sábado, 19 de marzo de 2011

El solicitante


Empujando sus piernas venturosas por la nieve profunda, que había caído la noche anterior, y animado por el gozo de su hermana pequeña, que seguía por el camino abierto que él hacía, un resuelto niño menudo, el hijo del ciudadano más distinguido de Grayville, golpeó su pie contra algo, de lo que no había signo visible en la superficie de la nieve. Es el propósito de esta narración explicar cómo eso llegó a estar allí.
Nadie que haya tenido la ventaja de pasar por Grayville de día, puede haber dejado de observar el gran edificio de piedra, que corona una colina baja al norte de la estación ferroviaria, es decir, a la derecha yendo hacia Great Mowbray. Es un inmueble de estampa un tanto apagada, del orden comatoso temprano, y parece haber sido diseñado por un arquitecto que se sustraía de la publicidad, y que aunque incapaz de ocultar su obra -incluso compelido, en esta instancia, a situarla en una eminencia a la vista de los hombres-, hizo honestamente lo que pudo para asegurarla contra una segunda mirada. Tan lejos como concierne a su aspecto exterior y visible, el Hogar para viejos Abersush es, de modo incuestionable, inhóspito para la atención humana. Pero es un edificio de gran magnitud, que costó a su benevolente fundador el provecho de las muchas cargas de tés, sedas y especias, que sus barcos traían del bajo mundo cuando estaba en el comercio en Boston, aunque la expensa principal era su dotación. En conjunto, esta persona temeraria había robado a sus herederos por ley, una suma de no menos de medio millón de dólares, y la había tirado en dádivas disolutas. Posiblemente, fue con la visión de salir de la vista del gran testigo silencioso de su extravagancia, que poco después dispuso de todas las propiedades de Grayville que le quedaban, le dio la espalda a la escena de su prodigalidad y se fue por el mar en uno de sus propios barcos. Pero los chismosos, que obtenían su inspiración más directa del cielo, declararon que se había ido en busca de una esposa, una teoría que no se reconcilió fácilmente con la del humorista de la villa, quien aseveró con solemnidad que el soltero filántropo había partido de esta vida (dejado Grayville, a saber), porque las doncellas casaderas lo habían hecho demasiado caluroso para retenerlo. Comoquiera esto pueda haber sido, no había retornado, y aunque habían llegado a Grayville con largos intervalos, de una manera desganada, vagos rumores de sus andanzas en las tierras extrañas, nadie parecía saber ciertamente de él, y para la nueva generación no era más que un nombre. Pero desde arriba del portal del Hogar para viejos, el nombre gritaba en piedra.
A despecho de su exterior no prometedor, el Hogar era un lugar bastante cómodo de retiro de los males, en que sus internos habían incurrido por ser pobres, viejos y hombres. En el tiempo que abarca esta breve crónica, éstos eran de un número cerca de una veintena, pero por su acerbidad, quejumbre e ingratitud general, podrían apenas ser contados menos de un centenar; al menos ese era el estimado del superintendente, el sr. Silas Tilbody. Era la firme convicción del sr. Tilbody que siempre, al admitir a nuevos viejos para remplazar a esos, que se habían ido a otro y mejor Hogar, los síndicos se habían distinguido en desear la infracción de su paz, y en la prueba de su paciencia. En verdad, mientras más la institución estaba conectada con él, más fuerte era su sensación de que el esquema de benevolencia del fundador, era tristemente empeorado por la provisión de cualesquiera internos del todo. Él no tenía mucha imaginación, pero con la que tenía, era adicto a la reconstrucción del Hogar para viejos en una suerte de “castillo en España”, con él mismo como un castellano que entretenía, de forma hospitalaria, a casi una veintena de pulcros y prósperos caballeros de mediana edad, de un buen humor consumado y civilmente deseosos de pagar por la mesa y el albergue. En ese revisado proyecto de filantropía los síndicos, con quienes estaba endeudado por su oficina y era responsable por su conducta, no tenían la felicidad de aparecer. En cuanto a éstos, era mantenido por el humorista de la villa arriba mencionado que, en su gerencia de la gran caridad, la providencia había suministrado con previsión un incentivo para el ahorro. Con la inferencia él esperaba fuera extraída de esa visión, no tenemos nada que ver, ésta no era apoyada ni negada por los internos, a quienes ciertamente más concernía. Éstos vivían su pequeño residuo de vida, se arrastraban a tumbas numeradas con pulcritud, y eran sucedidos por otros hombres viejos así como ellos, como podría ser deseado por el Adversario de la paz. Si el Hogar era un lugar de castigo por el pecado de lo pródigo, los veteranos ofensores buscaban justicia con una persistencia, que atestiguaba la sinceridad de su penitencia. Es a uno de éstos que la atención del lector se invita ahora.
En el asunto del atuendo esta persona no era atractiva por completo. Pero en esa estación, que era mediados de invierno, un observador descuidado podría haber visto sobre ésta como el dispositivo ingenioso de un labrador, no dispuesto a compartir los frutos de su labor con los cuervos que no laboraban ni hilaban, un error que podría no haberse disipado, sin una observación más larga y cercana de lo que él parecía cortejar; pues su progreso por la calle Abersush hacia el Hogar, en la tiniebla de una noche de invierno, no era visiblemente más rápido, del que podría haberse esperado de un espantapájaros bendecido con la juventud, la salud y el descontento. El hombre estaba mal vestido de modo indisputable, aunque no sin una cierta finura y buen gusto, con todo; pues era obviamente un solicitante de admisión en el Hogar, donde la pobreza era una calificación. En el ejército de la indigencia el uniforme eran los harapos, éstos servían para distinguir el rango y la fila de los oficiales que reclutan.
Mientras el viejo, entrando por el portón de los terrenos, arrastraba los pies por el ancho camino, ya blanco por la nieve que caía rápido -que él se sacudía débilmente de tiempo en tiempo, de los diversos puntos de ventaja de su persona-, iba bajo la inspección de una gran lámpara de globo, que ardía siempre por la noche sobre la gran puerta del edificio. Como no deseoso de incurrir en sus haces reveladores, se volvió hacia la izquierda y, pasando una distancia considerable a lo largo de la fachada del edificio, llamó en una puerta menuda, que emitía un rayo tenue que venía de adentro, a través del tragaluz, y se expandía incurioso por encima de su cabeza. La puerta fue abierta nada menos, que por el personaje del gran sr. Tilbody mismo. Observando a su visitante, que a la vez se descubrió, y acortó un tanto el radio de la permanente curvatura de su espalda, el gran hombre no dio una señal visible de sorpresa ni disgusto. El sr. Tilbody estaba, en efecto, de un buen humor poco común, un fenómeno atribuible, indudablemente, a la jubilosa influencia de la estación; pues era víspera de navidad, y mañana sería esa bendita 365ava parte del año, que todas las almas cristianas ponían aparte para las poderosas proezas de la bondad y la alegría. El sr. Tilbody estaba tan lleno del espíritu de la estación, que su cara gorda y pálidos ojos azules, cuyo fuego inefectivo servía para distinguirla de una atemporal calabaza de verano, efundían un fulgor tan genial, que parecía una lástima él no hubiera podido acostarse en éste, y solearse en la conciencia de su propia identidad. Estaba con sombrero, botas, abrigo y sombrilla, como convenía a una persona, que estaba a punto de exponerse a la noche y la tormenta, por un encargo de caridad; pues el sr. Tilbody recién se había separado de su esposa e hijos, para ir al “centro del pueblo”, a adquirir el recurso para confirmar la falsedad anual, sobre el santo de barrigón combado que frecuenta las chimeneas, para premiar a los niños y las niñas pequeños que son buenos, y en especial verídicos. Así que no invitó al viejo adentro, sino lo saludó con júbilo:
-¡Hola!, justo a tiempo, un momento después y me hubiera perdido. Venga, yo no tengo tiempo que perder, vamos a caminar un pequeño camino juntos.
-Gracias -dijo el viejo, en cuyo fino y blanco pero no innoble rostro, la luz de la puerta abierta mostró una expresión que era acaso de decepción-, pero si los síndicos, si mi solicitud…
-Los síndicos -dijo el sr. Tilbody cerrando más puertas que una, y cortando dos tipos de luz -han acordado que su solicitud está en desacuerdo con ellos.
Ciertos sentimientos son inapropiados para la navidad, pero el humor, como la muerte, tiene todas las estaciones para sí mismo.
-¡Oh, Dios mío! -aulló el viejo en un tono tan fino y ronco, que la invocación fue cualquier cosa menos impresionante, y al menos a uno de sus dos auditores le sonó, en efecto, un tanto ridícula. Al otro, pero ese es un asunto que los laicos están privados de la luz para exponer.
-Sí -continuó el sr. Tilbody, acomodando su andar al de su compañero quien, de forma mecánica y no muy exitosa, recorría el rastro que había dejado en la nieve-, ellos han decidido que, bajo las circunstancias, bajo unas circunstancias muy peculiares, ¿entiende?, sería inexpediente admitirlo a usted. Como superintendente y secretario ex officio de la honorable mesa -cuando el sr. Tilbody "leía su título con claridad" la magnitud del gran edificio, visto a través del velo de la nieve que caía, parecía sufrir un tanto en comparación-, es mi deber informarle que, en palabras del diácono Byram, el presidente, su presencia en el Hogar sería, bajo las circunstancias, peculiarmente embarazosa. Yo sentí era mi deber, someter a la honorable mesa la declaración que usted me hizo ayer de sus necesidades, su condición física y las pruebas que la providencia se ha complacido en mandarle, en su muy propio esfuerzo para presentar sus reclamos en persona; pero, después de una cuidadosa, y puedo decir piadosa consideración de su caso, con algo también, yo confío, de la gran caridad apropiada para la estación, se decidió que no estaríamos justificados en hacer cualquier cosa, que semejara empeorar la utilidad de la institución confiada (bajo la providencia) a nuestro cuidado.
Habían pasado ahora afuera de los terrenos, la lámpara de calle opuesta al portón era tenuemente visible a través de la nieve. Ya el anterior rastro del viejo se había borrado, y él parecía incierto en cuanto a por qué camino debía ir. El sr. Tilbody se había alejado un poco, pero hizo una pausa y se volvió a medias, al parecer renuente a preceder la continuada oportunidad.
-Bajo las circunstancias -reanudó-, la decisión es…
Pero el viejo era inaccesible a la persuasión de su verbosidad; había cruzado la calle hacia un lote vacante, y estaba yendo hacia adelante, más bien desviado hacia ningún lugar en particular, que no teniendo él ningún lugar en particular para ir, no era un proceder tan irracional como parecía.
Y así es como sucedió que a la mañana siguiente, cuando las campanas de las iglesias de todo Grayville estaban llamando, con una unción adicional, apropiada para el día, el resuelto hijo pequeño del diácono Byram, abriéndose camino por la nieve hacia el lugar de adoración, golpeó su pie contra el cuerpo de Amasa Abersush, el filántropo.

Título original: The Applicant, publicado por primera vez en The Wave, diciembre de 1892, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Richard Schmid, Seasons (Detail), XXI.

domingo, 6 de marzo de 2011

Un terror sagrado

I

Hubo una absoluta falta de interés en el último arribado a Hurdy-Gurdy. Éste no fue bautizado incluso con el pintoresco, descriptivo sobrenombre, que tan frecuente es la palabra de bienvenida al recién llegado en un campamento minero. En casi cualquier otro campamento de alrededor, esa circunstancia le habría asegurado por sí misma algún apelativo tal, como “el acertijo cabeza blanca” o “no sondeado”, una expresión que, ingenuamente, se suponía sugería a las inteligencias rápidas la española “quién sabe”. Él llegó sin provocar una onda de preocupación en la superficie social de Hurdy-Gurdy, un lugar que, al desprecio general californiano hacia la historia personal de los hombres, sobreañadía una local indiferencia a la suya propia. Había pasado mucho tiempo, desde cuando era de alguna importancia quien llegara allí, o si alguien llegara. Nadie estaba viviendo en Hurdy-Gurdy.
Dos años antes, el campamento se había jactado de una agitada población de dos o tres mil varones, y no menos de una docena de hembras. La mayoría de los primeros había hecho un trabajo serio de unas pocas semanas, para demostrar, con disgusto de las últimas, el carácter singularmente mendaz de la persona, cuyos ingeniosos cuentos de ricos depósitos de oro los habían atraído hasta allí; un trabajo, por cierto, en que hubo tanto una pequeña satisfacción mental como un provecho pecuniario, pues una bala de la pistola de un ciudadano de espíritu público, había puesto a ese caballero imaginativo más allá del alcance de la aspersión, al tercer día de la existencia del campamento. Aún, su ficción tenía un cierto fundamento de hecho, y muchos se habían demorado un tiempo considerable en y por Hurdy-Gurdy, aunque ahora todos se habían ido hacía mucho.
Pero habían dejado una amplia evidencia de su estadía. Desde el punto en que el riachuelo Injun caía en el río San Juan Smith, a lo largo de ambas orillas del primero, hacia el cañón de donde éste emergía, se extendía una doble hilera de chozas abandonadas, que parecían a punto de caer una sobre el cuello de la otra, para llorar su desolación; mientras que casi un igual número parecían haberse esparcido ladera arriba, a ambos lados y posado en las eminencias dominantes, de donde se estiraban hacia adelante, para tener una buena vista de la afectante escena. La mayoría de esos habitáculos estaban escuálidos como por una hambruna, hasta la condición de meros esqueletos, a los que se aferraban unos jirones no atractivos de lo que podría haber sido piel, pero era realmente lienzo. El pequeño valle en sí mismo, rasgado y tajeado por el pico y la pala, estaba deslucido por las largas líneas dobladas de los canales podridos, que reposaban aquí y allá en las cimas de las crestas agudas, y se hinchaban torpemente en los intervalos sobre los palos no cortados. Todo el lugar presentaba ese aspecto crudo e imponente de desarrollo detenido, que en un país nuevo es el sustituto de la gracia solemne de la ruina causada por el tiempo. Dondequiera que quedara una parcela del suelo original, una exuberante maleza de hierbas y zarzas se había extendido por la escena, y por sus sombras húmedas, insalubres el visitante curioso de tales asuntos, podría haber obtenido innumerables recuerdos de la anterior gloria del campamento: botas sin pareja cubiertas de moho verde y pletóricas de hojas pútridas, un ocasional viejo sombrero de fieltro, retazos desganados de una camisa de franela, cajas de sardinas mutiladas de modo inhumano, y una sorprendente profusión de botellas negras distribuidas, con una verdadera imparcialidad católica, por todas partes.
II

El hombre que había re-descubierto ahora Hurdy-Gurdy, evidentemente, no estaba curioso en cuanto a su arqueología. Tampoco, mientras miraba a su alrededor, hacia las lúgubres evidencias de trabajo perdido y esperanzas frustradas, su significado desalentador, acentuado por la pompa irónica del dorado barato de un sol naciente, suplantó su suspiro de fastidio con uno de sensibilidad. Él, simplemente, removió del lomo de su burro cansado un atuendo de minero, un poco más grande que el animal mismo, piqueteó a la criatura y, seleccionado un hacha de su equipo, se movió a la vez por el lecho seco del riachuelo Injun, hacia la cima de una colina baja, de gravilla más allá.
Pasando por una postrada valla de broza y tablas, escogió una de las últimas, la partió en cinco partes y afiló éstas por un extremo. Luego empezó una suerte de búsqueda, agachado ocasionalmente para examinar algo con atención cercana. Por último, su paciente escrutinio pareció ser recompensado con el éxito, pues de súbito erigió su figura en toda su altura, hizo un gesto de satisfacción, pronunció la palabra “Scarry” y a la vez se alejó a zancadas, con pasos largos, iguales que iba contando. Luego se detuvo y clavó una de sus estacas en la tierra. Luego miró a su alrededor con cuidado, midió un número de pasos por un terreno singularmente desigual, y martilló en otro. Andado dos veces la distancia en ángulo recto con su curso anterior, clavó hacia abajo una tercera, y repitiendo el proceso hundió hasta el alma la cuarta, y luego la quinta. Ésta la partió en la punta, e insertó en la grieta un viejo sobre de carta, cubierto con un intrincado sistema de trazos a lápiz. En resumen, había estacado una colina en reclamo, en estricto acuerdo con las leyes mineras locales de Hurdy-Gurdy, y puesto la noticia de costumbre.
Es necesario explicar que uno de los adjuntos a Hurdy-Gurdy –uno del que esa metrópoli se convirtió después por sí misma en un adjunto-, era un cementerio. En la primera semana de existencia del campamento, éste había sido diseñado con previsión por un comité de ciudadanos. Al día siguiente había sido señalado en un debate entre dos miembros del comité, con referencia a un sitio más elegible, y al tercer día la necrópolis fue inaugurada con un funeral doble. Mientras el campamento había menguado el cementerio había aumentado, y mucho antes de que el último habitante, victorioso por igual sobre la malaria insidiosa y el revólver directo, hubiera vuelto la cola de su asno de carga hacia el riachuelo Injun, el colindante asentamiento se había convertido en un populoso, si no popular suburbio. Y ahora, cuando el pueblo estaba cayendo en la hoja seca y amarilla de una senilidad no atractiva, el camposanto -aunque un tanto estropeado por el tiempo y la circunstancia, y no exento por completo de innovaciones en la gramática y experimentos en la ortografía, por no decir nada del coyote devastador- respondía a las humildes necesidades de sus moradores con una totalidad razonable. Comprendía un generoso terreno de dos acres, que con ahorro comendable, pero cuidado innecesario había sido seleccionado por su invalidez mineral, contenía dos o tres árboles esqueléticos (uno de los cuales tenía una robusta rama lateral, de la que una soga gastada por el tiempo aún colgaba de forma significativa), medio centenar de montículos de gravilla, una veintena de rudas lápidas que desplegaban las peculiaridades literarias arriba mencionadas, y una luchadora colonia de perales espinosos. En conjunto, el Lugar de Dios, como había sido llamado con característica reverencia, podía justamente jactarse de una indudable calidad superior de desolación. Fue en la parte más densamente poblada de ese interesante dominio, que el sr. Jefferson Doman estacó su reclamo. Si en la prosecución de su designio, él hubiera estimado expediente remover a alguno de los muertos, éstos habrían tenido el derecho a ser re-enterrados como es apropiado.
III

Este sr. Jefferson Doman era de Elizabethtown, en New Jersey, donde seis años antes había dejado su corazón, al cuidado de una mujer joven de cabellos dorados y maneras recatadas, llamada Mary Matthews, como una seguridad colateral de su retorno para reclamar su mano.
-Yo sólo que tú nunca vas a volver vivo, tú nunca tienes éxito en ninguna cosa-, fue el comentario, que ilustró la noción de la señorita Matthews de lo que constituía el éxito y, de modo inferencial, su visión de la naturaleza del ánimo. Ella agregó: -Si tú no vuelves, yo voy a ir a California también. Yo puedo poner las monedas en bolsas pequeñas, mientras tú las excavas.
Esta característica teoría femenina de los depósitos auríferos no se comendó a la inteligencia masculina: era una creencia del sr. Doman que el oro se hallaba en estado líquido. Él desaprobó su intención con considerable entusiasmo, suprimió sus sollozos con una mano ligera en su boca, rió ante sus ojos mientras besaba sus lágrimas, y con un jubiloso “Ta-ta” se fue a California, a laborar para ella por largos años de desamor, con un corazón fuerte, una esperanza alerta y una fidelidad firme que nunca, por un momento olvidaba de qué se trataba. Mientras tanto, la señorita Matthews había concedido el monopolio de su humilde talento de ensacar monedas, al sr. Jo. Seeman de Nueva York, un jugador, quien apreciaba mejor éste, que su genio dominante para desensacar y otorgar éstas a sus rivales locales. Sobre esa última aptitud, en efecto, él manifestó su desaprobación con un acto, que le aseguró la posición de empleado de lavandería en la prisión estatal, y a ella el sobriquet de “Golfa cara-cortada”. Por ese tiempo, ella le escribió al sr. Doman una conmovedora carta de renuncia, incluyendo su fotografía para probar que no había tenido más el derecho, de permitirse el sueño de convertirse en la sra. Doman, y contando tan gráficamente su caída de un caballo, que el asentado “tarugo”, en que el sr. Doman había cabalgado a Red Dog para obtener la carta, hizo una vicaria expiación bajo su espuela, en todo el camino de regreso al campamento. La carta falló de una manera señalada en alcanzar su objetivo; la fidelidad, que había sido antes para el sr. Doman un asunto de amor y deber, fue desde entonces un asunto de honor también; y la fotografía, que mostraba la una vez cara bonita, tristemente desfigurada como por el tajo de un cuchillo, se instaló debidamente en sus afectos, y su más hermosa predecesora tratada con contumelioso descuido. Al ser informada de esto la señorita Matthews, es justo decir, pareció menos sorprendida, que de la aparente baja estimación de la generosidad del sr. Doman, que el tono de su carta anterior atestiguó como uno, naturalmente, hubiera esperado que ésta fuera. Poco después, sin embargo, sus cartas se hicieron menos frecuentes, y luego cesaron por completo.
Pero el sr. Doman tenía otro corresponsal, el sr. Barney Bree, de Hurdy-Gurdy, anterior de Red Dog. Este caballero, aunque una figura notable entre los mineros, no era un minero. Su conocimiento de la minería consistía, principalmente, en un maravilloso dominio de su slang, al que hacía copiosas contribuciones, enriqueciendo su vocabulario con una abundancia de frases poco comunes, más notables por su adecuación que por su refinamiento, y que impresionaban a los no entendidos "patatiernas", con una vívida sensación de la profundidad de los conocimientos de su inventor. Cuando no entretenía a un círculo de oyentes admiradores de San Francisco o el este, podía ser hallado, comúnmente, prosiguiendo la comparativa oscura industria, de barrer las diversas casas de baile y purificar las escupideras.
Barney tenía al parecer sólo dos pasiones en la vida: el amor a Jefferson Doman, quien había sido una vez de alguna utilidad para él, y el amor al whisky, que ciertamente no había sido. Había estado entre los primeros de la avalancha a Hurdy-Gurdy, pero no había prosperado, y se había hundido por grados hasta la posición de excavador de tumbas. Esta no era una vocación, pero Barney daba una mano trémula en eso de forma desganada, siempre cuando había algún local mal entendido en la mesa de cartas, y su propia recuperación parcial de un libertinaje prolongado ocurría, de modo coincidente, en el punto del tiempo. Un día el sr. Doman recibió, en Red Dog, una carta con un simple matasellos, “Hurdy, Cal.”, y estando ocupado con otro asunto, la metió con descuido en una rendija de su cabaña para una lectura futura. Algunos dos años más tarde ésta se desprendió por accidente, y él la leyó. Decía lo siguiente:

Hurdy, 6 de junio.

Amigo Jeff: le he pegado duro en el campo de huesos. Ella está ciega y piojosa. Yo estoy en la división, ese soy yo, y mi mamá yació hasta que tú pitaste. Tuyo,
Barney.
P.S. La he arcillado con Scarry.

Con algún conocimiento del argot general del campamento minero, y del sistema privado del sr. Bree para la comunicación de ideas, el sr. Doman no tuvo dificultad para entender por esa epístola poco común, que Barney, mientras realizaba su deber como excavador de tumbas, había descubierto una capa de cuarzo sin crestones, que era visiblemente rica en oro libre; que, movido por consideraciones de amistad, estaba deseoso de aceptar al sr. Doman como socio, y esperaba que la declaración de caballero de su voluntad en el asunto, mantuviera el descubrimiento en secreto con discreción. Por el post scríptum se infería con claridad que, en orden de ocultar el tesoro, él había enterrado encima de éste la parte mortal de una persona llamada Scarry.
Por los sucesos subsecuentes, como le relataron al sr. Doman en Red Dog, hubiera parecido que antes de tomar esa precaución, el sr. Bree debiera haber tenido el ahorro de eliminar una modesta competencia por el oro; en todo caso, fue en torno a ese tiempo que entró en esa memorable serie de potaciones y gustaciones, que siguen siendo una de las tradiciones más apreciadas en la comarca de San Juan Smith, y de la que se habla con respeto tan lejos como en Ghost Rock y Lone Hand. A su conclusión algunos antiguos ciudadanos de Hurdy-Gurdy, para quienes había realizado el amable último oficio en el cementerio, le hicieron lugar entre ellos y él descansó bien.
IV

Habiendo terminado de estacar su reclamo, el sr. Doman anduvo de regreso al centro de éste, y se paró de nuevo en el sitio, donde su búsqueda entre las tumbas había expirado con la exclamación “Scarry”. Se inclinó de nuevo sobre la lápida que llevaba ese nombre y, como para reforzar los sentidos de la vista y el oído, pasó el dedo índice a lo largo de las letras labradas con rudeza. Re-erigiéndose, agregó oralmente a la simple inscripción el chocante, directo epitafio: “¡Ella fue un terror sagrado!”
Hubiera sido requerido el sr. Doman para hacer esas palabras buenas con una prueba -como, considerando su carácter un tanto censorio, sin dudas, debería haber sido-, él mismo hubiera sentido embarazo por la ausencia de testigos reputados, y la evidencia de oídas habría sido la mejor que pudiera dominar. En el tiempo cuando Scarry había sido prevalente en los campamentos mineros de alrededor -cuando, como el editor de El Herald de Hurdy hubiera fraseado, ella estaba “en la plenitud de su poder”-, la fortuna del sr. Doman había estado en un punto bajo, y él había llevado la vagante vida laboriosa de un buscador. Su tiempo lo había pasado en su mayoría en las montañas, ahora con un compañero, ahora con otro. Fue por los recitales admiradores de esos socios casuales, frescos de los diversos campamentos, que su juicio sobre Scarry se había hecho: él mismo nunca había tenido la dudosa ventaja de conocerla, ni la precaria distinción de su favor. Y cuando, finalmente, al término de su perversa carrera en Hurdy-Gurdy, él había leído en un número casual del Herald la columna de su largo obituario (escrita por el humorista local de esa vívida hoja en el más alto estilo de su arte), Doman había pagado a su memoria y al genio de su historiógrafo el tributo de una sonrisa, y de forma caballeresca la había olvidado. Parado ahora junto a la tumba de esa Mesalina de la montaña, recordó los sucesos líderes de su carrera turbulenta, como los había oído celebrar en sus diversas fogatas, y acaso con un inconsciente intento de auto-justificación, repitió que ella era un terror sagrado, y hundió el pico en su tumba hasta el mango. En ese momento un cuervo, que se había posado en silencio, en una rama del árbol maldito encima de su cabeza, chasqueó su pico de modo solemne, y emitió su opinión sobre el asunto con un graznido de aprobación.
Prosiguiendo su descubrimiento del oro libre con un gran celo que, probablemente, acreditaba a su conciencia de excavador de tumbas, el sr. Barney Bree había hecho un sepulcro inusualmente profundo, y estaba cerca la puesta del sol antes de que el sr. Doman, laborando con la ociosa deliberación de uno que tenía “una cosa segura matada”, y sin miedo al adverso esfuerzo del reclamante de un derecho anterior, alcanzó el ataúd y lo descubrió. Cuando había hecho eso fue confrontado por una dificultad, para la que no había hecho provisión; el ataúd -una mera cáscara plana, de no muy bien conservadas tablas de secoya, al parecer- no tenía asas y llenaba el entero fondo de la excavación. Lo mejor que podía hacer, sin violar las decentes santidades de la situación, era hacer una excavación lo suficiente larga, que le permitiera pararse a la cabeza del cofre y, metiendo sus manos poderosas debajo de éste, erigirlo sobre su extremo más estrecho; y procedió a hacer eso. La aproximación de la noche apresuró sus esfuerzos. No tenía el pensamiento de abandonar su tarea en esa etapa, para reanudarla en la mañana en unas condiciones más ventajosas. El febril estímulo de la codicia y la fascinación del terror, lo mantenían en su trabajo lúgubre con una autoridad de hierro. No vagaba más, sino forjaba con un celo terrible. Su cabeza estaba descubierta, sus prendas externas depuestas, su camisa abierta en el cuello y lanzada atrás desde su pecho, por el que corrían sinuosos riachuelos de transpiración; este endurecido e impenitente buscador de oro y ladrón de tumbas, se afanaba con una energía gigante que casi dignificaba el carácter de su horrible propósito; y cuando los bordes del sol habían ardido, a lo largo de la línea de la cresta de las colinas del oeste, y la luna llena había salido de las sombras, que yacían a lo largo de la llanura púrpura, él había erigido el ataúd sobre su pie, donde éste se quedó apoyado contra el extremo de la tumba abierta. Luego, parado hasta el cuello en la tierra, en el extremo opuesto de la excavación, mientras miraba el ataúd, sobre el que la luz de la luna caía ahora con una iluminación completa, fue excitado por un terror súbito, al observar en éste la alarmante aparición de una oscura cabeza humana: la sombra de la suya propia. Por un momento, esta circunstancia simple y natural lo enervó. El ruido de su respiración laboriosa lo espantó, y trató de aquietarla, y sus pulmones ardientes no se hubieran negado. Luego, riendo medio audiblemente y sin espíritu por completo, empezó a hacer movimientos con su cabeza de lado a lado, en orden de compeler a la aparición a repetirlos. Encontró una seguridad confortante en reafirmar su dominio sobre su propia sombra. Estaba temporizando, haciendo, con prudencia inconsciente, una oposición dilatoria a una catástrofe inminente. Sentía que las fuerzas invisibles del mal se estaban cerrando sobre él, y parlamentó por un tiempo con lo inevitable.
Ahora observó una sucesión de diversas circunstancias inusuales. La superficie del ataúd a la que sus ojos estaban sujetos no era plana, ésta presentaba dos crestas distintas, una longitudinal y la otra transversal. Donde éstas se interceptaban en la parte más ancha, había una placa metálica corroída, que reflejaba la luz de la luna con un lustre lúgubre. A lo largo de los bordes externos del ataúd, a largos intervalos, había cabezas de clavos comidos por el herrumbre. ¡Este frágil producto del arte del carpintero, había sido puesto en la tumba con el lado revés hacia arriba!
Acaso fuera una de las gracias del campamento, una manifestación práctica del espíritu jocoso, que había hallado una expresión literaria en la noticia obituaria patas arriba, de la pluma del gran humorista de Hurdy-Gurdy. Acaso tenía algún oculto significado personal, impenetrable para el entendimiento no instruido en las tradiciones locales. Una hipótesis más caritativa es, que era debido a una desventura por parte del sr. Barney Bree quien, haciendo el entierro no asistido (ya por elección, para la conservación de su secreto del oro, o por la apatía pública), había cometido un error garrafal, que después fue incapaz o indiferente a rectificar. Sin embargo, se había dado, la pobre Scarry, indubablemente, había sido puesta en la tierra con la cara hacia abajo.
Cuando el terror y el absurdo hacen una alianza, el efecto es espantoso. Este hombre atrevido y de corazón fuerte, este endurecido trabajador nocturno entre los muertos, este desafiante antagonista de la oscuridad y la desolación, sucumbió a una sorpresa ridícula. Fue golpeado por un excitante escalofrío, se estremeció y sacudió sus hombros macizos, como si se quitara una mano helada. No respiró más, y la sangre de sus venas, incapaz de abatir su ímpetu, surgió caliente debajo de su piel fría. Sin la levadura del oxígeno, ésta le subió a la cabeza y le congestionó el cerebro. Sus funciones físicas se habían pasado al enemigo, su mismo corazón se había formado en su contra. Él no se movió, no podía haber gritado. Necesitaba sólo un ataúd para estar muerto, tan muerto como la muerte que lo confrontaba, con sólo la longitud de una tumba abierta y el espesor de un tablón pútrido en medio.
Luego, uno por uno, sus sentidos retornaron, la marea de terror que había abrumado sus facultades, se empezó a retirar. Pero con el retorno de sus sentidos, se hizo singularmente inconsciente del objeto de su miedo. Vio la luz de la luna dorando el ataúd, pero no más el ataúd que ésta doraba. Alzando los ojos y volviendo la cabeza notó, con curiosidad y sorpresa, las ramas negras del árbol muerto, y trató de estimar la longitud de la soga gastada por el tiempo, que colgaba de su mano fantasmal. El ladrido monótono de unos coyotes distantes, le afectó como algo que había oído años atrás en un sueño. Un búho batió las alas sin ruido, con torpeza por encima de él, y trató de predecir la dirección de su vuelo, cuando éste debiera encontrar el farallón, que elevaba su frente iluminado a una milla de distancia. Su oído tomó cuenta del andar sigiloso de una ardilla, en la sombra de un cactus. Era un observador intenso, todos sus sentidos estaban alerta, pero no veía el ataúd. Como uno puede mirar fijo el sol, hasta que éste parece negro y luego se desvanece, así su mente, habiendo agotado su capacidad de espanto, no era más consciente de la existencia separada de cualquier cosa espantosa. El asesino estaba ocultando la espada.
Fue durante esta calma en la batalla que se hizo sensible a un olor tenue, nauseabundo. Al principio pensó que era de una serpiente de cascabel y, de forma involuntaria, trató de mirar en torno a sus pies. Éstos eran casi invisibles en la tiniebla de la tumba. Un sonido ronco, de gorgoteo, como un estertor de muerte en una garganta humana, parecía venir del cielo, y un momento después una sombra grande, negra, angular, como el mismo sonido hizo visible, cayó curvada de la rama más alta del árbol espectral, revoloteó por un instante delante de su rostro, y navegó ferozmente hacia la bruma, a lo largo del riachuelo.
Era el cuervo. El incidente lo retrajo a un sentido de la situación, y sus ojos buscaron de nuevo el ataúd derecho, ahora iluminado por la luna en una mitad de su longitud. Vio el fulgor de la placa metálica y trató sin moverse de descifrar la inscripción. Luego cayó en especular sobre qué estaba detrás de ésta. Su creativa imaginación le presentó una pintura vívida. Los tablones no parecían más un obstáculo a su visión, y vio el cadáver lívido de la mujer muerta, parada con ropas de tumba y mirándolo de modo vacante, con unos ojos sin párpados, encogidos. La mandíbula inferior estaba caída, el labio superior corrido de los dientes descubiertos. Él podría hacer un patrón moteado en las mejillas huecas: las máculas de la descomposición. Por algún proceso misterioso, su mente se revertió por primera vez ese día a la fotografía de Mary Matthews. Contrastó su belleza rubia con el aspecto imponente de ese rostro muerto, el objeto más amado que conocía con el más horrendo que podía concebir.
El asesino avanzó ahora y, desplegando la cuchilla, la puso contra la garganta de la víctima. Es decir, el hombre se hizo consciente al principio con vaguedad, luego de forma definitiva de una coincidencia impresionante -una relación-, un paralelo entre el rostro de la tarjeta y el nombre de la lápida. Uno estaba desfigurado, el otro describía una desfiguración. El pensamiento tomó poder sobre él y lo sacudió. Éste transformó el rostro que su imaginación había creado detrás de la tapa del ataúd, el contraste se convirtió en una semejanza, la semejanza creció hasta una identidad. Memorando las muchas descripciones de la apariencia personal de Scarry, que había oído en los cotilleos de sus fogatas, trató de recordar con éxito imperfecto la naturaleza exacta de la desfiguración, que había dado a la mujer su feo nombre; y lo que faltaba en su memoria la fantasía lo proveía, estampándolo con la validez de la convicción. En el intento alocado de recordar tales migajas de la historia de la mujer, como las había oído, los músculos de los brazos y las manos se le estiraban con una tensión dolorosa, como en un esfuerzo por levantar un gran peso. El cuerpo se le retorcía y revolvía con el ejercicio. Los tendones del cuello se le ponían tan tensos como las cuerdas de un látigo, y su respiración llegaba a los jadeos cortos, agudos. La catástrofe no podía ser demorada mucho más, o la agonía de la anticipación no le dejaría nada que hacer al coup de grâce de la verificación. La cara con cicatriz detrás de la tapa lo mataría a través de la madera.
Un movimiento del ataúd desvió su pensamiento. Éste vino hacia adelante, a un pie de su rostro, haciéndose más grande visiblemente mientras se aproximaba. La placa metálica herrumbrosa, con una inscripción ilegible a la luz de la luna, lo miró fijamente a los ojos. Decidido a no apocarse, trató de apoyar los hombros con más firmeza contra el extremo de la excavación, y casi se cayó hacia atrás en el intento. No había nada que lo soportara, se había movido de modo inconsciente hacia su enemigo, apretando el pesado cuchillo que había sacado de su cinturón. El ataúd no había avanzado y sonrió al pensar que no podía retirarse. Alzando el cuchillo, golpeó el mango pesado contra la placa metálica con todo su poder. Hubo una percusión aguda, vibrante y, con un estrépito apagado, la tapa completa del ataúd podrido se rompió en pedazos, y se vino afuera cayendo en torno a sus pies. El vivo y el muerto estaban cara a cara: el hombre frenético, aullando, la mujer parada tranquila en su silencio. ¡Ella era un terror sagrado!

V

Algunos meses más tarde una partida de hombres y mujeres, que pertenecían a los más altos círculos sociales de San Francisco, pasó por Hurdy-Gurdy en su camino hacia el Valle de Yosemite, por una nueva senda. Hicieron un alto para la cena y, durante su preparación, exploraron el campamento desolado. Uno de la partida había estado en Hurdy-Gurdy en sus días de gloria. Éste había sido, en efecto, uno de sus ciudadanos prominentes, y solía ser dicho, que por su mesa de faraón pasaba más dinero en una noche, que por todas las de sus competidores en una semana; pero siendo ahora un millonario ocupado en grandes empresas, no consideró esos éxitos tempranos de suficiente importancia, como para merecer la distinción de un comentario. Su esposa inválida, una dama famosa en San Francisco por la naturaleza costosa de sus entretenimientos, y su rigor exigente respecto a la posición social y los “antecedentes” de esos que los atendían, acompañaba a la expedición. Durante una vuelta por entre las chozas del campamento abandonado, el sr. Porfer dirigió la atención de su esposa y amigos a un árbol muerto, en una colina baja más allá del riachuelo Injun.
-Como les decía -dijo-, yo pasé por este campamento en 1852, y me dijeron que no menos de cinco hombres habían sido ahorcados aquí, por los vigilantes en diferentes momentos, y todos en ese árbol. Si no estoy equivocado, una soga está colgando de éste todavía. Vamos a ir por allí, y ver el lugar.
El sr. Porfer no agregó que la soga en cuestión era, acaso, la misma de cuyo fatal abrazo, su propio cuello había logrado una vez un escape tan estrecho, que una hora de demora en llevarse a sí mismo fuera de esa región, lo habría abarcado.
Procediendo con ociosidad por el riachuelo, hacia un cruce conveniente, la partida llegó al esqueleto de un animal mondado con limpieza, que el sr. Porfer, después de la debida examinación, pronunció era el de un asno. Las orejas distinguidas se habían perdido, pero mucho de la incomible cabeza había sido perdonado por las bestias y las aves, y la robusta brida de pelo de caballo estaba intacta, como estaba la reata, de un material similar, que lo conectaba al perno de un piquete, hundido en la tierra aún con firmeza. Los elementos de madera y metálicos de un equipo de minero yacían cerca. Los comentarios de costumbre fueron hechos, cínicos por parte de los hombres, sentimentales y refinados por la dama. Un poco más tarde se pararon junto al árbol en el cementerio, y el sr. Porfer se enderezó en su dignidad lo suficiente, para colocarse debajo de la soga pútrida y, con confianza, se puso un anillo de ésta en torno al cuello, un tanto, al parecer, para su propia satisfacción, pero bastante para horror de su esposa, en cuyas sensibilidades la actuación produjo un vivo impacto.
Una exclamación de uno de la partida los reunió a todos alrededor de una tumba abierta, en cuyo fondo vieron una confusa masa de huesos humanos y los restos quebrados de un ataúd. Los coyotes y los buitres habían realizado los últimos tristes ritos para casi todo lo demás. Dos cráneos eran visibles y, en orden de investigar esa redundancia un tanto inusual, uno de los hombres más jóvenes tuvo la temeridad de saltar a la tumba, y se los entregó a otro, antes de que la sra. Porfer pudiera indicar su marcada desaprobación de un acto tan chocante, que, no obstante, hizo con un considerable sentimiento y unas palabras muy escogidas. Prosiguiendo su búsqueda entre los lúgubres despojos en el fondo de la tumba, el joven entregó seguido una placa de ataúd herrumbrosa, con una inscripción tallada con rudeza, que el sr. Porfer descifró con dificultad y leyó en voz alta con un serio, y no por completo inexitoso intento de efecto dramático, que estimó adecuado para la ocasión y sus habilidades retóricas:

Manuelita Murphy
Nacida en la Misión de San Pedro-Muerta en
Hurdy-Gurdy
,
A la edad de 47.
El infierno está lleno de tales.

En deferencia a la piedad del lector, y a los nervios de la fastidiosa hermandad de ambos sexos de la sra. Porfer, vamos a no tocar la dolorosa impresión producida por esta inscripción poco común, lejos de decir que los poderes de elocución del sr. Porfer, nunca antes fueron recibidos con un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.
El manjar siguiente que recompensó al demonio en la tumba, fue un largo enredo de cabello negro manchado de barro: pero eso fue un tal anti-clímax que recibió poca atención. Súbitamente, con una exclamación breve y un gesto de excitación, el joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, después de una apurada inspección, se la entregó al sr. Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre ésta, relució con un lustre amarillo, estaba densamente salpicada de puntos fulgentes. El sr. Porfer la arrebató, inclinó su cabeza sobre ésta un momento, y la arrojó lejos levemente con un simple comentario:
-Piritas de hierro, el oro del tonto.
El joven en el pozo del descubrimiento estaba un poco desconcertado, al parecer.
Mientras tanto la sra. Porfer, incapaz ya de soportar el desagradable negocio, había andado de regreso al árbol y sentado en su raíz. Mientras re-arreglaba un mechón de cabello dorado, que se había resbalado de su confinamiento, fue atraída por lo que parecía ser, y realmente era, el fragmento de un viejo abrigo. Mirando a su alrededor, para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera observado, metió su mano enjoyada en el expuesto bolsillo pectoral, y sacó un libro de bolsillo mohoso. Su contenido era el siguiente:

Un fardo de cartas, con el matasellos “Elizabethtown, New Jersey”.
Un rizo de cabello rubio atado con una cinta.
Una fotografía de una muchacha bonita.
Un ídem de la misma, singularmente desfigurada.
Un nombre en el revés de la fotografía: “Jefferson Doman”.

Unos pocos momentos después, un grupo de caballeros ansiosos rodeaba a la sra. Porfer, mientras ella estaba sentada inmóvil al pie del árbol, su cabeza caída hacia adelante, sus dedos apretando una fotografía estrujada. Su marido le levantó la cabeza, exponiendo un rostro de un blanco fantasmal, excepto la cicatriz larga, deformada, familiar a todos sus amigos, que ningún arte podría ocultar jamás, y que ahora atravesaba la palidez de su semblante como una maldición visible.
Mary Matthews Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.

Título original: A Holy Terror, publicado por primera vez en The Wasp, diciembre de 1882, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Martin Grelle, A Good Crossing, XX.

jueves, 3 de marzo de 2011

El hombre y la culebra

I

Es de un informe verídico, y atestiguado por tantos que he aquí ninguno de los sabios y entendidos lo contraría, que los ojos de la serpiente tienen una propiedad magnética, que quienes caen en su persuasión son arrastrados hacia adelante a despecho de su voluntad, y perecen miserablemente por la mordida de esa criatura.
Tendido a sus anchas en un sofá, con bata y zapatillas, Harker Brayton sonrió al leer la sentencia anterior en las viejas Maravillas de la ciencia de Morryster. “La única maravilla del asunto -se dijo a sí mismo-, es que el sabio y entendido en los días de Morryster debiera haber creído tal tontería, que es rechazada incluso por el más ignorante en los nuestros”.
Un tren de reflexión siguió -pues Brayton era un hombre de pensamiento- y bajó el libro de forma inconsciente, sin alterar la dirección de sus ojos. Tan pronto como el volumen había ido por abajo de la línea de visión, algo en una oscura esquina de la habitación atrajo su atención a sus entornos. Lo que veía en la sombra abajo de su cama, eran dos puntos de luz menudos, al parecer, apartados casi una pulgada. Éstos podrían haber sido unos reflejos del mechero de gas encima de él, en las cabezas de unos clavos de metal, les concedió sólo un pequeño pensamiento y reanudó su lectura. Un momento después algo -algún impulso que no se le ocurrió analizar- lo impelió a bajar el libro de nuevo, y buscar lo que había visto antes. Los puntos de luz aún estaban allí. Éstos parecían haberse vuelto más brillantes que antes, radiando con un lustre verdoso que no había observado al principio. Pensó también que podían haberse movido un poco, estaban un tanto más cerca. Éstos estaban aún demasiado en la sombra, sin embargo, para revelar su naturaleza y origen a una atención indolente, y reanudó su lectura de nuevo. Súbitamente, algo en el texto le sugirió un pensamiento que le hizo sobrecogerse, y soltar el libro por tercera vez al costado del sofá, donde, escapando de su mano, éste cayó disperso al suelo, tendido de espalda. Brayton, medio levantado, estaba mirando con intención la oscuridad debajo de la cama, donde los puntos de luz radiaban, le pareció, con un fuego adicional. Su atención estaba ahora despierta por completo, su mirada fija era ávida e imperativa. Ésta descubrió, casi directo abajo de la baranda de la cama, los anillos de una gran serpiente, ¡los puntos de luz eran sus ojos! Su cabeza horrible, lanzada aplanada adelante, desde el anillo más interior y posada en el más exterior, se dirigía directo hacia él, sirviendo la definición de la mandíbula ancha, brutal, y de la frente como idiota, para mostrar la dirección de su malévola mirada fija. Los ojos no eran más unos meros puntos luminosos, éstos miraban a los suyos propios con un significado intencional, maligno.

II

Una culebra en el dormitorio de una vivienda de la mejor clase en una ciudad moderna no es, felizmente, un fenómeno tan común como para hacer la explicación no necesaria por completo. Harker Brayton, un soltero de treinticinco años, estudioso, perezoso y con algo de atleta, rico, popular y de buena salud, había retornado a San Francisco de toda suerte de países remotos y no familiares. Sus gustos, siempre un poco lujosos, habían tomado una adicional exuberancia por la larga privación, y siendo incluso los recursos del Hotel Castle inadecuados para su perfecta satisfacción, había aceptado gustoso la hospitalidad de su amigo, el dr. Druring, el distinguido científico. La casa del dr. Druring, una grande, a la moda antigua en lo que era hoy un barrio oscuro de la ciudad, tenía un exterior y visible aspecto de reserva orgullosa. Ésta, simplemente, no se asociaba con los elementos contiguos de su alterado medio ambiente, y parecía haber desarrollado algunas de las excentricidades que vienen del aislamiento. Una de ésas era un “ala”, irrelevante de modo conspicuo en el punto de la arquitectura, y no menos rebelde en el asunto del propósito, pues era una combinación de laboratorio, ménagerie y museo. Era aquí donde el doctor consentía el lado científico de su naturaleza, en el estudio de esas formas de vida animal, que ocupaban su interés y consolaban su gusto, el cual, se debe confesar, se inclinaba más bien a los tipos más bajos. Para que uno, de la más elevada agilidad y dulzura, se recomendara a sus gentiles sentidos, tenía que retener al menos ciertas características rudimentarias, que lo aliaran a tales “dragones de lo primario” como los sapos y las culebras. Sus simpatías científicas eran distintivamente reptilianas, amaba a los vulgares de la naturaleza y se describía como el Zola de la zoología. Su esposa e hijas, no teniendo la ventaja de compartir su ilustrada curiosidad, respecto a los trabajos y las maneras de nuestras criaturas-colegas de mala-estrella, estaban excluidas con no necesaria austeridad de lo que él llamaba el serpentario, y condenadas a la compañía de los de su propia clase, aunque para suavizar los rigores de su suerte, él les había permitido salir de su gran riqueza, para superar a los reptiles en la preciosura de sus entornos y radiar con un esplendor superior.
En lo arquitectónico, y en el punto del “amueblado” el serpentario era de una sencillez severa, adecuada a las humildes circunstancias de sus ocupantes, muchos de quienes, en efecto, no podrían con seguridad haber sido instruidos con la libertad, que es necesaria para el pleno disfrute del lujo, pues tenían la problemática peculiaridad de estar vivos. En sus propios apartamentos, sin embargo, estaban como bajo una pequeña restricción personal, que era compatible con su protección contra el pernicioso hábito de tragarse el uno al otro; y, como Brayton había sido informado con previsión, era más que una tradición que algunos de ellos, en diversos momentos, habían sido hallados en partes de los locales, donde les hubiera sido embarazoso explicar su presencia. A despecho del serpentario y sus asociaciones extrañas -a las que, en efecto, le prestó poca atención- Brayton hallaba la vida en la mansión de Druring muy propia para a su mente.
III

Más allá de un vivo impacto de sorpresa y una sacudida de mera repulsión, el sr. Brayton no estaba lo bastante afectado. Su primer pensamiento fue tocar la campana de llamada y traer a un sirviente, pero aunque el cordón de la campana colgaba a un fácil alcance, no hizo un movimiento hacia éste, se le había ocurrido a su mente que el acto podía someterlo a la sospecha de un miedo, que él ciertamente no sentía. Estaba más agudamente consciente de la incongruente naturaleza de la situación, que afectado por sus peligros, era revulsivo pero absurdo.
El reptil era de una especie con la que Brayton no estaba familiarizado. Su longitud sólo la podía conjeturar, el cuerpo, en la mayor parte visible, parecía casi tan grueso como su antebrazo. ¿De qué manera era peligroso, si de alguna manera? ¿Era venenoso? ¿Era un constrictor? Su conocimiento de las señales de peligro de la naturaleza no le permitían decirlo, nunca había descifrado el código.
Si no peligrosa, la criatura era al menos ofensiva. Era de trop -“un asunto fuera de lugar”-, una impertinencia. La gema era indigna del engaste. Incluso el gusto bárbaro de nuestro tiempo y país, que había cargado las paredes de la habitación con pinturas, el suelo con muebles y los muebles con un bric-a-brac, no habían ajustado lo bastante el lugar para ese pedazo de vida salvaje de la jungla. Además -¡un pensamiento insoportable!-, las exhalaciones de su respiración se mezclaban con la atmósfera que él mismo estaba respirando.
Esos pensamientos se formaron en la mente de Brayton con mayor o menor definición, y motivaron la acción. El proceso es lo que llamamos consideración y decisión. Es así que somos sabios y no sabios. Es así que la hoja marchita en la brisa de otoño, muestra mayor o menor inteligencia que sus colegas, cayendo en la tierra o en el lago. El secreto de la acción humana es uno abierto: algo contrae nuestros músculos. ¿Importa si le damos a los cambios moleculares preparativos el nombre de voluntad?
Brayton se puso de pie y se preparó para retroceder con suavidad, lejos de la culebra, sin turbarla si era posible, y por la puerta. Los hombres se retiran así de la presencia de lo grande, pues la grandeza es poder y el poder es una amenaza. Él sabía que podía caminar hacia atrás sin error. Si el monstruo lo seguía, el gusto que había enyesado las paredes con pinturas, había provisto de modo consistente un estante de asesinas armas orientales, del que podía arrebatar una propia para la ocasión. Mientras tanto los ojos de la culebra ardían con una malevolencia más despiadada que antes.
Brayton levantó su pie derecho libre del suelo, para dar un paso hacia atrás. En ese momento sintió una fuerte aversión a hacer eso.
“Yo soy tenido por valiente” -pensó-, “¿la valentía, entonces, no es más que orgullo? ¿Porque no hay ninguno que sea testigo de la vergüenza, me voy a retirar?
Se estaba sujetando con su mano derecha del respaldo de la silla, su pie suspendido.
-¡Tonterías! -dijo en voz alta-. Yo no soy un cobarde tan grande, como para temer parecerme a mí mismo miedoso.
Levantó el pie un poco más alto, doblando la rodilla con levedad, y lo lanzó al suelo agudamente, ¡una pulgada al frente del otro! No podía pensar cómo ocurrió eso. Un intento con el pie izquierdo tuvo el mismo resultado, éste estuvo de nuevo delante del derecho. La mano sobre el respaldo de la silla la estaba apretando, el brazo estaba derecho, alargado un tanto hacia atrás. Uno podía haber dicho que era renuente a perder su sostén. La maligna cabeza de la culebra seguía lanzada adelante, desde el anillo interior como antes, al nivel del cuello. No se había movido, pero sus ojos eran ahora unas chispas eléctricas, irradiando una infinidad de agujas luminosas.
El hombre tenía una palidez cenicienta. De nuevo dio un paso hacia adelante, y otro, en parte arrastrando la silla que, cuando finalmente fue liberada, cayó al suelo con estrépito. El hombre gimió, la culebra no hizo un sonido o movimiento, pero sus ojos eran dos soles deslumbrantes. El reptil mismo estaba totalmente ocultado por éstos. Éstos emitían aros alargados de ricos y vívidos colores, que en su mayor expansión se desvanecían de forma sucesiva, como pompas de jabón; éstos parecían aproximarse a su mismo rostro, y de pronto estaban a una distancia inmensa. Oyó, en algún lugar, el palpitar continuo de un gran tambor, con los estallidos inconexos de una música lejana, inconcebiblemente dulce, como los tonos de un arpa eólica. La conoció como la melodía del amanecer de la estatua de Memnon, y pensó que estaba en los juncos del Nilo, oyendo con un sentido exaltado ese himno inmortal a través del silencio de los siglos.
La música cesó, más bien se convirtió, con grados insensibles, en el retumbo distante de los truenos de una tormenta en retirada. Un paisaje, que relucía con el sol y la lluvia, se extendía ante él, arqueado por un arco iris vívido que enmarcaba, en su curva gigante, un centenar de ciudades visibles. En la media distancia una vasta serpiente, llevando una corona, elevaba la cabeza fuera de sus voluminosas convoluciones, y lo miraba con los ojos de su madre muerta. Súbitamente, ese paisaje encantador pareció moverse con presteza hacia arriba, como un telón de escena, y se desvaneció en un blanco. Algo le asestó un duro golpe en el rostro y el pecho. Había caído al suelo, la sangre corría de su nariz partida y labios lacerados. Por un tiempo se quedó aturdido y ofuscado, y yació con los ojos cerrados, el rostro contra el suelo. En unos momentos se había recobrado, y entonces supo que con esa caída, al retirar sus ojos, había roto el hechizo que lo poseía. Sintió que ahora, al mantener su mirada apartada, sería capaz de retirarse. Pero la idea de la serpiente a unos pocos pies de su cabeza, aunque no vista -acaso en el mismo acto de saltar sobre él, y lanzar sus anillos en torno a su garganta- ¡era demasiado horrible! Levantó la cabeza, miró fijo de nuevo esos ojos funestos, y estuvo de nuevo en sumisión.
La culebra no se había movido, y parecía haber perdido un tanto su poder sobre la imaginación, las ilusiones preciosas de unos momentos antes no se repetían. Debajo de esa frente plana y sin cerebro, los ojos negros de abalorio simplemente relucían como al principio, con una expresión indeciblemente maligna. Era como si la criatura, segura de su triunfo, hubiera determinado no practicar más ardides atrayentes.
Ahora siguió una escena temible. El hombre, postrado en el suelo, a una yarda de su enemigo, levantó la parte superior de su cuerpo sobre los codos, la cabeza lanzada atrás, las piernas extendidas en toda su longitud. Su rostro estaba blanco entre las manchas de sangre, sus ojos estaban abiertos forzadamente en su suprema expansión. Había espuma en sus labios, esta caía en copos. Unas fuertes convulsiones corrían por su cuerpo, haciendo casi ondulaciones serpentinas. Se inclinó sobre la cintura, mudando las piernas de un lado a otro. Y cada movimiento lo dejaba un poco más cerca de la culebra. Lanzó las manos hacia adelante, para bracearse hacia atrás, pero avanzaba sobre los codos de modo constante.

IV

El dr. Druring y su esposa se sentaron en la biblioteca. El científico estaba de un raro buen humor.
-Yo recién he obtenido, por intercambio con otro coleccionista -dijo-, un espléndido espécimen de la ophiophagus.
-¿Y qué puede ser eso? -inquirió la dama con un interés un tanto lánguido.
-¡Pero, bendice mi alma, qué profunda ignorancia! Mi querida, un hombre que averigua después del matrimonio que su esposa no sabe griego, tiene derecho a un divorcio. La ophiophagus es una culebra que se come a las otras culebras.
-Yo espero que se va a comer a todas las tuyas -dijo ella, mudando la lámpara de forma ausente-. ¿Pero cómo tiene a las otras culebras? Al encantarlas a éstas, supongo.
-Eso es justo como tú, querida -dijo el doctor, con una afectación de petulancia-. Tú sabes cuán irritante es para mí cualquier alusión, a esa vulgar superstición sobre el poder de fascinación de la culebra.
La conversación fue interrumpida por un aullido poderoso, ¡que retumbó por la casa silenciosa como la voz de un demonio gritando en una tumba! Una y otra vez resonó con terrible distinción. Ellos se pusieron en pie de un salto, el hombre confundido, la dama pálida y sin habla por el susto. Casi antes de que los ecos del último aullido se hubieran apagado, el doctor estaba fuera de la habitación, saltando por la escalera dos peldaños a la vez. En el corredor frente a la cámara de Brayton, encontró a algunos sirvientes que habían venido del piso superior. Juntos se abalanzaron a la puerta sin tocar. Ésta estaba sin cerrojo y cedió. Brayton yacía de bruces en el suelo, muerto. Su cabeza y sus brazos estaban ocultados, en parte, abajo de la baranda de la cama. Sacaron el cuerpo, lo tendieron de espalda. El rostro estaba embarrado de sangre y espuma, los ojos estaban muy abiertos, mirando fijo, ¡una visión de espanto!
-Murió de un acceso -dijo el científico, doblando la rodilla y poniendo la mano sobre el corazón. Mientras estaba en esa posición, se arriesgó a mirar abajo de la cama. -¡Buen Dios! -agregó-, ¿cómo llegó esta cosa aquí?
Alargó la mano abajo de la cama, sacó la culebra y la arrojó, aún anillada, al centro de la habitación, donde con un sonido áspero, rozante ésta se deslizó por el suelo pulido, hasta que se detuvo junto a la pared, donde yació sin movimiento. Era una culebra disecada, sus ojos eran dos botones de zapato.

Título original: The Man and the Snake, publicado por primera vez en The San Francisco Examiner, junio de 1890, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Chris Peters, The Fall, XXI.