domingo, 18 de julio de 2010

Una colección de naufragios


Al dejar la casa, ella me dijo que yo era un ser viejo y cruel, y ni un poco agradable, y que esperaba nunca, nunca volviera. Así que me embarqué como piloto en el Mudlark, que zarpaba de Londres, a donde quiera el capitán pudiera pensar era expediente navegar. No se había pensado fuera aconsejable estorbar al capitán Abersouth con órdenes, pues cuando él no lo podía hacer a su manera, se había observado, se las arreglaba de alguna manera ingeniosa para hacer el viaje sin provecho. Los dueños del Mudlark se habían hecho más sabios en su generación, y ahora le permitían hacer en mucho como le placiera, llevando las cargas que le apetecían a los puertos donde estaban las mujeres más agradables. En el viaje del que escribo él no había tomado carga en absoluto, dijo que ésta sólo haría al Mudlark pesado y lento. Al oír a este marinero hablar, uno hubiera supuesto que no sabía mucho de comercio.
Teníamos unos pocos pasajeros, ni apenas tantos, como habíamos apostado en jofainas y camareros; pues antes de venir al barco, la mayoría de los que habían comprado boletos inquirían hacia dónde zarpaba éste, y cuando no eran informados, volvían a sus hoteles y enviaban a un bandido a bordo, para remover su equipaje. Pero allí se habían quedado los suficientes para ser más bien un problema. Cultivaban el andar tambaleante, peculiar de los marineros cuando estaban borrachos, y la cubierta superior les era apenas lo suficiente amplia, como para que fueran del castillo de proa a la bitácora, a poner sus relojes en hora según la brújula del barco. Siempre le estaban pidiendo al capitán Abersouth que soltara el ancla grande, sólo para oír su zambullida en el agua, amenazando en caso de negativa con escribir a los periódicos. Su diversión favorita era sentarse a sotavento de las amuradas, a relatar sus experiencias de los viajes anteriores, viajes que se distinguían en cada instancia por dos rasgos notables, la frecuencia de los huracanes sin precedente y la total inmunidad del narrador al mareo. Era muy interesante verlos sentados en hilera diciendo esas cosas, cada hombre con una jofaina entre las piernas.
Un día se levantó una gran tormenta. El mar andaba por encima del barco, como si nunca hubiera visto un barco antes, y tuviera la intención de disfrutarlo todo lo que pudiera. El Mudlark laboró mucho, mucho más en efecto que la tripulación; pues estos inocentes habían descubierto, en posesión de uno de ellos, un pantalón con fondillo de cuero, y no hacían nada más que sentarse a jugárselo a las cartas; a un mes de salir del puerto, cada marinero se lo había adueñado una docena de veces. Estaba tan gastado tras ser empujado por encima del ganador, que le quedaba poco menos que el fondillo, y el capitán finalmente pateó esa parte inmortal por la borda, no de modo malicioso, ni con espíritu poco amistoso, sino porque él tenía el hábito de patear los fondillos de los pantalones.
La tormenta aumentó en violencia, hasta que alcanzó a retorcer al Mudlark así, que éste tomó agua como un abstemio; entonces ésta pareció sentir un alivio directo. Esto se puede decir en justicia de una tormenta en el mar: cuando ésta ha quebrado sus mástiles, arrancado su timón, llevado sus botes y hecho un buen agujero en alguna parte inaccesible de su casco, se va a menudo en busca de un barco fresco, dejando que usted tome las medidas que crea adecuadas para su comodidad. En nuestro caso, el capitán pensó era adecuado sentarse en la batayola a leer una novela de tres volúmenes.
Viendo que había llegado a la mitad del camino en el segundo volumen, en cuyo punto los amantes estarían envueltos, naturalmente, en las dificultades más desesperadas y desgarradoras de corazones, pensé que estaría de un humor particularmente jovial, así que me aproximé y le informé que el barco se estaba hundiendo.
-Bueno -dijo, cerrando el libro, pero manteniendo el dedo índice entre las páginas para marcar el lugar-, éste nunca será bueno para nada después de una sacudida como ésta. Pero digo, yo sólo deseo que usted mande al contramaestre allá, a romper esa reunión de orantes. El Mudlark no es una capilla para marinos, supongo.
-Pero -le repliqué con impaciencia-, ¿no se puede hacer algo para aligerar el barco?
-Bueno -profirió con reflexión-, viendo que éste no ha dejado ningún mástil para cortar, ni ninguna carga para dejar, usted podría arrojar por la borda a algunos de los pasajeros más pesados, si cree que eso haría algún bien.
Fue una idea feliz, la intuición de un genio. Caminando con rapidez hacia el castillo de proa que, siendo el más alto fuera del agua, estaba repleto de pasajeros, empuñé a un viejo caballero robusto por la nuca, lo empujé hacia la batayola y lo tiré por la borda. Éste no tocó el agua: cayó en el ápice de un cono de tiburones, que saltaron del mar a su encuentro, sus narices reunidas en un punto, sus colas sólo limpiando la superficie. Yo creo era poco probable que el viejo caballero supiera qué disposición se había tomado con él. Seguido, lancé a una mujer por la borda y eché a un bebé gordo a los vientos salvajes. La primera se perdió de vista entre los tiburones, lo mismo en cuanto al viejo, el último fue dividido entre las gaviotas.
Yo estoy relatando estas cosas, exactamente, tal como ocurrieron. Sería muy fácil hacer una buena historia de todo este material, contar así cómo, mientras estaba ocupado en aligerar el barco, fui tocado por el espíritu de auto-sacrificio de una bella mujer joven que, para salvar la vida de su amante, empujó a su anciana madre adelante, a donde yo estaba operando, y me imploró que tomara a la vieja dama, pero dispensara, oh, dispensara a su querido Henry. Yo podría seguir para exponer cómo no sólo tomé a la vieja dama, como se me solicitó, sino también empuñé a su querido Henry de inmediato, y lo envié volando lo más lejos que pude a sotavento, habiendo quebrado primero su espalda contra la batayola, y arrancado un puñado doble de su cabello rizado. Yo podría proceder a declarar que, sintiéndome apaciguado, me robé luego un bote largo y, tomando a la bella doncella, arranqué del doliente-fatídico barco hacia la iglesia de San Massaker, en Fiji, donde fuimos unidos por un lazo que yo desaté con mis dientes después, al comérmela a ella. Pero, en verdad, nada de esto ocurrió, y yo no puedo permitirme ser el primer escritor en contar una mentira sólo para interesar al lector. Lo que ocurrió realmente es esto: mientras yo estaba parado en la cubierta del alcázar, arrojando a más pasajeros, uno tras otro, el capitán Abersouth, habiendo terminado su novela, caminó hacia la popa y, de forma tranquila, me arrojó por la borda a mí.
Las sensaciones de un hombre ahogándose se han relatado tan a menudo, que yo sólo voy a explicar con brevedad que mi memoria, de una vez, desplegó sus tesoros: todas las escenas de mi vida llena de sucesos se agolparon, aunque sin confusión o pelea, en mi mente. Yo vi que toda mi carrera se extendía ante mí, como un mapa del África central desde el descubrimiento del gorila. Allí estaba la cuna en la que había yacido, como un niño, estupefacto con los jarabes calmantes; el cochecito en el que, sentado y empujado por detrás, derribé al maestro de escuela, y en el que mi infantil espina dorsal recibió su curvatura; la doncella-niñera, que rendía sus labios de modo alternativo a mí y al jardinero; el antiguo hogar de mi juventud, con la hiedra y la hipoteca sobre éste; mi hermano mayor, quien por testamento sucedió en las deudas de la familia; mi hermana, que se escapó con el conde von Pretzel, el cochero de la familia más respetable de Nueva York; mi madre, parada con la actitud de una santa, apretando con ambas manos su libro de oraciones, contra los patentes rellenos de Madame Fahertini; mi venerable padre, sentado en su esquina de la chimenea, su cabeza plateada inclinada sobre su pecho, sus manos marchitas cruzadas de forma paciente en su regazo, esperando la muerte con resignación cristiana, y borracho como un lord; todo eso y mucho más pasó ante el ojo de mi mente, y no había ningún cargo por la entrada al espectáculo. Luego hubo un sonido vibrante en mis oídos, mis sentidos nadaron mejor de lo que yo podía, y mientras me hundía hacia abajo y abajo, a través de las profundidades insondables, la luz ámbar, que caía a través del agua sobre mi cabeza, menguó y se oscureció hasta la negrura. Súbitamente, mi pie chocó con algo firme, era el fondo. ¡Gracias al cielo, me había salvado!

Título original: A Shipwreckollection, publicado por primera vez como Cruise of the Mudlark en Fun, julio de 1874, y como Shellback en Argonaut, abril de 1878, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Tom Freeman, HMS Sussex, XX.

sábado, 17 de julio de 2010

Una conflagración imperfecta


Una temprana mañana de junio de 1872 yo asesiné a mi padre, un acto que me causó una profunda impresión por ese tiempo. Eso fue antes de mi matrimonio, mientras estaba viviendo con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo con escalo que habíamos cometido esa noche. Éste consistía en su mayoría de bienes caseros, y la tarea de la división equitativa era difícil. La hicimos muy bien con las servilletas, las toallas y cosas así, y la platería fue partida con bastante, cercana igualdad, pero ustedes pueden ver por sí mismos que, cuando tratan de dividir una única caja de música entre dos, sin un remanente, tendrán un problema. Fue esa caja de música la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi pobre padre podría estar vivo ahora.
Era una pieza de la más exquisita y bella artesanía, incrustada con maderas costosas y tallada de modo muy curioso. No sólo tocaba una gran variedad de tonadas, sino también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cacareaba cada mañana a la luz del día, le dieran cuerda o no, y recitaba los diez mandamientos. Fue esa última consumación mencionada la que se ganó el corazón de mi padre, y le hizo cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque, posiblemente, habría cometido más si hubiera sido dispensado: él trató de ocultarme esa caja de música, y declaró por su honor que no se la había llevado, aunque yo sé muy bien que, en lo que a él concernía, el robo con escalo había sido emprendido, mayormente, con el propósito de obtenerla.
Mi padre tenía la caja de música escondida abajo de su capa, habíamos usado capas a modo de disfraz. Él me había asegurado con solemnidad que no se la había llevado. Yo sabía que se la había, y sabía algo de lo que él, evidentemente, era ignorante; es decir, que la caja cacarearía a la luz del día y lo traicionaría, si yo podía prolongar la división de los provechos hasta ese tiempo. Todo ocurrió como yo lo deseé: cuando la luz de gas empezaba a palidecer en la biblioteca, y la forma de las ventanas se veía vagamente detrás de las cortinas, un largo kikirikí salió de debajo de la capa del viejo caballero, seguido de algunos compases de un aria del Tannhauser, terminando con un fuerte chasquido. Una menuda hacha de mano, que habíamos utilizado para forzar la casa funesta, yacía entre nosotros sobre la mesa; yo la recogí. Viendo el viejo que un ulterior ocultamiento sería inútil, tomó la caja de abajo de su capa y la puso sobre la mesa. -Córtala en dos si tú prefieres ese plan –dijo-, yo traté de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música, y podía tocar la concertina con expresión y sentimiento.
Yo dije: -Yo no cuestiono la pureza de tu motivo: sería presuntuoso de mi parte poner en tela de juicio a mi padre. Pero el negocio es el negocio, y con esta hacha yo voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad, a menos que tú consientas en usar una bell-punch en todos los futuros robos con escalo.
-No -dijo-, después de cierta reflexión-, no, yo no podría hacer eso, eso parecería como una confesión de deshonestidad. La gente diría que tú desconfiaste de mí.
Yo no podía dejar de admirar su espíritu y sensibilidad; por un momento estuve orgulloso de él y dispuesto a pasar por alto su falta, pero un vistazo a la caja de música ricamente enjoyada me decidió y, como he dicho, removí al viejo de este valle de lágrimas. Habiendo hecho eso, estaba un poco inquieto. Él no sólo era mi padre, el autor de mi ser, sino que el cuerpo sería ciertamente descubierto. Ya era ahora la plena luz del día, y era probable que mi madre entrara a la biblioteca en cualquier momento. Bajo estas circunstancias, yo pensé que era expediente removerla a ella también, lo que hice. Entonces le pagué a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al jefe de policía, le dije lo que había hecho y le pedí su consejo. Sería muy doloroso para mí, si los hechos llegaran a ser conocidos públicamente. Mi conducta sería condenada en general, los periódicos la traerían contra mí, si yo alguna vez debía postular un cargo. El jefe vio la fuerza de esas consideraciones, él mismo era un asesino de vasta experiencia. Después de consultar con el juez presidente de la Corte de jurisdicción variable, me aconsejó ocultar los cuerpos en uno de los armarios-libreros, obtener un seguro por la casa pesado y quemarla. Yo procedí a hacer eso.
En la biblioteca había un armario-librero, que mi padre recién había adquirido de cierto inventor venático, y que no se había llenado. Era por su forma y tamaño algo así, como esos “roperos” de moda antigua que uno veía en los dormitorios sin closets, pero abierto a todo lo largo hasta abajo, como un vestido de noche de mujer. Tenía puertas de cristal. Yo recién había acomodado a mis padres, y ellos estaban ahora lo suficiente rígidos como para pararse erguidos; así que los puse parados en ese armario-librero, del que había removido los estantes. Los encerré y tachoneé unas cortinas sobre las puertas de cristal. El inspector de la oficina de seguros pasó una media docena de veces por delante del armario sin sospecha.
Esa noche, después de obtener mi póliza, le prendí fuego a la casa y fui por el bosque hacia el pueblo, a dos millas de distancia, donde me las arreglé para ser encontrado por el tiempo, en que la excitación estaba en su apogeo. Con gritos de aprensión por el destino de mis padres, me uní al tropel y arribé al fuego unas dos horas después de haberlo prendido. Todo el pueblo estaba allí cuando me arrojé. La casa estaba consumida por entero, pero en un extremo del lecho llano de rescoldos brillantes, muy vertical y no lastimado, ¡estaba el armario-librero! Las cortinas se habían quemado, exponiendo las puertas de cristal, a través de las cuales una feroz luz rojiza iluminaba el interior. Allí estaba parado mi querido padre “en los hábitos con que vivió”, y de éste lado la compañera de sus alegrías y tristezas. Ni un cabello de ellos estaba chamuscado, sus ropas estaban intactas. En sus cabezas y gargantas las lastimaduras, que en la consumación de mis designios yo había sido compelido a infligir, eran conspicuas. Como ante la presencia de un milagro, la gente estaba en silencio, el pavor y el terror habían acallado todas las lenguas. Yo mismo estaba bastante afectado.
Unos tres años después, cuando los sucesos aquí relatados se habían casi borrado de mi memoria, yo fui a Nueva York para ayudar a pasar unos bonos de Estados Unidos falsificados. Un día, mirando una tienda de muebles con descuido, vi la contraparte exacta de ese armario-librero. -Yo se lo compré por una bagatela a un inventor reformado -explicó el vendedor-. Él me dijo que era a prueba de fuego, estando los poros de la madera llenados con alumbre bajo presión hidráulica, y el cristal hecho de asbesto. Yo no supongo que sea, realmente, a prueba de fuego, usted se lo puede llevar por el precio de un armario-librero ordinario.
-No -le dije-, si usted no me puede garantizar que sea a prueba de fuego, yo no me lo voy a llevar -y le di los buenos días.
Yo no me lo hubiera llevado por ningún precio: me revivió unas memorias que eran excesivamente desagradables.

Título original: An Imperfect Conflagration, publicado por primera vez en Wasp, marzo de 1886, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Frank McCarthy, rockwellmuseum.org., XX.