martes, 7 de agosto de 2012

La reputación de burbuja


Cómo la de otro hombre fue buscada y pinchada

Era una noche de tormenta en el otoño de 1930. La hora era cerca de las once. San Francisco yacía en la oscuridad, pues los labriegos de los trabajos del gas habían hecho una huelga y destruido la propiedad de la compañía, porque un periódico del que un primo del gerente era suscriptor, había censurado el curso de un comerciante de patata emparentado por matrimonio con un miembro de los Caballeros del ocio. Las luces eléctricas en ese periodo no habían sido reinventadas. El cielo estaba lleno de grandes masas de nubes negras que, conducidas con rapidez a través de los campos de estrellas por vientos no sentidos en la tierra, y que alteraban de modo momentáneo sus formas fantásticas, parecían tener un instinto de vida y actividad suyos propios, y dotadas de los espantosos poderes del mal, para el ejercicio del cual podían colocar en cualquier momento su voluntad maligna.
Un observador parado, en ese momento, en la esquina de la avenida Paradise y el paseo Great White Throne, en el cementerio de Sorrel Hill, hubiera visto una figura humana moviéndose entre las tumbas, hacia la residencia del superintendente. Vaga e inciertamente visible en los intervalos de tiniebla disuelta, esa figura tenía el aspecto más extraño e inquietante. Una larga capa negra la envolvía del cuello a los talones. Sobre su cabeza había un sombrero gacho, tirado abajo sobre la frente y casi ocultando el rostro, que estaba bastante escondido por una media-máscara, sólo la barba siendo visible de modo ocasional, mientras la cabeza estaba alzada en parte, por encima del cuello de la capa. El hombre usaba en sus pies unas botas de montar, que sus piernas anchas, con forma de embudo, habían asentado abajo en más de un pliegue y arrugado alrededor de los tobillos, como podía ser visto, cuando quiera un accidente separaba el fondo de la capa. Sus brazos estaban ocultados, pero a veces extendía afuera el derecho para afianzarse junto a una lápida, mientras se deslizaba sigiloso aunque ciegamente por el terreno desigual. En tales momentos un cercano escrutinio de su mano, hubiera descubierto en la palma el mango de un puñal, cuya hoja yacía a lo largo de la muñeca, escondida en la manga. En resumen, el vestir del hombre, sus movimientos, la hora, todo lo proclamaba un reportero.
¿Pero qué hacía él allí?
En la mañana de ese día el editor del Daily Malefactor había tocado el botón de una campana numerada 216, y en respuesta a la convocatoria el sr. Longbo Spittleworth, el reportero, había sido disparado a la habitación afuera de un tubo inclinado.
-Yo entiendo -dijo el editor-, que usted es 216, ¿estoy en lo correcto?
-Ese -dijo el reportero cobrando su aliento y ajustando su ropa, ambos un tanto desordenados por la celeridad de su vuelo a través del tubo-, ese es mi número.
-Una información nos ha llegado -continuó el editor-, de que el superintendente del cementerio de Sorrel Hill, un Inhumio, cuyo mismo nombre sugiere inhumanidad, es culpable de un grosero ultraje, en la administración de la gran confianza depositada en sus manos por el pueblo soberano.
-El cementerio es una propiedad privada -sugirió tenuemente el 216.
-Se alega -continuó el gran hombre, desdeñando notar la interrupción-, que en violación de los derechos populares él se niega a permitir, que sus cuentas sean inspeccionadas por los representantes de la prensa.
-Bajo la ley, usted sabe, él es responsable ante los directores de la compañía del cementerio-, se aventuró a interponer el reportero.
-Dicen -prosiguió el editor, desatento-, que los internos son, en muchos casos, alojados malamente y vestidos de modo insuficiente, y que en consecuencia están usualmente fríos. Se afirma que nunca son alimentados, excepto para los gusanos. Se han hecho declaraciones, al efecto de que a los machos y las hembras se les permite ocupar los mismos cuartos, para el incalculable detrimento de la moralidad pública. Muchas villanías clandestinas se alegan de ese demonio con forma humana, y es deseable que sus métodos subterráneos sean desenterrados en el Malefactor. Si él resiste vamos a arrastrar su esqueleto familiar de la privacidad de su closet doméstico. Hay dinero en eso para el periódico, fama para usted, ¿es usted ambicioso, 216?
-Yo soy mordaz.
-Vaya entonces -clamó el editor, levantándose y ondeando su mano de modo imperioso-, vaya y "busque la reputación de burbuja”.
-La burbuja va a ser buscada -replicó el joven y, brincando hacia un agujero-de-hombre en el suelo, desapareció. Un momento más tarde el editor, quien después de despedir a su subordinado se había parado inmóvil, como perdido en el pensamiento, saltó de súbito al agujero-de-hombre y gritó hacia abajo: -¿Hola, 216?
-Sí, sí, señor -vino arriba una réplica tenue y lejana.
-Sobre esa "reputación de burbuja", usted entiende, yo supongo, que la reputación que usted va a buscar es la del otro hombre.
En la ejecución de su deber, con la esperanza de la aprobación de su empleador, con el traje de su profesión, el sr. Longbo Spittleworth, de otro modo conocido como 216, ya ha ocupado un lugar en el ojo de la mente del lector inteligente. ¡Alas por el pobre sr. Inhumio!
Unos pocos días después de estos sucesos, ese sin miedo, independiente y emprendedor guardián y guía del público, el Daily Malefactor de San Francisco, contenía un artículo a toda página, cuyos titulares se presentan aquí con alguna necesaria, tipográfica mitigación:
¡El infierno en la tierra! Corrupción rampante en la gerencia del cementerio de Sorrel Hill. La sagrada ciudad de los muertos en las garras leprosas de un demonio con forma humana. Atrocidades diabólicas cometidas en el acre de Dios. Los santos muertos lanzados alrededor sueltos. Fragmentos de madres. Segregación de una dama joven y bella que en vida fue la luz de un hogar feliz. Un superintendente que es un ex convicto. Cómo asesinó a su vecino para comenzar el cementerio. Entierra a su propio muerto en otro lugar. Extraordinaria insolencia a un representante de la prensa pública. Últimas palabras de la pequeña Eliza: "Mamá, aliméntame para los cerdos." Un destilador que maneja una ilícita fábrica de botón de hueso en una esquina de los terrenos. Enterrado con la cabeza hacia abajo. Repulsivas orgías mausoléicas. Bailando con los muertos. Mutilación diabólica, una pila de narices difuntas lloradas y orejas santas. No separación de los sexos. Peticiones para chaperones desatendidas. "Ternera" como suministro a los empleados del superintendente. Un registro mal-creado desde su nacimiento. Servilismo asqueroso de nuestros contemporáneos y fuertes indicios de colusión. Anomalías sin nombre. Doblado arriba como un cascanueces. No se plantó blanco. Horrible significativa reducción en el precio de la manteca. La cuestión de la hora: ¿A quién usted fríe en sus rosquillas?

Título original: The Bubble Reputation, publicado por primera vez en Wasp, 1886, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Maria O'Brien, Portland Head Light, Stormy Night, XXI.