miércoles, 15 de febrero de 2012

El susto del pejiguero


-¡Sssssst!
Dan Golby mantuvo la mano arriba para imponer el silencio, en un aliento estuvimos tan callados como ratones. Entonces vino de nuevo, llevado por el viento nocturno desde algún lugar en la oscuridad hacia las montañas, a través de millas de llanura sin árboles, un sonido bajo, lúgubre, lloroso, ¡como el gemido de un niño estrangulado! No era nada más que el aullido de un lobo, y un lobo era la última cosa de la que un hombre, quien conocía a la bestia cobarde, tendría miedo; pero había algo tan extraño y no terrenal en ese “clamor entre los silencios”, algo tan parecido a un hada en su sugestión de la tumba, que nosotros, viejos montañeses como éramos y bastante familiarizados con éste, sentimos un espanto instintivo, un espanto que no era miedo, sino sólo una sensación de total soledad y desolación. No había un sonido conocido al oído mortal, que tuviera en sí tan extraño poder sobre la imaginación, como el aullido nocturno de esa bestia miserable, oído a través de los lóbregos despojos del desierto que ésta deshonraba.
De modo involuntario nos acercamos en conjunto, y alguien de la partida atizó el fuego hasta que éste envió una llama alta, ampliando el círculo negro que nos encerraba por todos los costados. De nuevo se levantó el clamor tenue lejano, y fue respondido por uno más tenue y más lejano en la parte opuesta. Entonces otro, y aún otro se unieron, una docena, todo unos cien a la vez, y en tres minutos, todo el invisible mundo exterior pareció consistir mayormente de lobos, sonando fuera de tono por alguna convulsión de la naturaleza.
Por ese tiempo era un estudio agradable mirar el semblante del Viejo Nick. Esa partida se nos había unido en Fort Benton, adonde había llegado en un barco de vapor, por el Missouri. Esta era su aventura de doncella en las llanuras, y su hábito de criticón quejoso, en el primer día afuera, le había asegurado el sobrenombre de Viejo pejiguero, que la atrición del tiempo había desgastado hasta Viejo Nick. Él no sabía más de lobos y otros animales que un naturalista, y ahora estaba un poco asustado. Estaba agachado junto a su montura y equipo, escuchando con toda su alma, sus manos suspendidas delante de él con los dedos divergentes, su rostro pálido cenizo y su mandíbula colgando debajo de forma desconsiderada.
Súbitamente Dan Golby, quien lo había estado mirando con una sonrisa divertida, asumió un aspecto grave, escuchó un momento con mucha intención y comentó:
-Muchachos, si yo no supiera que esos eran lobos, debería decir que sería mejor irnos de ésta.
-¿Eh? -exclamó Nick con ansiedad-, ¿si tú no supieras que esos eran lobos? ¿Por qué, qué más y qué peor podrían ser esos?
-¡Bueno, aquí hay un inocente! -replicó Dan, guiñando con astucia al resto de nosotros-. Porque esos podrían ser indios, por supuesto. ¿Tú no sabes, tú viejo plomazo, que esa es la manera en que los diablos rojos corren a una partida sorprendida? ¿Tú no sabes que cuando oyes a una parcela de lobos dejada así, por la noche, es cien a uno que ellos cargan arcos y flechas?
Aquí uno o dos viejos cazadores en el lado opuesto del fuego, quienes no habían captado el guiño preventivo de Dan, se rieron bien humorados e hicieron comentarios despectivos. Ante eso Dan pareció muy enojado y, levantado, dio unas zancadas hacia éstos para discutir eso. ¡Fue sorpresivo cuán fácilmente ellos fueron llevados en redondo a su manera de pensar!
Por ese tiempo el Viejo Nick estaba totalmente perturbado. Se revolvió por alrededor, examinando su rifle y pistolas, se apretó el cinturón y miró en la dirección de su caballo. Su ansiedad se volvió tan dolorosa que no intentó ocultarla. Por nuestra parte, nos afectamos para compartirla parcialmente. Uno de nosotros finalmente le preguntó a Dan, si él estaba bastante seguro de que esos eran lobos. Entonces Dan escuchó largo tiempo con su oreja en el terreno, después de lo cual dijo vacilante:
-Bueno, no, no hay tal cosa como una certeza absoluta, yo supongo, pero pienso que esos son lobos. Aunque no hay daño en estar listo para cualquier cosa, siempre es bueno estar listo, supongo.
Nick no necesitó nada más, se abalanzó sobre su montura y brida, las lanzó sobre su mustango, y tuvo todo ajustado en menos tiempo que tomaba contarlo. El resto de la partida estaba demasiado confortable, para cooperar con Dan en alguna extensión considerable, nos contentamos con hacer la escena de examinar nuestras armas. En todo ese tiempo los lobos, como es su manera cuando son atraídos por la luz del fuego, se estaban acercando, clamando como una legión de demonios. Si Nick hubiera sabido que un solo disparo de pistola, los hubiera enviado en escape por la cara vida, yo presumo que le habría abierto fuego a uno; así como era, él tenía un indio en el cerebro, y sólo estaba parado junto a su caballo, trémulo, hasta que sus dientes traquetearon como los dados en la caja.
-No -prosiguió el implacable Dan-, esos no pueden ser indios, pues si lo fueran, nosotros debíamos, acaso, oír un búho o dos entre ellos. Los jefes a veces ululan al modo de un búho, justo para dejarle saber a la plebe, que ellos están parados para el trabajo como hombres, y para mostrar dónde están.
-¡Too-hoo-hoo-hoo-hooaw!
Nos tomó a todos por sorpresa. Nick dio un brinco y vino abajo a horcajadas sobre su mustango soñoliento, con fuerza suficiente para haber aplastado a una bestia más menuda. Nosotros todos nos pusimos de pie, excepto Jerry Hunker, quien estaba yaciente tendido sobre su estómago, con la cabeza enterrada en los brazos, y a quien habíamos pensado profundamente dormido. Una mirada a él nos re-aseguró en cuanto al asunto del “búho”, y nos asentamos de vuelta, cada hombre pretendiendo ante su vecino, que se había levantado meramente para un efecto sobre Nick.
Ese hombre era ahora una vista para ver. Se sentó en su montura gesticulando con salvajismo, e implorando que estuviéramos listos. Temblaba como una medusa. Sacó sus pistolas, las amartilló y las empujó así de vuelta en las fundas, sin saber de qué estaba a punto. Amartilló su rifle, manteniéndolo con la boca dirigida a algún lugar, pero principalmente en nuestro camino; agarró su cuchillo de monte entre los dientes, y se cortó la lengua tratando de hablar, espoleó a su jamelgo hacia el fuego, y lo echó atrás a través de nuestras mantas; y finalmente se sentó quieto, totalmente enervado, mientras nosotros rugíamos con una risotada, que no pudimos suprimir por más tiempo.
-¡Hwissss!, ¡pft!, ¡swt!, ¡cheew!- ¡Huesos de César! ¡Las flechas volaban y cortaban entre nosotros como una bandada de murciélagos! Dan Golby dio un doble salto mortal, aterrizando en su cabeza. Dory Durkee fue estrellado contra el fuego. Jerry Hunker fue clavado en el suelo, donde yació rápidamente dormido. Tal esquivar y agacharse, y arañar alrededor por las armas yo nunca lo había visto. Y tal genuina chillería india, ¡me enfría la médula escribir de ésta!
El Viejo Nick se desvaneció como un sueño, y largo tiempo antes de que pudimos encontrar nuestros utensilios, y nos pusimos a trabajar, oímos los inconexos estallidos de sus pistolas explotando en sus fundas, mientras su pony medía la oscuridad entre nosotros y la seguridad.
Por algunos quince minutos tuvimos un trabajo lo tolerable caliente, individual, colectivo y misceláneo, con una sola mano y uno contra una docena, luchando con salvajes pintados a la luz del fuego, y uno con el otro en la oscuridad, disparando al vivo y apuñalando al muerto, ahuyentando a nuestros caballos y peleando con ellos, batallando con cualquier cosa que hubiera batallado, ¡y quebrando con nuestras culatas cualquier que no hubiera!
Cuando todo estaba hecho, cuando habíamos renovado nuestro fuego, reunido nuestros caballos y metido nuestros muertos en la posición, nos sentamos a hablar de eso. Mientras estábamos sentados allí, cortando nuestra ropa para los vendajes, excavando las puntas de flechas envenenadas de nuestros miembros, reajustando nuestros cueros cabelludos o cambiando éstos por los vagantes, pues allí no había nadie para identificar, no pudimos evitar sonreír al pensar cómo habíamos asustado al Viejo Nick. Dan Golby, quien se estaba hundiendo con rapidez, susurró que “fue el único dulce recuerdo que tuvo, que lo sostuviera y animara al cruzar el río oscuro hacia la perpetua f… " Es incierto cómo Dan habría terminado esa última palabra, él pudo haber pensado en “felicidad”, pudo haber pensado en “fuego”. No es asunto de nadie.

Título original: Pernicketty's Fright, publicado por primera vez en Cobwebs from an empty skull, 1874, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Bev Doolittle, Unknown Presence, XXI.

domingo, 5 de febrero de 2012

El único sobreviviente


Entre las artes y las ciencias, el arte de la única sobrevivencia es uno de los más interesantes, como (para el artista) es por lejos el más importante. No es por completo un arte acaso, pues el éxito en éste es bastante debido al accidente. Uno puede estudiar cómo único sobrevivir aunque, teniendo una aptitud natural imperfecta, puede fracasar en la proficiencia y ser cortado temprano. Por el contrario, uno poco habilidoso en sus métodos, e incluso no bien cimentado en sus principios fundamentales puede, tras tomarse la molestia de haber nacido con una constitución adecuada, alcanzar una considerable eminencia en el arte. Sin la indebida inmodestia, yo pienso que puedo en justicia reclamar alguna distinción en éste yo mismo, aunque no lo he adquirido de modo regular, como uno adquiere conocimiento y habilidad en la escritura, la pintura y tocando la flauta. Oh sí, yo soy un notable único sobreviviente, y algo de mi trabajo de esa manera atrae una gran atención, mayormente la mía propia.
Ustedes podrían naturalmente esperar, entonces, encontrar en mí a uno, quien ha experimentado todo tipo de desastres en el mar, y las diversas clases de calamidades incidentes en la vida en tierra firme. Podría parecer una justa inferencia de mi única sobrevivencia, que yo estoy familiarizado con los destrozos de ferrocarril, las inundaciones (aunque éstas son apenas un fenómeno de tierra firme), las pestilencias, los terremotos, las conflagraciones y otras formas, que a los reporteros les deleita llamar “un holocausto”. Eso no es verdad por entero: yo nunca he sido un náufrago, nunca ayudé como un “sufriente infortunado” en un fuego o una colisión ferroviaria, y sé de los estragos de las epidemias sólo de oídas. El temblor más destructivo en el que he tenido una experiencia personal, disminuyó la población de San Francisco por menos, probablemente, de diez mil personas, de quienes no más de una docena fueron muertos, las otras se mudaron del pueblo. Es verdad que yo una vez seguí el peligroso oficio del soldado, pero mi eminencia en la única sobrevivencia es de un crecimiento tardío, y no especialmente un producto de la espada.
Abriendo el portafolio de la memoria, yo saco pintura tras pintura, “pedazos de figuras”, grupos de formas y rostros, de donde sólo el mío permanece ahora, un tanto peor por el desgaste.
Aquí están tres hombres jóvenes tendidos a gusto en una loma herbosa. Uno, un muchacho apuesto de ojos oscuros, con la frente como la de un dios griego, levanta su cuerpo sobre el codo, mira directo hacia el horizonte, donde algunos árboles negros mantienen cautivos ciertos vestigios de la puesta del sol, como si le hubieran arrancado el plumaje a una bandada de flamencos, y dice: -Muchachos, yo quiero ser rico. Voy a ver cada país digno de ver. Voy a probar cada placer digno de tener. Cuando sea viejo, voy a volverme un ermitaño.
Dijo otro joven esbelto, de cabello rubio: -Yo voy a volverme un presidente y ejecutar un coup d'etat, haciendo de mí mismo un monarca absoluto. Voy entonces a emitir un decreto, requiriendo que todos los ermitaños sean llevados a muerte.
El tercero no dijo nada. ¿Fue refrenado por algún sentido presciente de la naturaleza perecedera del material, sobre el que se esperaba él inscribiera el registro de sus esperanzas? Cualquier cosa pueda haber sido, él sacudió su zapato con una vara de avellano y se guardó su propio parecer. Por veinte años ha sido el único sobreviviente del grupo.
***

La escena cambia. Seis hombres están montados a caballo en una colina: un general y su personal. Debajo, en la niebla grisácea de una mañana de invierno, un ejército, que ha dejado sus trincheras, se está moviendo sobre las del enemigo, arrastrándose en silencio en la posición. En una hora todo el ancho valle, por millas a la izquierda y a la derecha, será todo un rugido con golpeteo de mosquetes, que parecen silenciados a cada rato por los retumbos tronantes de los grandes cañones. Mientras tanto el sol naciente ha encendido una senda a través de la niebla, haciendo esplender una parte de la ciudad asediada.
-Mire eso, general -dice un aide-, es como un encantamiento.
-Vaya y encante al coronel Post -dijo el general, sin quitarse los anteojos de campo de los ojos-, y dígale que tire tan pronto como oiga los cañones de Smith.
Todos se rieron. Pero hoy en día yo me río solo. Yo soy el único sobreviviente.

***

Sería fácil llenar muchas páginas con instancias de única sobrevivencia, de mi propia experiencia. Yo podría mencionar grupos extintos compuestos en total (exceptuado yo mismo) del sexo opuesto, todas quienes, con la misma excepción, hace largo tiempo cesaron en su oposición, su guerra cumplida, sus lindas narices azules y frías bajo las margaritas. Fueron buenas muchachas también, mayormente, ¡el descanso del Cielo para ellas! Ahí estaban Maud y Lizzie y Nanette (ah, Nanette, en efecto, ella es la más muerta de toda la banda radiante) y Emeline y… pero realmente esto no es discreto, uno no debería sobrevivir y contarlo.
La llama de una fogata se levanta alto y directo hacia el cielo negro. Nosotros la alimentamos de modo constante con maleza de salvia. Un circular muro de oscuridad nos encierra, pero denle la espalda al fuego y caminen un poco lejos, y ustedes verán una línea serrada de cumbres de montañas cubiertas de nieve, un frío fantasmal en la luz lunar. Éstas están en todas direcciones, por todas partes borran las grandes estrellas doradas cerca del horizonte, dejando a las pequeñas verdosas del mediocielo temblando viciosamente, tan crudas como el acero. Con intervalos irregulares oímos el distante aullido de un lobo, ahora en este lado y de nuevo en ese. Detenemos nuestra plática para escuchar, echamos miradas rápidas hacia nuestras armas, nuestras monturas, nuestros caballos piqueteados: los lobos pueden ser de la variedad conocida como Sioux, y allí están sólo cuatro de nosotros.
-¿Qué haría usted, Jim -dijo Hazen-, si estuviéramos rodeados por indios?
Jim Beckwourth era nuestro guía, un hombre de la frontera de toda la vida, un hombre viejo “golpeado y tajeado con una antigüedad curtida”. Había sido en un tiempo el jefe de los Cuervos.
-Yo escupiría en ese fuego -dijo Jim Beckwourth.
El hombre viejo se ha ido, yo espero, a donde no hay un fuego para ser apagado. Y Hazen, y el muchacho con quien yo compartí mi manta esa noche de invierno en las llanuras, ambos se han ido. Uno podría suponer que yo sentiría algo de la exultación natural del único sobreviviente, pero como Byron encontró que

nuestros pensamientos toman el vuelo más salvaje.
Incluso en el momento cuando deberían formarse
en un orden pensativo,

así yo encuentro que éstos a veces se forman en un orden pensativo, incluso en el momento cuando debían ser más hilarantes.

***

De reminiscencias no hay fin. Yo tengo un vasto almacén de éstas apiladas, con las que distraer los años tediosos de mi anecdotario, cuando quiera le plazca al Cielo hacerme viejo. Algunos años que pasé en Londres como un periodista trabajador, son en particular ricos en éstas. ¡Ah!, “nosotros éramos una compañía galante” en esos días.
Me han dicho que los ingleses son unos pensadores pesados y unos platicadores torpes. Mi recuerdo es diferente, hablando de eso, debo decir que son listos sin fin con sus lenguas. Ciertamente, yo no he oído en otro lugar tal plática brillante, como entre los artistas y escritores de Londres. Por supuesto eran un lote escogido, algunos de ellos habían alcanzado alguna eminencia en el mundo del intelecto, otros lo han logrado desde entonces. Pero no todos eran ingleses por mucho. Londres atrae a los mejores cerebros de Irlanda y Escocia, y siempre hay un menudo contingente americano, mayormente corresponsales de los grandes periódicos de Nueva York.
El típico periodista de Londres es un caballero. Es usualmente un graduado de una u otra de las grandes universidades. Es bien pagado y mantiene su posición, cualquiera pueda ser, con una tenencia menos precaria que su congénere americano. Él más bien se mueve que “chapotea” en la literatura, y no poco comúnmente toma una mano en alguna de las muchas formas de arte. En total es un buen tipo, demasiado, con una mente escéptica, una lengua cínica y un corazón cálido. Yo encuentro a esos hombres agradables, hospitalarios, inteligentes, divertidos. Nosotros trabajábamos demasiado duro, cenábamos demasiado bien, frecuentábamos demasiados clubes, e íbamos a la cama demasiado tarde en la mañana. Éramos en demasía adictos a derramar la sangre de la uva. En resumen, de modo diligente, concienzudo y con una perversa satisfacción, encendíamos la vela de la vida por ambos extremos y en el medio.
Eso fue muchos años atrás. Hoy en día la lista de nombres de esos hombres, con una cruz frente al de cada uno que yo sé está muerto, parecería como un cementerio católico romano. Yo podría dar una cena a todos los sobrevivientes en la mesa en que escribo, y me gustaría hacer eso. Pero los muertos, debo decir, eran los mejores comensales.
Pero sobre la única sobrevivencia. Había un editor de Londres llamado John Camden Hotten. Entre los escritores americanos tenía una linda, oscura reputación de “pirata”. Éstos lo acusaban de re-publicar sus libros sin su asentimiento, lo que, en ausencia de un derecho de autor internacional, él tenía un legal, y me parece a mí (un “sufriente”) moral derecho a hacer. Por simpatía con sus confrères extranjeros, los escritores británicos asimismo lo tenían en una alta desestima.
Yo conocía a Hotten muy bien, y un día me paré junto a lo que pretendía ser su cuerpo, que después ayudé a enterrar en el cementerio de Highgate. Yo estoy seguro de que era su cuerpo, pues fui no comúnmente cuidadoso en el asunto de la identificación, por una muy buena razón que ustedes van a conocer.
Aparte de su “piratería”, Hotten tenía un amplio renombre como “un hombre duro con que lidiar”. Por varios meses antes de su muerte él me había debido cien libras esterlinas, y no podía posiblemente haber sido más reluctante a partir con algo, salvo una gran suma. Incluso hasta este día, al revisar los métodos inteligentes, que van desde la delicada finura hasta el franco descaro, con los que ese buen hombre me mantuvo fuera del mío propio, yo estoy postrado de admiración y consumido de envidia. Finalmente, por una oportunidad de suerte yo lo tuve en desventaja, y viendo mi poder él envió a su gerente -un tipo llamado Chatto, quien como miembro de la firma Chatto & Windus lo sucedió después en su negocio y métodos-, a negociar. Yo era el acreedor más implacable del Reino Unido, y después de dos horas mortales de mí, en mi humor más acidulado, Chatto sacó un cheque por la cantidad completa, listo firmado por Hotten en anticipación de la derrota. Antes de dármelo Chatto dijo: -Este cheque está fechado en el próximo sábado. Por supuesto, usted no lo va a presentar hasta entonces.
En eso yo consentí con júbilo.
-Y ahora -dijo Chatto, levantado para irse-, como todo es satisfactorio, yo espero que usted vaya a la casa de Hotten y tenga una plática amistosa. Ese es su deseo.
El sábado por la mañana fui. En prosecución, sin dudas, de su designio cuando antefechó el cheque, él había muerto de un pastel de puerco con prontitud, al golpe de las doce en punto la noche anterior, ¡lo que invalidó el cheque! Yo he conocido editores americanos, quienes pensaban que sabían algo sobre el negocio de beber champagne en los cráneos de los escritores. Si esta narración -que, por mi alma, es verdad en cada palabra- les enseña humildad, mostrando que la genuina sagacidad comercial no está limitada por las líneas geográficas, habrá cumplido su propósito.
Habiéndome asegurado a mí mismo que el sr. Hotten realmente no estaba más, conduje furioso al barrio del banco, esperando que las tristes nuevas no me hubieran precedido, y éstas no habían.
¡Alas!, en la ruta había una cierta cantina bastante frecuentada por autores, artistas, periodistas y “caballeros de ingenio y placer de por el pueblo”.
Sentados alrededor de la mesa de costumbre, había una media docena o más de espíritus selectos: George Augustus Sala, Henry Sampson, Tom Hood el joven, el capitán Mayne Reid y otros menos conocidos de la fama. Yo siento decir que mi sombría noticia afectó a esos pecadores de una manera, que era chocante. Su levedad era una cosa ante la que estremecerse. Como Sir Boyle Roche podría haber dicho, ésta rechinó de forma áspera en un oído que tenía un cheque dudoso en su bolsillo. Habiendo emitido sus mentes hilarantes una palabra por boca, todos ellos sabían cómo, esos duros e impenitentes ofensores se pusieron a escribir los “epitafios apropiados”. ¡Gracias al Cielo, todos menos uno de esos ha escapado a mi memoria, uno que escribí yo mismo. Al cierre de los ritos varias horas más tarde, reasumí mi movimiento contra el banco. Demasiado tarde, la vieja, vieja historia de la liebre y la tortuga fue contada de nuevo. La “pesada noticia” me había superado y pasado mientras yo vagaba por el borde de la senda.
Todos asistieron al funeral, Sala, Sampson, Hood, Reid y los otros no distinguidos, incluido el presente único sobreviviente del grupo. Mientras cada uno echaba su puñado de tierra sobre el ataúd, yo estoy muy seguro de que, como Lord Brougham en una ocasión un tanto similar, nosotros todos sentimos más de lo que nos cuidamos de expresar. A la muerte de un antagonista político, a quien no había tratado con mucha consideración, a su señoría se le preguntó más bien con rudeza: "¿No tiene usted remordimientos, ahora que él se ha ido?"
Después de un momento de silencio pensativo, él replicó con gravedad: -Sí, yo estoy a favor de su retorno.

***

Una noche en el verano de 1880, yo conducía una carreta ligera por la parte más salvaje de Black Hills, en Dakota del sur. Había dejado Deadwood y estaba bien en mi senda a Rockerville, con treinta mil dólares en mi persona que pertenecían a una compañía minera, de la que era el gerente general. Naturalmente, yo había tomado la precaución de telegrafiar a mi secretario en Rockerville, que me recibiera en Rapid City, entonces un pueblo pequeño en otra ruta; el telegrama tenía la intención de despistar a los “caballeros del camino”, quienes sabía estaban vigilando mis movimientos, y quienes podrían posiblemente tener un confederado en la oficina de telégrafo. A mi lado en el asiento de la carreta estaba sentado Boone May.
Permítanme explicar la situación. Varios meses antes había sido una costumbre enviar un “carruaje de tesoro”, dos veces por semana desde Deadwood hasta Sidney, en Nebraska. Asimismo, había sido una costumbre que ese carruaje fuera capturado y saqueado por “los agentes de camino”. Tan intolerable se había vuelto esa práctica -incluso los carruajes blindados con aspilleras para rifles probaron ser un dispositivo vano-, que los dueños mineros habían adoptado el plan más práctico, de importar de California una media docena de los “mensajeros de escopeta” más famosos de Wells, Fargo & Co., unos tipos sin miedo y confiables con un instinto de matar, una disposición de recursos que era una intuición, y un sentido de dirección que ponía un disparo donde éste haría el mayor bien, con más precisión que la más cuidadosa puntería. Sus hazañas de tiradores eran tan increíbles, que ver era apenas creer.
En unas pocas semanas, estos muchachos habían puesto a los agentes de camino fuera del negocio y fuera de la vida, pues los atacaban dondequiera los hallaran. Una soleada mañana de domingo dos de ellos, paseando por una calle de Deadwood, reconocieron a cinco o seis de los bribones, corrieron de regreso a su hotel por los rifles, ¡retornaron y los mataron a todos!
Boone May era uno de esos vengadores. Cuando yo lo empleé como mensajero, estaba bajo imputación de asesinato. Él había rastreado a un “agente de camino”, a través de las Tierras Malas por cientos de millas, lo trajo de regreso a unas pocas millas de Deadwood, y lo piqueteó afuera por la noche. El hombre desesperado, amarrado como estaba, había intentado escapar, y May encontró expediente dispararle y enterrarlo. La tumba al borde del camino acaso aún apunta al curioso. May se entregó, fue acusado formalmente de asesinato, liberado en su propio reconocimiento, y yo tuve que darle licencia de ausencia para ir a la corte y ser absuelto. Algunos de los directores de Nueva York de mi compañía, habiendo sido lo suficiente buenos para expresar su desaprobación de mi acción, al emplear a “tal hombre”, yo no podía hacer menos que brindar algún reconocimiento a su disensión, y desde entonces él fue llevado en las listas de pago como “Boone May, asesino”. Ahora, permítanme regresar a mi historia.
Yo conocía el camino en justicia bien, pues lo había viajado previamente por la noche, montado a caballo, mis bolsillos abultados con monedas, y mi mano libre manteniendo un revólver amartillado la distancia entera de cincuenta millas. El hacer el viaje en carreta con un compañero era un lujo. Aunque la lluvia menuda era incómoda. May estaba sentado encorvado a mi lado, un poncho de goma sobre sus hombros, y un rifle winchester en su funda de cuero entre sus rodillas. Yo lo creía un poco fuera de guardia, pero no decía nada. El camino, apenas visible, era rocoso, la carreta traqueteaba y al costado corría una corriente rugiente. Súbitamente, oímos a través de todo el retintín de las herraduras de los caballos, directo detrás y simultáneo, las breves, agudas palabras de autoridad: -¡Arriba las manos!
Con un involuntario tirón de las riendas, yo traje a mi pareja a las ancas y me extendí por el revólver. Totalmente innecesario: con el movimiento más rápido que yo jamás había visto en algo, salvo un gato -casi antes de que las palabras salieran de la boca del jinete-, May se había lanzado hacia atrás, a través del respaldo del asiento, el rostro hacia arriba, ¡y la boca de su rifle estaba a una yarda del pecho del tipo! Qué más ocurrió entre nosotros tres allí en la tiniebla de la foresta, me figuro, nunca ha sido relatado con precisión.
Boone May hace largo tiempo murió de fiebre amarilla en Brasil, y yo soy el único sobreviviente.

***

Había una prima donna famosa, con quien fue mi buena fortuna cruzar el Atlántico hacia Nueva York. En verdad se me había encargado, por un amigo de ambos, el agradable deber de cuidar por su seguridad y comodidad. Madame era graciosa, lista, encantadora por completo, y antes de que el voyage tuviera dos días de edad, una media docena de los hombres a bordo, a quienes ella me había permitido que le presentara, estaban con los talones en la cabeza de amor por ella, como estaba yo mismo.
Nuestra competencia por su favor no nos hacía enemigos, por el contrario, fuimos atraídos juntos a algo así, como una alianza ofensiva y defensiva por un pesar común: la exitosa rivalidad de un singular italiano apuesto, quien se sentaba junto a ella en la mesa. Tan asiduo era éste en sus atenciones, que mi oficio como guía de la dama, filósofo y amigo era casi una sinecura, y en cuanto a los otros, éstos tenían apenas una oportunidad al día para probar su devoción: ese emprendedor hijo de Italia dominaba la situación entera. Por alguna previsión diabólica él se anticipaba a cada necesidad y deseo de Madame: colocaba su silla reclinable en los sitios más guardados de la cubierta, la asfixiaba con capas y capas de abrigos, y se conducía en general de la manera más desconsiderada. Peor aún, Madame aceptaba sus buenos oficios con una gracia sin vergüenza, “que decía tan llano como un susurro en el oído”, que había un perfecto entendimiento entre ellos. Lo que lo hacía más difícil de aguantar, era la defectuosa civilidad del tipo hacia el resto de nosotros, él parecía apenas enterado de nuestra existencia.
Nuestra indignación era no fuerte, pero profunda. Cada día en el salón de fumar tramábamos los planes más ingeniosos y monstruosos, para su perdición en este mundo y el siguiente; el menos cruel siendo un proyecto para atraerlo a la cubierta superior en una noche oscura, y enviarlo inconfeso a su cuenta por la senda de la baranda de sotavento; pero como ninguno de nosotros sabía suficiente italiano para decirle la necesaria falsedad, ese esquema de justicia no llegó a nada, como todos los otros. En el muelle de Nueva York nos despedimos de Madame más con pesar que con enojo, y de su caballero conquistador con corteses manifestaciones de un desprecio que no sentíamos.
Esa noche yo la llamé a su hotel, enfrente de Union Square. Pronto después de mi arribo hubo una audible conmoción al frente afuera: el populacho, encabezado por una banda de latón e incitado, sin dudas, por el puro amor al arte, había arribado para hacer honor a la gran cantante. Hubo música -una serenata-, seguida por gritos del nombre de la dama. Ella parecía un poco nerviosa, pero yo la llevé al balcón, donde hizo un muy lindo pequeño discurso, picado con su acento más encantador. Cuando el tumulto y el griterío habían muerto, entramos a su apartamento para reasumir nuestra conversación. ¿Le placería monsieur tomar un vaso, de vino? Me placería. Ella dejó la habitación por un momento, entonces vinieron el vino y los vasos en una bandeja, ¡llevada por ese italiano imposible! Él tenía una servilleta a través del brazo, era un sirviente.
Quitando a alguno de la banda y el populacho, yo soy sin dudas el único sobreviviente, pues Madame ha tenido por un número de años un compromiso permanente Arriba, y mi fe en la justicia divina no me permite pensar que al servil miserable, quien echó abajo a los poderosos de sus asientos entre los Hijos de la Esperanza, se le toleró vivir la otra mitad de sus días.

***

Una cena de siete en una vieja taberna de Londres, una buena cena, la memoria de la cual no se ha borrado aún de las paredes del paladar. Una sopa, un plato de carnaza blanca sobre-limoneada y rojo-pimentada con exactitud, un enorme cuarto de carne asada, del que rebanamos a voluntad, flanqueado por varias botellas de Sherry seco añejo y un Oporto áspero, ¡tal Oporto! (¡Y se espera que nosotros seamos patriotas, en un país donde éste no se puede procurar! ¡Y se espera que el portugués ame un país que, teniéndolo, lo envía lejos!) Esa fue la cena, allí había queso Stilton, sería vergonzoso no mencionar el Stilton. Bueno, saludable y sabroso estaba éste, rico y con sabor a nuez. El Stilton que conseguimos aquí, envuelto en papel metálico, es una cosa monstruosamente pobre, apenas mejor que nuestra clase americana. Después de la cena hubo nueces, café y puros. No puedo decir mucho de los puros, éstos no son muy buenos en Inglaterra: demasiado tiempo en el mar, yo supongo.
En total, fue una cena memorable. Incluso sus rasgos no esenciales fueron satisfactorios. El camarero fue solemne de modo fascinante, el suelo nevoso arenoso, la compañía lo suficiente distinguida en literatura y arte, como para yo seguir su pista a través de los periódicos. Ellos están muertos, tan muertos como la reina Anna, ¡cada hijo de madre de ellos! Yo estoy en mi papel favorito de único sobreviviente. Se ha vuelto habitual para mí, más bien me gusta.
En la compañía había dos gastrónomos eminentes -llámenlos los sres. Guttle y Swig-, quienes se odiaban el uno al otro tan acremente, que nada salvo una buena cena podría traerlos bajo el mismo techo. (Ellos habían tenido una pelea, pienso, sobre el mérito de un cierto Amontillado que, dicho de paso, uno insistía- a despecho de Edgar Allan Poe, quien ciertamente sabía mucho de whiskey para saber mucho de vino-, era un Sherry.) Después que el mantel había sido removido, y el café, las nueces y los puros traídos, la compañía se paró y, en una tonada compuesta de forma extemporánea por Guttle, cantó la siguiente canción chocante y reprensible, que había sido escrita durante el proceso por el presente único sobreviviente. Ésta servirá tan adecuado para concluir este festín de sinrazón, como ésta lo hizo:

La canción

Jack Satán es el más grande de los dioses,
Y el Infierno es la mejor de las moradas.
Éste se alcanza a través del Valle de los terrones
Por setenta hermosos caminos.
¡Hurra por los Setenta caminos!
¡Hurra por los terrones que resuenan
Con un sonido hueco, tronante!
¡Hurra por la Mejor de las moradas!

Le serviremos tanto tiempo como tengamos aliento,
Jack Satán, el más grande de los dioses.
¡Para todos sus enemigos, la muerte!
Un hogar en el Valle de los terrones.
¡Hurra por el trueno de los terrones,
Que asfixia a las almas de sus enemigos!
¡Hurra por el espíritu que va
A morar con el más Grande de los dioses!

Título original: A Sole Survivor, publicado por primera vez en xxxx, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Unknown, Cowboy, XXI.