical, y con una dignidad helada replicó con las palabras siguientes:
-Señor, usted me ha salvado la vida, yo presumo que tiene derecho a mis gracias. Si está asimismo solícito, respecto a la suerte de la persona que ha mencionado, había mejor de ir atrás y explorar alrededor hasta que la encuentre, ella estaría probablemente encantada de verlo. Pero mientras yo tenga un carácter que mantener inmaculado, ¡usted no se va a parar ahí y llamarme sra. Pokeweed!
Justo entonces la pared frontal se derribó hacia afuera, y Pokeweed despejó la calle de un solo salto. Nunca supo qué fue de la dama extraña, y hasta el día de su muerte profesó una indiferencia que era simplemente brutal.

Título original: The Mistake of a Life, publicado por primera vez en The Fiend's Delight, 1873, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Rough Rider Blog, Burning House, XXI.

viernes, 17 de agosto de 2012

Los tacones de ella


Pasando por la calle Commercial un buen día, yo observé a una dama parada sola en medio de la acera, con un negocio no obvio allí, pero con la aparente no intención de ir adelante. Estaba hacia afuera muy calmada, y parecía a primera vista estar perdida en alguna serena meditación filosófica. Una examinación más cercana, sin embargo, revelaba una peculiar inquietud en la actitud, y un apenas notable desasosiego en la expresión. Me vino la convicción de que la dama estaba con angustia y, de modo tan delicado como era posible, le inquirí si tal no era el caso, insinuando al mismo tiempo, que yo debería estimar como un gran favor se me permitiera hacer algo. La dama sonrió con suavidad, y replicó que estaba meramente esperando a un caballero. Era lo tolerable evidente que yo no era requerido, y con una disculpa balbuceada me apresuré lejos, pasé con claridad alrededor de la manzana, vine detrás de ella y tomé posición junto a una caja de mercancías secas, faltaba una hora para el tiempo de la cena, y tenía asueto. La dama mantenía su actitud, pero con una momentánea, creciente impaciencia, que encontraba expresión en las singulares, como olas, ondulaciones de su figura ligera, y en una ocasional inequívoca contorsión. Varios caballeros se aproximaron, pero fueron sucesiva y cortésmente despedidos. Súbitamente, ella experimentó una veloz convulsión, dio un paso adelante con agudeza, se paró en seco, tuvo otra convulsión y caminó lejos con rapidez. Al aproximarme al sitio, yo encontré una menuda rejilla de hierro en la acera, y entre las barras dos pequeños tacones de botas, arrancados de sus suelas afines y deslucidos por unos clavos ganchudos.
Sólo el cielo sabe, por qué esa mujer entrampada había declinado la brindada asistencia de su especie, por qué había elegido arruinar sus botas en preferencia a haberlas removido de sus pies. En ese día cuando la tumba va a ceder sus muertos, y los secretos de todos los corazones van a ser revelados, yo voy a saber todo sobre eso, pero yo quiero saber ahora.

Título original: The Heels of Her, publicado por primera vez en The Fiend's Delight, 1873, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Childe Hassam, Promenade at Sunset, Paris, 1889.

martes, 14 de agosto de 2012

La pequeña historia


Dramatis personae. Un editor supernumerario. Un colaborador de prueba.
Escena. La oficina de The Expounder.

Colaborador de prueba. -¿El editor está?
Editor supernumerario. -Muerto.
C.P. -Los dioses me favorecen. (Presenta un rollo de manuscrito.) Aquí hay una pequeña historia, que yo le voy a leer.
E.S. -¡Oh, oh!
C.P. -(Lee.) “Era la última noche del año, una noche traviesa, nociva, ofensiva. En la calle principal de San Francisco…”
E.S. -¡Confundido sea San Francisco!
C.P. –Tenía que ser en algún lugar. (Lee.)
“En la calle principal de San Francisco estaba parada una menuda hembra huérfana, marcando el tiempo como un voluntario. Sus pequeños pies descalzos imprimían besos fríos en las piedras del pavimento, mientras los ponía abajo y los tiraba arriba de modo alternativo. La lluvia escalofriante estaba teniendo un buen tiempo con su cuero cabelludo, y jugaba con su cabello ensopado, su propio cabello. El viento nocturno registraba sus prendas andrajosas con sagacidad, como si hubiera sospechado de ella por contrabando. Ella veía multitudes de personas de aspecto determinado, que se arruinaban hoscamente con juguetes y confitería para los queridos del hogar, y deseaba estuviera en una posición para arruinarse un poco, justo un poco. Entonces, mientras el tropel dichoso se apuraba por su lado, con cargas de cosas para poner a los niños enfermos, se reclinó contra un poste de farol de hierro, frente a una panadería, y se encendió la envidia malvada. Pensó, la pobre cosa, que le gustaría ser un pastel, pues esa niña pequeña tenía mucha hambre en efecto. Entonces trató de nuevo, y pensó que le gustaría ser una tarta con fruta trozada adentro, entonces sería calentada por encima cada día y nadie se la comería. Pues la niña tenía frío así como hambre. Finalmente trató bastante duro, y pensó que podría ser muy bien contentada como un horno, pues entonces sería mantenida siempre caliente, y los panaderos pondrían todo tipo de cosas buenas dentro de ella con una pala larga.
E.S.-Yo he leído eso en algún lugar.
C.P.-Muy probable. Esta pequeña historia nunca ha sido rechazada por ningún periódico, al que se la he ofrecido. Se pone mejor también, cada vez que la escribo. Cuando apareció por primera vez en Veracity, el editor dijo que le costó cien suscriptores. ¡Justo marque la mejoría! (Lee.)
“Las horas se deslizaron -excepto unas pocas que se congelaron hacia el pavimento- hasta la medianoche. Las calles estaban ahora desiertas, y el almanaque habiendo predicho una luna nueva por ese tiempo, los faroles habían sido apagados de forma concienzuda. Súbitamente, un gran globo de sonido cayó desde la torre de una iglesia adyacente, y explotó en la noche con un profundo boom metálico. Entonces todos los relojes y campanas empezaron a repicar el año nuevo, batiendo y golpeando y aullando y acabando con todos los inválidos nerviosos, dejados fuera desde el domingo precedente. La pequeña huérfana se despertó de su sueño, dejando un menudo parche de piel en el escarchado poste de farol, apretó sus delgadas manos azuladas y miró hacia arriba, ‘con una loca inquietud’”…
E.S.-En The Monitor era “con ojos codiciosos”.
C.P.-Yo lo sé, no había leído a Byron entonces. Un perro listo, Byron. (Lee.)
“De repente una tarta de arándano cayó a sus pies, aparentemente desde las nubes.”
E.S.-¿Cómo sobre esos ángeles?
C.P.-El editor de Good Will los cortó. Dijo que San Francisco no era lugar para ellos, y yo no creo…
E.S.-¡Vamos, vamos! Nunca importa. Siga con la pequeña historia.
C.P.-(Lee.) “Mientras ella se encorvaba para tomar la tarta, un sandwich de ternera vino abajo zumbando, y abofeteó una de sus orejas. Seguido un pan de trigo la hizo esquivar con agilidad, y entonces un ancho jamón cayó de pie plano a los dedos de sus pies. Un saco de harina reventó en medio de la calle, una lonja de tocino se atravesó en un poste de enganche de hierro. Bastante pronto una cadena de salchichas cayó en un círculo alrededor de ella, aplanándose como si un rodillo de camino les hubiera pasado por encima. Entonces hubo una calma, nada vino abajo salvo un pescado seco, unos pudines fríos y ropa interior de franela; pero de repente sus deseos empezaron a surtir efecto de nuevo, y un cuarto de carne descendió con ímpetu terrible sobre el tope de la cabeza de la pequeña huérfana."
E.S.-¿Cómo le gustó al editor de The Reasonable Virtues ese cuarto de carne? 
C.P.-Oh, se lo tragó como un hombre pequeño, y se atascó en unos pocos cerdos aliñados de su parte. Yo los he dejado afuera, porque no quiero intrusos que alteren la pequeña historia. (Lee.)
“Uno hubiera pensado que debería ser suficiente, pero no así. Ropa de cama, zapatos, barrilitos de mantequilla, quesos poderosos, ristras de cebollas, cantidades de mermelada suelta, barriletes de ostras, pollos titánicos, cajones de vajilla y cristalería, surtido de cosas para la mantención de la casa, fogones para cocinar, y toneladas de carbón se vertieron abajo en anchas cataratas desde un cielo abundante, apilándose encima de esa infante hasta una profundidad de veinte pies. El tiempo estuvo más de dos horas en aclararse, y tan tarde como pasado las tres y media, un ponderoso tonel de azúcar golpeó en la esquina de las calles Clay y Kearney, con un impacto que sacudió la península como un terremoto, y paró cada reloj en el pueblo.
Al amanecer los buenos comerciantes arribaron a la escena con palas y carretillas, y antes de que el sol del año nuevo tuviera una hora de edad, habían provisto para todas esas provisiones, las habían guardado lejos en sus bodegas, y las habían arreglado en sus estantes de modo agradable, listas para vender al pobre merecedor."
D.S.-Y la niña pequeña, ¿qué fue de ella?
C.P.-Usted no debe ponerse adelante de la pequeña historia. (Lee.)
“Cuando ellos hubieron llegado abajo, a la pequeña huérfana malvada, quien no había sido contentada con su lote, alguien trajo una escoba y ella fue barrida y alisada con cuidado. Entonces la alzaron con ternura y la acarrearon al forense. Ese funcionario estaba parado en la puerta de su oficina y, con un deprecativo ondeo de su mano, dijo al hombre que la estaba cargando:
-Vamos, váyase, mi buen colega, un hombre estuvo aquí ayer tres veces, tratando de venderme justo tal mapa."

Título original: The Little Story, publicado por primera vez en Fun, 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Lu Kimmel, Old Man Reading Newspaper, XX.

sábado, 11 de agosto de 2012

La carrera de Left Bower


-Está todo muy bien para ustedes, los británicos, el ir burreando por la comarca, tratando de pegarle al rastro de las minas en que han salado su capital suelto -dijo el coronel Jackhigh, poniendo su vaso vacío sobre el mostrador y secando sus labios con la manga del abrigo-, pero cuando llega a las carreras de caballos, pues yo me conseguí un cayuse1 que puede ponerse por encima de todos los purasangres, que vuestro pequeño manto-ornamento de isla cazueleó jamás, ¡apuesten sus calzones a que yo lo tengo! Hablan de sus ganadores del Durby, pues ese pequeño pedazo de bestia mío, va a tomar el bocado en sus dientes y mostrarles el camino hacia el horizonte, como si estuviera tomando su paseo matinal y estuvieran tratando de mantener un ojo sobre él, para ver que no se hiciera una herida, ¡eso es lo que él haría! Y nunca ha corrido una carrera con alguna cosa más ágil que un indio en toda su vida, es un amateur verde, ¡él lo es!
-Oh, muy bien -dijo el inglés con una sonrisa tranquila-, es bastante fácil saldar el asunto. Mi animal está en una tolerable buena condición, y si el suyo está en el pueblo, nosotros podemos tener la carrera el día de mañana, por cualquier estaca que le guste, hasta los cien dólares.
-Eso es justo una higa -dijo el coronel-, apúntelo, tabernero. Pero eso es como masacrar a los inocentes- agregó medio remordido, mientras se volteaba para irse-, es apostar a una cosa segura muerta, ¡eso es lo que es! Si mi cayuse supiera de qué yo estaba a punto, iría y se partiría una pata para hacer una carrera justa.
Así fue arreglado que la carrera iba a salir a las tres en punto el día siguiente, en la mesa, a alguna distancia del pueblo. Tan pronto como la noticia llegó al exterior, toda la población de Left Bower y vecindad tiró el trabajo y se congregó en los diversos bares para discutirlo. El inglés y su caballo eran los favoritos en general y, aparte de la impopularidad del coronel, nadie había visto jamás su “cayuse”. Aún el elemento del patriotismo llegó, haciendo las apuestas casi muy niveladas.
El curso de la carrera fue marcado en la mesa, y en la hora señalada cada uno estaba allí excepto el coronel. Fue arreglado que cada hombre debiera montar su propio caballo, y el inglés, quien había adquirido algo del porte libre y fácil que distingue al “minero aguzado”, ya estaba arriba de su animal magnífico, con una pierna lanzada con descuido a través del pomo de su montura mexicana, mientras chupaba su puro con calmada confianza en el resultado de la carrera. Estaba consciente también de que poseía la simpatía secreta de todos, incluso de esos quienes habían sentido era su deber apostar contra él. El juez, reloj en mano, se estaba poniendo impaciente, cuando el coronel apareció a casi media milla de distancia, y se abalanzó sobre la multitud. Cada uno estaba ansioso por inspeccionar su montada, y tal montada como esa resultó ser nunca fue vista antes, ¡incluso en Left Bower!
Ustedes han visto “esqueletos perfectos “ de caballos bastante a menudo, sin dudas, pero ese animal no era incluso un esqueleto perfecto, habían huesos perdidos aquí y allá, que ustedes no hubieran creído la bestia pudiera haberse ahorrado. ¡“Pequeña”, la había llamado el coronel! Ésta no era una pulgada menos de dieciocho palmos de altura, y largamente fuera de toda proporción razonable. Estaba tan hundida de lomo, que parecía haber sido doblada en una máquina. No tenía cola ni crin, y su cuello, tan largo como un hombre, se quedaba derecho hacia arriba en el aire, soportando una cabeza sin orejas. Sus ojos tenían una expresión en sí de redomada insanidad, y los músculos de su cara estaban afligidos por convulsiones periódicas, que echaban atrás las esquinas de la boca y arrugaban el labio superior así, como para producir una sonrisa fantasmal cada dos o tres segundos. Era de color “arcilloso” con grandes borrones de blanco, como si hubiera sido acribillada con menudas bolsas de harina. La torcedura de sus patas estaba más allá de toda comparación, y en cuanto a su andar era el de un camello ciego, caminando en diagonal por innumerables zanjas profundas. En conjunto lucía como el crudo resultado del primer experimento de la naturaleza en equifacción.
Cuando ese libelo de todos los caballos arrastró las patas hacia el poste de salida, hubo un grito general, ¡las simpatías de la multitud cambiaron en un parpadeo de ojo! Cada uno quería apostarle a éste, y el mismo inglés se restringió de hacerlo sólo por un sentido de honor. Se estaba haciendo tarde, sin embargo, y el juez insistió en que empezaran. Ellos se zafaron muy bien juntos, y viendo que la yegua estaba lenta de modo inconsciente, el inglés pronto sacó su animal y permitió que la cosa fea le pasara, así como para disfrutar una vista posterior de ésta. Eso selló su destino. El curso había sido marcado en un círculo de dos millas de circunferencia, y de algunos veinte pies de anchura, los límites definidos llanamente por surcos pequeños. Antes de que los animales hubieran ido una media milla, a ambos les había sido permitido asentarse en una caminata confortable, en la que continuaron tres cuartas partes del camino alrededor del anillo. Entonces el inglés pensó que era tiempo de usar el látigo y galopar a medias.
Pero no lo hizo. Cuando llegaba al costado del "Relámpago Expreso", cuando la multitud había empezado a llamarla, la criatura volteó su cabeza hacia atrás en diagonal, y dejó caer una sonrisa. ¡La bestia invasora se paró como si le hubieran disparado! Su jinete manejó el látigo, y la forzó otra vez hacia adelante sobre la pista de la arpía equina, pero con el mismo resultado.
El inglés estaba ahora alarmado, luchaba varonilmente con la rienda, el látigo y el grito, en medio del vitoreo tremendo y la risa inextinguible de la multitud, para forzar el paso de su animal ahora por este lado, ahora por ese, pero no lo haría. Provocado por el demonio en la concavidad de su lomo, el cuadrúpedo impensable soltaba sus sonrisas a derecha e izquierda con tal exactitud estacional, que una y otra vez la bestia competidora le estaba pegando a “todos los del montón”, justo en el momento del éxito aparente. Y finalmente, cuando con una racha tremenda su jinete se esforzó para empujarla de largo, a media docena de pasos del poste ganador, la pesadilla encarnada se volteó a medias en escuadra y fijó sobre él una mirada portentosa, entregando al mismo tiempo una mueca de tal fantasmagoría prodigiosa, que el pobre purasangre, con un aullido de terror casi humano, giró a medias, y arrancó lejos hacia la retaguardia con la velocidad del viento, dejando al coronel como un fácil ganador en veinte minutos y diez segundos.

1Pony indio-americano.

Título original: The Race at Left Bower, publicado por primera vez en Fun, 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Herman Wendleborg Hansen, Cowboy Race, XX.

martes, 7 de agosto de 2012

La reputación de burbuja


Cómo la de otro hombre fue buscada y pinchada

Era una noche de tormenta en el otoño de 1930. La hora era cerca de las once. San Francisco yacía en la oscuridad, pues los labriegos de los trabajos del gas habían hecho una huelga y destruido la propiedad de la compañía, porque un periódico del que un primo del gerente era suscriptor, había censurado el curso de un comerciante de patata emparentado por matrimonio con un miembro de los Caballeros del ocio. Las luces eléctricas en ese periodo no habían sido reinventadas. El cielo estaba lleno de grandes masas de nubes negras que, conducidas con rapidez a través de los campos de estrellas por vientos no sentidos en la tierra, y que alteraban de modo momentáneo sus formas fantásticas, parecían tener un instinto de vida y actividad suyos propios, y dotadas de los espantosos poderes del mal, para el ejercicio del cual podían colocar en cualquier momento su voluntad maligna.
Un observador parado, en ese momento, en la esquina de la avenida Paradise y el paseo Great White Throne, en el cementerio de Sorrel Hill, hubiera visto una figura humana moviéndose entre las tumbas, hacia la residencia del superintendente. Vaga e inciertamente visible en los intervalos de tiniebla disuelta, esa figura tenía el aspecto más extraño e inquietante. Una larga capa negra la envolvía del cuello a los talones. Sobre su cabeza había un sombrero gacho, tirado abajo sobre la frente y casi ocultando el rostro, que estaba bastante escondido por una media-máscara, sólo la barba siendo visible de modo ocasional, mientras la cabeza estaba alzada en parte, por encima del cuello de la capa. El hombre usaba en sus pies unas botas de montar, que sus piernas anchas, con forma de embudo, habían asentado abajo en más de un pliegue y arrugado alrededor de los tobillos, como podía ser visto, cuando quiera un accidente separaba el fondo de la capa. Sus brazos estaban ocultados, pero a veces extendía afuera el derecho para afianzarse junto a una lápida, mientras se deslizaba sigiloso aunque ciegamente por el terreno desigual. En tales momentos un cercano escrutinio de su mano, hubiera descubierto en la palma el mango de un puñal, cuya hoja yacía a lo largo de la muñeca, escondida en la manga. En resumen, el vestir del hombre, sus movimientos, la hora, todo lo proclamaba un reportero.
¿Pero qué hacía él allí?
En la mañana de ese día el editor del Daily Malefactor había tocado el botón de una campana numerada 216, y en respuesta a la convocatoria el sr. Longbo Spittleworth, el reportero, había sido disparado a la habitación afuera de un tubo inclinado.
-Yo entiendo -dijo el editor-, que usted es 216, ¿estoy en lo correcto?
-Ese -dijo el reportero cobrando su aliento y ajustando su ropa, ambos un tanto desordenados por la celeridad de su vuelo a través del tubo-, ese es mi número.
-Una información nos ha llegado -continuó el editor-, de que el superintendente del cementerio de Sorrel Hill, un Inhumio, cuyo mismo nombre sugiere inhumanidad, es culpable de un grosero ultraje, en la administración de la gran confianza depositada en sus manos por el pueblo soberano.
-El cementerio es una propiedad privada -sugirió tenuemente el 216.
-Se alega -continuó el gran hombre, desdeñando notar la interrupción-, que en violación de los derechos populares él se niega a permitir, que sus cuentas sean inspeccionadas por los representantes de la prensa.
-Bajo la ley, usted sabe, él es responsable ante los directores de la compañía del cementerio-, se aventuró a interponer el reportero.
-Dicen -prosiguió el editor, desatento-, que los internos son, en muchos casos, alojados malamente y vestidos de modo insuficiente, y que en consecuencia están usualmente fríos. Se afirma que nunca son alimentados, excepto para los gusanos. Se han hecho declaraciones, al efecto de que a los machos y las hembras se les permite ocupar los mismos cuartos, para el incalculable detrimento de la moralidad pública. Muchas villanías clandestinas se alegan de ese demonio con forma humana, y es deseable que sus métodos subterráneos sean desenterrados en el Malefactor. Si él resiste vamos a arrastrar su esqueleto familiar de la privacidad de su closet doméstico. Hay dinero en eso para el periódico, fama para usted, ¿es usted ambicioso, 216?
-Yo soy mordaz.
-Vaya entonces -clamó el editor, levantándose y ondeando su mano de modo imperioso-, vaya y "busque la reputación de burbuja”.
-La burbuja va a ser buscada -replicó el joven y, brincando hacia un agujero-de-hombre en el suelo, desapareció. Un momento más tarde el editor, quien después de despedir a su subordinado se había parado inmóvil, como perdido en el pensamiento, saltó de súbito al agujero-de-hombre y gritó hacia abajo: -¿Hola, 216?
-Sí, sí, señor -vino arriba una réplica tenue y lejana.
-Sobre esa "reputación de burbuja", usted entiende, yo supongo, que la reputación que usted va a buscar es la del otro hombre.
En la ejecución de su deber, con la esperanza de la aprobación de su empleador, con el traje de su profesión, el sr. Longbo Spittleworth, de otro modo conocido como 216, ya ha ocupado un lugar en el ojo de la mente del lector inteligente. ¡Alas por el pobre sr. Inhumio!
Unos pocos días después de estos sucesos, ese sin miedo, independiente y emprendedor guardián y guía del público, el Daily Malefactor de San Francisco, contenía un artículo a toda página, cuyos titulares se presentan aquí con alguna necesaria, tipográfica mitigación:
¡El infierno en la tierra! Corrupción rampante en la gerencia del cementerio de Sorrel Hill. La sagrada ciudad de los muertos en las garras leprosas de un demonio con forma humana. Atrocidades diabólicas cometidas en el acre de Dios. Los santos muertos lanzados alrededor sueltos. Fragmentos de madres. Segregación de una dama joven y bella que en vida fue la luz de un hogar feliz. Un superintendente que es un ex convicto. Cómo asesinó a su vecino para comenzar el cementerio. Entierra a su propio muerto en otro lugar. Extraordinaria insolencia a un representante de la prensa pública. Últimas palabras de la pequeña Eliza: "Mamá, aliméntame para los cerdos." Un destilador que maneja una ilícita fábrica de botón de hueso en una esquina de los terrenos. Enterrado con la cabeza hacia abajo. Repulsivas orgías mausoléicas. Bailando con los muertos. Mutilación diabólica, una pila de narices difuntas lloradas y orejas santas. No separación de los sexos. Peticiones para chaperones desatendidas. "Ternera" como suministro a los empleados del superintendente. Un registro mal-creado desde su nacimiento. Servilismo asqueroso de nuestros contemporáneos y fuertes indicios de colusión. Anomalías sin nombre. Doblado arriba como un cascanueces. No se plantó blanco. Horrible significativa reducción en el precio de la manteca. La cuestión de la hora: ¿A quién usted fríe en sus rosquillas?

Título original: The Bubble Reputation, publicado por primera vez en Wasp, 1886, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Maria O'Brien, Portland Head Light, Stormy Night, XXI.

jueves, 2 de agosto de 2012

Una carga de gatos


El día 16 de junio de 1874 el barco Mary Jane zarpó de Malta, pesadamente cargado de gatos. Esa carga nos dio un buen montón de problemas. No estaba en fardos, pero había sido vertida suelta en la bodega. El capitán Doble, quien una vez había comandado un barco que cargaba carbones, dijo que había hallado ese plan era el mejor. Cuando la bodega estuvo llena de gatos, la escotilla fue listoneada abajo y nosotros nos sentimos bien. Por infortunio el piloto, pensando que los gatos estarían sedientos, introdujo una manguera por una de las escotillas y bombeó una considerable cantidad de agua, y los gatos de los niveles más bajos se ahogaron todos.
Ustedes han visto un gato muerto en un estanque: recuerdan su circunferencia en la cintura. El agua multiplica la magnitud de un gato muerto por diez. El primer día afuera se observó que el barco estaba muy tirante. Estaba tres pies más ancho de lo usual y tanto como diez pies más corto. La convexidad de su cubierta había aumentado visiblemente de proa a popa, pero se volteaba arriba en ambos extremos. La pala estaba bien limpia de agua, y respondía al timón sólo cuando corría directo contra una brisa fuerte: la pala, cuando se pervertía a un costado, se frotaba contra el viento y lo giraba en redondo, y entonces no obedecía más. Debido a la curvatura de la quilla los mástiles se ponían juntos en el tope, y un marinero que había ido arriba por el trinquete se quedó perplejo, vino abajo por la mesana, miró sobre la popa a las retiradas costas de Malta y gritó: “¡Tierra, ho!” Las ataduras del barco todas estaban cediendo, el agua a cada costado era azotada hasta la espuma, por la tempestad de pernos volantes que éste derramaba a cada pulsación de la carga. Se estaba demoliendo a sí mismo tranquilo sin la asistencia del viento o las olas, por la pura energía interna de la expansión felina.
Yo fui a hablar con el patrón sobre eso. Éste estaba en su posición favorita, sentado en la cubierta, apoyando su espalda contra la bitácora, haciendo una V con sus piernas, y fumando.
-Capitán Doble -dije, tocando de forma respetuosa mi sombrero, cual realmente no era digno de respeto-, este palacio flotante es afligido por la curvatura de su espina dorsal, y asimismo está bastante hinchado.
Sin levantar los ojos él reconoció cortésmente mi presencia, golpeando las cenizas de su pipa.
-Permítame, capitán -dije con simple dignidad-, repetir que este barco está muy hinchado.
-Si eso es verdad -dijo el marino galante, alcanzando su bolsa de tabaco-, pienso que sería bueno fregarlo por abajo con linimento. Hay una botella de éste en mi camarote. Mejor sugiéraselo al piloto.
-Pero, capitán, no hay tiempo para un tratamiento empírico, algunos de los tablones en la línea del agua han partido.
El patrón se levantó y miró sobre la popa, hacia la tierra, fijó sus ojos en la estela espumosa, contempló fijamente el agua a estribor y el puerto. Entonces dijo:
-Mi amigo, toda la maldita cosa ha partido.
Con tristeza y en silencio, me volteé de ese hombre obstinado y caminé hacia adelante. Súbitamente, “¡hubo un reventón de sonido tronante!” La escotilla que había aguantado abajo la carga, fue arrojada girando al espacio y navegó en el aire como una hoja soplada. Empujando arriba por la vía de la escotilla había una columna de gatos alisada, cuadrada. Ésta crecía de modo grandioso e impresionante, se levantaba lenta, serena y majestuosa hacia la bóveda, la quilla relajante separando las cabezas de los mástiles para darle una oportunidad justa. Yo he estado parado en Nápoles y visto el Vesubio pintando el pueblo de rojo, desde Catania he notado a lo lejos, en los flancos del Etna, la espantosa persecución de la lava al gallo asombrado y al cerdo desesperado. El fluido fogoso del cráter del Kilauea, pujando él mismo hacia las forestas y lamiendo la comarca entera hasta limpiarla, es tan familiar para mí como mi lengua madre. Yo he visto glaciares con mil años de edad y bastante pelados, partiendo para un valle lleno de turistas a razón de una pulgada al mes. Yo he visto la solución saturada de un campamento minero yendo abajo por un río de montaña, para hacer una llamada sociable a los granjeros del valle. Yo he estado parado detrás de un árbol en un campo de batalla, y visto una compacta milla cuadrada de hombres armados moviéndose con ímpetu irresistible hacia la retaguardia. Cuando quiera algo grandioso en magnitud o movimiento era facturado para aparecer, yo me las arreglaba comúnmente para abrirme camino hacia el espectáculo, y al reportarlo era un hombre de veracidad inescrupulosa; ¡pero raramente había observado algo como esa sólida, grisácea columna de gatos malteses!
No es necesario explicar, supongo, que cada individual gato grisáceo del equipo, con esa disposición de recursos que distingue a la especie, había aferrado con dientes y uñas a tantos otros como pudiera enganchar. Eso preservaba la formación. Ponía la columna tan tiesa, que cuando el barco rodaba (y el Mary Jane era un diablo para rodar) oscilaba de lado a lado como un mástil, y el piloto dijo que si crecía muy alto, tendría que haber ordenado que la cortaran del todo o nos volcaría.
Algunos de los marineros fueron a trabajar con las bombas, pero éstas no descargaron nada salvo pelaje. El capitán Doble levantó los ojos de sus pies y gritó: “¡Deja ir el ancla!”, pero estando asegurado de que nadie la estaba tocando, se disculpó y reasumió su ensueño. El capellán dijo que si no había objeciones le gustaría ofrecer una oración, y un jugador de Chicago, mostrando un mazo de cartas, propuso lanzar en ruedo por la primera jota. El plan del párroco fue adoptado, y mientras él profería el “amén” final los gatos arremetieron con un himno.
Todos los vivos estaban ahora encima de la cubierta, y cada hijo de madre de ellos cantaba. Cada uno tenía una linda voz justa, pero no oído. Casi todas sus notas en el registro más alto eran más o menos cascadas y desobedientes. La cosa notable sobre las voces era su rango. En esa multitud había gatos de diecisiete octavas, y el average no podría haber sido menor de doce.

Número de gatos, como por factura                     127, 000
Número estimado de muertos hinchados                  6, 000

Total de cantores                                                 121, 000
Average en número de octavas por gato                        12

Total de octavas                                              1, 452, 000

Fue un gran concierto. Duró tres días y noches o, contando cada noche como siete días, veinticuatro días en conjunto, y nosotros no podíamos ir abajo por provisiones. Al final de ese tiempo el cocinero vino sacudiendo algunos frijoles en un sombrero, y teniendo un gran cuchillo.
-Colegas del barco -dijo-, nosotros hemos hecho todo lo que los mortales pueden hacer. Vamos ahora a echar suertes.
Fuimos vendados en los ojos por turno y echamos suertes, pero justo mientras el cocinero estaba forzando el frijol negro fatal sobre el hombre más gordo, el concierto se cerró con una brusquedad que despertó al hombre en el mirador. Un momento después cada gato grisáceo relajaba su tenencia de sus vecinos, la columna perdió su cohesión y, con 121, 000 porrazos sordos, enfermizos que golpearon como uno, todo el negocio cayó en la cubierta. Entonces con un salvaje gemido de despedida la hueste felina saltó bufando al mar ¡y arremetió hacia el sur de la costa africana!
La extensión sureña de Italia, como todo escolar conoce, semeja en la forma una bota enorme. Nosotros habíamos derivado a la vista de ésta. Los gatos en la fábrica la habían espiado, y sus imaginaciones alertadas fueron afectadas al instante por un vívido sentido del tamaño, peso y probable ímpetu de su arrojado sacabotas.

Título original: A Cargo of Cat, publicado por primera vez en Wasp, 1885, con el seudónimo: "B". 
Imagen: Yasmina, Mercator, XX.