lunes, 21 de noviembre de 2011

Corrompiendo a la prensa


Cuando Joel Bird fue subido para gobernador de Missouri, Sam Henly estaba editando el Bugle de Berrywood, y tan pronto fue hecha la nominación por la Convención estatal, él salió en caliente en contra del partido. Era un escritor capaz, era Sam, ¡y las mentiras que inventó sobre nuestro candidato eran chocantes! Eso, sin embargo, nosotros lo soportamos muy bien, pero de repente Sam se puso escuadra sobre eso, y empezó a decir la verdad. Eso era un poco demasiado, el Comité del condado tuvo una reunión apurada, y decidió que debía ser parado, así que yo, Henry Barber, fui enviado para hacer arreglos a ese fin. Yo sabía algo de Sam: lo había adquirido varias veces, y estimaba su valor presente en cerca de mil dólares. Eso le pareció al comité un número razonable, y en mi mencionar de éste a Sam, él dijo que “pensaba eso estaba cerca de la cosa justa, nunca se debía decir que el Bugle era un periódico duro con que lidiar.” Hubo, sin embargo, alguna demora en recaudar el dinero, los candidatos para las oficinas locales no habían dispuesto aún de sus cerdos otoñales, y estaban en apuros financieros. Algunos de ellos contribuyeron con un puerco cada cual, uno dio veinte fanegas de maíz, otro una bandada de gallinas, y el hombre que aspiraba a la distinción de Juez del condado, pagó su tasación con una carreta. Esas cosas tuvieron que ser convertidas en efectivo con un sacrificio ruinoso, y mientras tanto Sam seguía lanzando un incesante torrente de disparos calientes a nuestro campo político. Nada que yo pudiera decir le hubiera hecho parar la mano, él replicaba de forma invariable que no había trato hasta que tuviera el dinero. Los hombres del comité estaban furiosos, se requirió toda mi elocuencia para prevenir que ellos declararan el contrato nulo e inválido; pero por último un billete de mil dólares nuevo, limpio me fue pasado, cual con prisa transferí en caliente a Sam en su residencia.
Esa tarde hubo una reunión del comité: todos parecían de espíritu elevado de nuevo, excepto Hooker de Jayhawk. Ese viejo miserable se sentó atrás y sacudió la cabeza durante la sesión entera, y justo antes del aplazamiento dijo, mientras tomaba su sombrero para irse, que acaso estaba correcto y escuadra, quizás no hubiera ningún chanchullo, pero él estaba algo dudoso, sí, él estaba algo dudoso. El viejo cascarrabias repitió eso, hasta que yo me exasperé más allá de la restricción.
-Sr. Hooker -dije-, yo he conocido a Sam Henly incluso, desde que él estaba tan alto, y no hay un hombre más honesto en el viejo Missouri. ¡La palabra de Sam Henly es tan buena como su billete! Lo que es más, si algún caballero piensa que él disfrutaría un funeral de primera clase, y si él va a suministrar los accesorios de luto, yo voy a suministrar el cadáver. Y se lo puede llevar a casa consigo desde esta reunión.
En este punto el sr. Hooker estaba turbado con la partida.
Habiendo sacado ese negocio de mi conciencia, dormí hasta tarde el día siguiente. Cuando caminé hacia la calle vi de golpe que algo se había “armado”. Había grupos de personas reunidas en las esquinas, algunas leyendo ansiosas esa emisión matinal del Bugle, algunas gesticulando, y otras rondando mal humoradas alrededor y murmurando maldiciones, no alto pero profundo. Súbitamente, oí un clamor excitado, un rugido confuso de muchos pulmones y el pisotear de innumerables pies. En esa babel de ruidos pude distinguir las palabras “¡Mátenlo!”, "¡Caliéntenle el pellejo!” y demás, y mirando calle arriba, vi lo que parecía ser toda la población masculina corriendo abajo por ésta. Yo soy muy excitable y, aunque no sabía el pellejo de quién iba a ser calentado, ni por qué alguien iba a ser asesinado, salí disparado enfrente de las masas ululantes, gritando “¡Mátenlo!” y "¡Caliéntenle el pellejo!”, tan alto como lo más alto, buscando todo el tiempo a la víctima. Volamos calle abajo como una tormenta, luego doblé por una esquina, pensando que el canalla debía haber ido arriba por esa calle, luego pasé como un rayo a través de una plaza pública, sobre un puente, bajo un arco; finalmente, volví a la calle principal aullando como una pantera, y resuelto a masacrar al primer ser humano que pudiera alcanzar. La multitud seguía mi pista, doblando cuando yo doblaba, chillando cuando yo chillaba, y todo de una vez, me vino a la mente que ¡yo era el hombre cuyo pellejo iba a ser calentado!
No es necesario extenderse sobre la sensación que ese descubrimiento me dio; felizmente, yo estaba a unas pocas yardas de las habitaciones del comité, y hacia éstas me abalancé, cerrando y echando el cerrojo a las puertas detrás de mí, y subiendo por la escalera como un relámpago. El comité estaba en sesión solemne, sentado en una hilera bonita, pareja en los bancos del frente, cada hombre con los codos en las rodillas, y la barbilla descansando en las palmas de las manos, pensando. A los pies de cada hombre yacía una descuidada copia del Bugle. Cada miembro fijó sus ojos en mí, pero ni uno se removió, ninguno emitió un sonido. Había algo horrendo en ese silencio preternatural, que se hacía más impresionante por el ronco murmullo de la multitud afuera, que echaba la puerta abajo. Yo no podía soportar más, pero caminé a zancadas adelante, y agarré el periódico yaciente a los pies del presidente. En la cabecera de las columnas editoriales, en letras de media pulgada de largo, estaban los siguientes, asombrosos titulares:
¡Cobarde ultraje! ¡Corrupción rampante en nuestro medio! ¡Los vampiros se frustraron! ¡Henry Barber en su viejo juego! ¡La rata roe un archivo! ¡Las hordas democráticas intentan cabalgar con herraje rudo por encima del pueblo libre! ¡Bajo esfuerzo por sobornar al editor de este periódico con un billete de veinte dólares! El dinero entregado al asilo de huérfanos.
Yo no leí más, pero me quedé inmóvil por completo en el centro del piso, y caí en un ensueño. ¡Veinte dólares! De algún modo parecía una mera fruslería. ¡Novecientos ochenta dólares! Yo no sabía que había tanto dinero en el mundo. Veinte no, ¡ochenta, mil dólares! Había figuras grandes, negras flotando por todo el piso. Cataratas incesantes de éstas manaban abajo por las paredes, se detenían y se apocaban cuando yo las miraba, y empezaban a andar por ésta de nuevo cuando bajaba mis ojos. Ocasionalmente, las figuras 20 tomaban forma en algún lugar por el piso, y luego las figuras 980 se deslizaban y las recubrían. Luego, como las vacas flacas del sueño del Faraón, todas se marcharon y devoraron los ceros gordos del número 1, 000. Y bailando como mosquitos en el aire, había miríadas de fantasmas pequeños, como caduceos, así: $$$$$. Yo no podía entender del todo, pero empezaba a comprender mi posición. Directamente el viejo Hooker, sin moverse de su asiento, empezó a ahogar el ruido de los incontables pies en la escalera, elevando su delgado falsetto:
-Acaso, sr. Presidente, todo esté escuadra. Nosotros sabemos que el sr. Henly no puede decir una mentira; pero yo estoy profundamente dudoso de que hubiera un balance debido, a este su comité, del caballero que tiene el piso, si él no lo hubiera puesto a usted para los accesorios de luto, para el funeral de primera clase.
Yo me sentí en ese momento, como si me hubiera gustado interpretar el carácter principal en el funeral de primera clase de mí mismo. Sentí que cada hombre en mi posición debería tener un ataúd bonito, confortable, con una puerta-placa de plata, un calentador de pie y unas ventanas voladizas para las orejas. ¿Cómo usted supone que usted se hubiera sentido?
Mi salto desde la ventana de esa habitación del comité, mi velocidad al rayarla por la foresta adyacente, mi abnegación siempre después en resistir al impulso de retornar a Berrywood, y mirar por mis intereses políticos y materiales allí, yo siempre he considerado eso cosas de las que estar en justicia orgulloso, y espero estoy orgulloso de ellas.

Título original: Corrupting the Press, publicado por primera vez en Fun, enero de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Chris Owen, Lots of Leather, XXI.