viernes, 18 de mayo de 2012

En la montaña


Dicen que el maderero ha mirado la comarca de Cheat Mountain y ha visto que ésta es buena, y yo he oído que algunos caballeros acaudalados han estado allí y hecho una reserva de caza. Debe haber madera y, supongo, deporte, pero uno podría desear que algunas cosas fueran ordenadas de otra manera. Mirando atrás a ésta, a través de la bruma de cerca medio siglo, veo esa región como un verdadero reino de encantamiento, las Alleghanies como las Montañas Deleitables. Yo noto de nuevo sus ondas vagas, azuladas, loma tras loma de modo interminable, más allá de los valles púrpura llenos de ensueño, “que parecen siempre en un atardecer”. A millas y millas de distancia, donde la elevación de la tierra se encuentra con el descenso del cielo, yo discierno una imperfección en el tinte, un tenue agrisado del azul por encima de la cordillera principal: el humo de un campamento enemigo.
Fue en el otoño de ese “más inmemorial año”, el 1861 de nuestro Señor y el primero de nuestra Edad heroica, que una pequeña brigada de tropas crudas -todas las tropas eran crudas en esos días- había sido empujada a través de la frontera de Ohio y, después de varias vicisitudes de la fortuna y el mal manejo, se encontró bastante para su propia sorpresa en el paso de Cheat Mountain, llevando un camino que corría desde Nowhere hacia el sudeste. Algunos habíamos servido durante el verano en los “regimientos de tres meses”, que respondieron a la primera llamada de tropas del Presidente. Éramos mirados por los otros con profundo respeto, como “viejos soldados”. (Nuestras edades, si igualadas, habrían dado, me figuro, cerca de veinte años por cada hombre.) Nos dábamos a sí mismos, a esa aristocracia del servicio, unos aires militares sin fin, algunos incluso íbamos al extremo, de mantener nuestras chaquetas abotonadas y nuestro cabello peinado. Habíamos estado en acción también, habíamos disparado a una pierna confederada en Philippi, “la primera batalla de la guerra”, y habíamos perdido tanto como una docena de hombres en Laurel Hill y Carrick's Ford, a donde el enemigo había huido tratando, el Cielo sabe por qué, de alejarse de nosotros. Ahora “traíamos la tarea” de someter la rebelión a un patriotismo, que nunca por un momento dudó, de que un rebelde era un demonio maldecido por Dios y los ángeles, uno para cuya extirpación por la fuerza y ​​las armas, cada joven se consideraba especialmente “criado”.
Era una comarca extraña. Nueve de diez de nosotros nunca habíamos visto una montaña, ni una colina tan alta como la aguja de una iglesia, hasta que hubimos cruzado el río Ohio. En el poder sobre las emociones nada, yo pienso, es comparable a una primera vista de las montañas. Para un miembro de una tribu de la llanura, nacido y criado en los llanos de Ohio o Indiana, una región montañosa era un milagro perpetuo. El espacio parecía haber tomado una nueva dimensión, las áreas tener no sólo longitud y amplitud, sino espesor.
La literatura moderna está llena de evidencias, de que nuestros bisabuelos miraron las montañas con aversión y horror. Los poetas de incluso el siglo diecisiete, nunca se cansan de maldecirlas en buenos, sentados términos. Si ellos hubieran tenido la desdicha de leer las líneas iniciales de Los placeres de la esperanza, seguramente habrían pensado que el Maestro Campbell se había puesto divertido, y debía ser encerrado para que no se hiciera una herida.
Los llaneros que invadieron la comarca de Cheat Mountain habían sido amamantados con otro credo, y para ellos la Virginia occidental -no había aún entonces ninguna Virginia oeste- era una tierra encantada. ¡Cómo gozamos de sus bellezas salvajes! ¡Con qué puro deleite inhalamos sus fragancias de abeto y pino! ¡Cómo miramos fijamente con algo de pavor sus boscajes de laurel!, el laurel real, como entendíamos el asunto, cuyo follaje había sido alguna vez juzgado excelente para las cabezas de los ilustres romanos y tales, acaso para reducir la hinchazón. Tallábamos de sus raíces anillos y pipas. Recogíamos resina de abeto y se la enviábamos a nuestras novias en las cartas. Ascendíamos cada colina dentro de nuestras líneas-piqueteadas, y la llamábamos “pico”. 
Y por cierto, durante esos días alciónicos (lo alciónico estaba allí también, trinando sobre cada riachuelo, como está por todo el mundo) libramos otra batalla. Ésta no ha entrado en la historia, pero tuvo una real existencia objetiva, aunque por una feliz imprevisión fue llamada por nosotros, quienes fuimos derrotados, un “reconocimiento de fuerza”. Sus breves y simples anales son baladíes, marchamos una larga ruta y nos situamos ante un fortificado campamento del enemigo, en el más alejado borde de un valle. Nuestro comandante tuvo la previsión de ver, que nos situáramos bien fuera del rango de las armas pequeñas del período. Una desventaja de este arreglo, era que el enemigo estaba fuera del alcance de nosotros así mismo, pues nuestros rifles no eran mejores que los suyos. Por infortunio -uno podría casi decir por injusticia-, éste tenía unas pocas piezas de artillería muy bien protegidas, y con esas nos maltrató para eminente satisfacción de su mente y corazón. Así que nos separamos de él con enojo, y retornamos a nuestro propio lugar, dejando a nuestros muertos, no muchos.
Entre ellos había un mozo que pertenecía a mi compañía, nombrado Abbott, no es raro que yo lo recuerde, pues hubo algo inusual en la manera del despegue de Abbott. Estaba yaciente tendido sobre su estómago, y fue muerto al ser golpeado en el costado por una bala de cañón casi agotada, que venía rodando entre nosotros. La bala permaneció en él hasta que fue removida. Era una sólida bala redonda, evidentemente, vaciada en alguna fundición privada, cuyo propietario, sentando las leyes de la frugalidad por encima de las de la balística, había puesto su “impresión” sobre ésta: ésta portaba, en letras levemente hundidas, el nombre “Abbott.” Eso es lo que me dijeron, yo no estaba presente.
Fue después de eso, cuando las noches habían adquirido la treta de morder, y el sol de la mañana parecía tiritar de frío, que nos movimos arriba a la cima de Cheat Mountain, para guardar el paso a través del que nadie quería ir. Allí asesinamos a la foresta y nos edificamos habitáculos gigantes (a horcajadas sobre el camino desde Nowhere hacia el sudeste), cómodos para albergar a un ejército, y con aspilleras adecuadas para el desconcierto del adversario. ¡Los troncos largos que era nuestro orgullo cortar y cargar! ¡El cuidado con que los poníamos uno encima del otro, tajeados a la línea y a prueba de balas! ¡Las puertas ciclópeas que colgamos, con pernos corredizos adecuados para ser “el mástil de algún gran almirante”! Y cuando teníamos “hecha la pila completa”, algún aguafiestas del ejército regular venía de esa forma, y charlaba unos momentos con nuestro comandante, y nosotros hacíamos un terraplén lejos afuera, a un lado del camino (dejando que el otro lado tomara cuidado de sí mismo), ¡y acampábamos afuera de éste en tiendas de campaña! Pero el tipo del ejército regular no tenía corazón para sugerir la demolición de nuestras torres de Babel, y los fundamentos permanecen hasta este día, para atestiguar el genio de la soldadesca voluntaria americana.
Nosotros fuimos los originales reservistas de caza de la región de Cheat Mountain, pues aunque cazábamos en estación y fuera de estación, en un área tan amplia como nos atrevíamos a cubrir, dábamos menos caza, probablemente, de la que hubiera dado un cierto, único cazador de visiones desleales, a quien ahuyentamos. Había osos en abundancia y ciervos en cantidad, y más de un día de invierno, con la nieve hasta las rodillas, el escritor de esto pasó rastreando un oso hasta su guarida, donde, estoy obligado a decir, yo comúnmente lo dejaba. Yo convengo con mi amigo lamentado, el finado Robert Weeks, el poeta:

La búsqueda puede ser, me parece a mí,
Perfecta sin posesión. 


No puede haber duda de que los deportistas acaudalados, quienes han hecho una reserva de la región de Cheat Mountain, van a encontrar plenitud de caza si ésta no ha muerto desde 1861. Nosotros la dejamos allí.
Aunque la cacería y la pereza no eran la totalidad del programa de vida allá arriba, en esa loma salvaje con su pelaje hirsuto de abetos y pinos, y en las bajas tierras ribereñas que ésta separaba. Teníamos un poco de guerra de vez en cuando. Hubo un ocasional “affair en los puestos de avanzada”, a veces una arriesgada exploración de la comarca del enemigo, ordenada, me temo, más para mantener la apariencia de hacer algo, que con la esperanza de obtener un resultado militar. Pero un día se rumoró, que iba a ser hecho un movimiento de fuerza a la posición del enemigo, a millas de distancia, en la cima de la loma principal de las Alleghanies, al campamento, cuyo tenue humo azulado habíamos vigilado por días fatigosos. El movimiento fue hecho, y era la moda en esos “aprendices días de guerra”, en dos columnas, que se iban a abalanzar sobre el adversario desde lados opuestos en el mismo momento. Llevados por caminos desconocidos por guías inconfiables, encontrando obstáculos no previstos -en millas apartados y sin comunicación, las dos columnas fracasaban de modo invariable en ejecutar el movimiento, con el secreto y la precisión requeridos. El enemigo, en disfrute de esa inestimable ventaja militar, conocida en el discurso civil como estar “rodeado”, siempre abatía a las columnas atacantes una a la vez o, tornando con las manos rojizas desde los despojos de la primera, espantaba a la otra lejos.
Todo un brillante día de invierno marchamos abajo desde nuestro nido de águila, toda una brillante noche de invierno escalamos la bastante boscosa loma opuesta. Cuán romántico era todo, los valles a la puesta del sol llenos de un ensueño visible, los claros bañados e inter-penetrados por la luz de la luna, el largo valle del Greenbrier extendido en la lejanía, hacia no sabíamos qué ciudades silenciosas, ¡el río mismo invisible bajo su “cuerpo astral” de niebla! Luego estaba el “picante del peligro.”
Una vez oímos unos disparos al frente, luego hubo una larga espera. A medida que anduvimos con dificultad, pasamos junto a algo, -algunas cosas- yacientes al lado del camino. Durante otra espera las examinamos, levantando con curiosidad las mantas de sus rostros amarillo-arcilla. ¡Cuán repulsivos lucían éstos con sus embarres de sangre, sus ojos en blanco mirando fijo, sus dientes descubiertos por la contracción de los labios! La escarcha ya había empezado a blanquear sus ropas desarregladas. Nosotros éramos tan patriotas como siempre, pero no deseábamos estar de esa forma. Por una hora después el mandato de silencio en las filas fue innecesario.
Repasando el sitio al día siguiente, con una fuerza abatida, desanimada y exhausta, débil por la fatiga y salvaje por la derrota, algunos tuvimos vida suficiente de la que nos quedaba, tal como era ésta, para observar que esos cuerpos habían alterado su posición. Estos parecían asimismo haberse arrancado algunas de sus ropas, que yacían cerca en desorden. Sus expresiones también tenían una vacuidad agregada, no tenían rostros.
Tan pronto como la cabeza de nuestra columna rezagada hubo alcanzado el sitio, empezó un fuego desganado. Uno podía haber pensado que los vivos rendían honores a los muertos. No, el fuego era una ejecución militar, el condenado una manada de cerdos al galope. Éstos se habían comido a nuestros caídos, pero -¡magnanimidad conmovedora!- nosotros no nos comimos a los suyos.
El tiroteo de varias clases era muy bueno en la comarca de Cheat Mountain, incluso en 1861.

Título original: On A Mountain, publicado por primera vez en Volume I of The Collected Works, 1909, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Thomas Moran, Evening on the Upper Colorado River, Wyoming, 1882.