jueves, 21 de julio de 2011

El bautismo de Dobsho


Fue una cosa malvada que hacer, ciertamente. Yo me he arrepentido a menudo desde entonces, y si la oportunidad de hacer eso se presentara de nuevo, vacilaría largo tiempo antes de abrazarla. Pero era joven en ese momento, y abrigaba una especie de humor del que he abjurado desde entonces. Aún, cuando recuerdo el carácter de las personas que se burlaban, y llevaban al descrédito la letra y el espíritu de nuestra santa religión, siento cierta satisfacción por haber contribuido con un débil esfuerzo, hacia hacerlas ridículas. En consideración del poco bien que yo pueda haber hecho de esa manera, le ruego al lector que juzgue mi error concedido de modo tan lenitivo como sea posible. Esta es la historia.
Unos años atrás el pueblo de Harding, en Illinois, experimentó “un revivir de la religión”, como la gente lo llamó. Hubiera sido más acertado y menos profano nombrarlo un revivir del alboroto, por la locura que lo originó y por la que fue diseminado, la secta que yo voy a llamar la comunión alborotada, y la mayoría del brincoteo y el griterío se hizo con ese interés. Entre esos que se rindieron a la influencia estaba mi amigo Thomas Dobsho. Tom había sido un pecador bastante malo de una manera menuda, pero fue a esa nueva cosa con el corazón y el alma. En una de las reuniones hizo una confesión pública de más pecados, de los que nunca fue o nunca podía haber sido culpable, parando justo antes de los crímenes estatutarios, e incluso insinuando de forma significativa, que podría decir una buena porción más si estuviera presionado. Quería unirse a la absurda comunión el mismo atardecer de su conversión. Quería unirse a dos o tres comuniones. De hecho, fue llevado tan lejos por su celo, que algunos de los hermanos me hicieron la insinuación, de que lo llevara a casa, él y yo ocupábamos apartamentos contiguos en el Hotel Elephant.
El fervor de Tom, como sucede, estuvo cerca de derrotar su propio propósito; en lugar de llevarlo al redil de una vez, sin referencia o “carácter”, como era su manera usual, los hermanos recordaron en su contra sus confesiones espantosas, y lo pusieron a prueba. Pero después de unas pocas semanas, durante las que se condujo como un lunático decente, se decidió bautizarlo junto con una docena de otros casos bastante difíciles, quienes habían sido convertidos más reciente. Yo me persuadí de que era mi deber prevenir esa ceremonia sacrílega, aunque pienso ahora que erré en cuanto a los medios adoptados. Iba a tener lugar un domingo, y el sábado anterior llamé a la cabeza revivida, el rev. sr. Swin, y le solicité una entrevista.
-Yo vengo -dije, con una renuencia y un embarazo simulados-, de parte de mi amigo, el hermano Dobsho, para hacer una petición muy delicada e inusual. Usted, creo, lo va a bautizar el día de mañana, y confío en que será para él el comienzo de una vida nueva y mejor. Pero yo no sé si usted está enterado de que en su familia todos son unos jugadores, y que él mismo está manchado con la malvada herejía de esa secta. Así es. Él está, como uno podría decir en la secular metáfora, “en la cerca” entre su grave error y la fe pura de su iglesia. Sería muy melancólico si él debiera ponerse abajo, en el lado equivocado. Aunque confieso con vergüenza que yo mismo no he abrazado la verdad, espero que no estoy demasiado ciego para ver donde está ésta.
-La calamidad que usted aprehendió -dijo el reverendo patán, después de una reflexión solemne-, va, en efecto, a afectar seriamente el interés de nuestro amigo y poner en peligro su alma. Yo no había esperado, que el hermano Dobsho se rindiera tan pronto ante una buena pelea.
-Yo pienso, señor -repliqué con reflexión-, que no hay temor de eso si el asunto es manejado con habilidad. Él está de corazón con ustedes, me podría aventurar a decir con nosotros, en cada punto menos uno. ¡Él favorece la inmersión! Ha sido un pecador tan vil, que teme tontamente que el rito más simple de su iglesia, no lo pondrá lo suficiente mojado. ¿Usted lo cree?, sus no instruidos escrúpulos sobre el punto son tan groseros y materialistas, ¡que él realmente sugiere enjabonarse a sí mismo como una ceremonia preparatoria! Yo creo, sin embargo, que si en lugar de salpicar a mi amigo, ustedes le vertieran una generosa jofaina de agua en la cabeza… pero ahora que pienso en eso en su presencia luminosa, veo que tal proceder está por completo fuera de cuestión. Yo temo que debemos dejar que los asuntos tomen el curso usual, confiando en nuestros esfuerzos últimos, para prevenir la apostasía que pueda resultar.
El párroco se levantó y caminó por el suelo un momento, entonces sugirió que era mejor ver al hermano Dobsho, y laborar para eliminar su error. Yo le dije que no creía, estaba seguro que no sería lo mejor. El argumento sólo lo confirmaría en sus prejuicios. Así se estableció que el sujeto no debía ser abordado en ese trimestre. Hubiera sido malo para mí si hubiera sido.
Cuando reflexiono ahora sobre la astucia de esa conversación, la falsedad de mis representaciones y lo malvado de mi motivo, estoy casi avergonzado de proceder con mi narración. Hubiera sido el ministro otra cosa que un embustero redomado, yo espero jamás hubiera sufrido por mí mismo, para hacerlo el primo de un esquema tan sacrílego en sí mismo, y proseguido con tal pecador descuido del honor.
El memorable sabbath amaneció brillante y hermoso. Hacia las nueve en punto la vieja campana agrietada, montada sobre un puntal delante de la “casa de reunión”, empezó a clamar su llamada al servicio, y casi toda la población de Harding tomó su camino a la actuación. Yo había tomado la precaución de poner mi reloj quince minutos adelante. Tom se estaba preparando para la ordalía de modo nervioso. Se había metido en su mejor traje una hora antes de tiempo, llevaba su sombrero por la habitación de la forma más sin objetiva y demente, y consultó su reloj un centenar de veces. Yo iba a acompañarlo a la iglesia, y pasaba el tiempo ajetreado por la habitación, haciendo las cosas más extraordinarias de la manera más exasperante; en resumen, manteniendo la excitación febril de Tom, con cada dispositivo malvado que pudiera pensar. A la media hora del tiempo real para el servicio, súbitamente, chillé:
-¡Oh, yo digo, Tom, perdóneme, pero esa cabeza suya está justo temible! ¡Por favor, déjeme cepillarla un poco!
Asiéndolo por los hombros, lo empujé a una silla con el rostro hacia la pared, eché mano de su peine y cepillo, me puse detrás de él y empecé a trabajar. Él estaba temblando como un niño, y no sabía más de lo que yo estaba haciendo, como si le hubieran quitado el cerebro. Ahora, la cabeza de Tom era una curiosidad. Su cabello, que era notablemente grueso, era como de alambre. Estando cortado bastante corto, se paraba por todo su cuero cabelludo, como las espinas de un puercoespín. Había sido una queja favorita de Tom, que jamás podía hacer nada con esa cabeza. Yo no encontré dificultad, hice algo para ésta, aunque me sonrojo al pensar lo que era. Hice algo que temía, él pudiera descubrir si se miraba en el espejo, así que saqué mi reloj con descuido, abierto de golpe, di un salto y grité:
-¡Por Júpiter! Thomas, perdone la maldición, pero estamos atrasados. ¡Su reloj está mal del todo, mire el mío! Aquí está su sombrero, viejo colega, vamos de prisa. ¡No hay un momento que perder!
Encajando su sombrero en su cabeza, lo saqué de la casa con una violencia real. En cinco minutos más estábamos en la casa de reunión, con más tiempo que nunca para gastar.
Los servicios ese día, me han dicho, fueron especialmente interesantes e impresionantes, pero yo tenía una buena porción más en mi mente, estaba preocupado, ausente, inatento. Ellos podían haber variado la usual exhibición profana, en cualquier respecto y en cualquier extensión, y no lo hubiera observado. La primera cosa que percibí con claridad, fue una fila de “conversos” de rodillas ante el “altar”, Tom a la izquierda de la línea. Entonces el rev. sr. Swin se aproximó a él, metiendo sus dedos con aire pensativo en un menudo cuenco de barro con agua, como si recién hubiera terminado de cenar. Yo estaba muy afectado: no podía ver nada con distinción por mis lágrimas. Mi pañuelo estaba en mi rostro, la mayoría de éste adentro. Fue observado que sollozaba de modo espasmódico, y estoy abochornado al pensar, cuántas muchas personas sinceras siguieron mi ejemplo de forma equívoca.
Con algunas palabras solemnes, cuyo propósito yo no podía entrever por completo, excepto que sonaban como un juramento, el ministro se paró delante de Thomas, me echó una mirada de inteligencia y entonces, con una expresión inocente en el rostro, cuyo recuerdo me llena hasta este día de remordimiento, derramó, como por accidente, el entero contenido del cuenco en la cabeza de mi pobre amigo, ¡esa cabeza sobre cuyo cabello, yo había cernido una pródiga profusión de polvo Seidlitz!
Lo confieso, el efecto fue mágico, todo quien estuvo presente le diría eso. El prisionero de guerra Tom se coció -bullió-, espumeó en levadura ¡y babeó como un perro rabioso! ¡Echó vapor y siseó, con chorros y destellos enojados! En un segundo se había puesto más grande, que un banco de nieve menudo, y más blanco. Éste surgió, hirvió, borbotó, se desbordó y farfulló, ¡soltando copos plumosos como desde abajo de un cisne cazado! La espuma se vertió cremosa por su rostro, y se le metió en los ojos. ¡Fue el shampoo más pecador de la temporada!
No se puede relatar la conmoción que esto produjo, ni yo lo haría si pudiera. En cuanto a Tom, se puso en pie de un salto y salió de la casa tambaleándose, buscando a tientas su camino entre los bancos, farfullando profanidades ahogadas ¡y jadeando como un pez varado! Los otros candidatos al bautismo se levantaron asimismo, sacudiendo sus molleras como para decir: “No, usted no lo hace, mi cordial”, y dejaron la casa en un cuerpo. En medio del silencio inviolado, el ministro re-ascendió al púlpito con el cuenco vacío en la mano, y fue el primero en hablar:
-Hermanos y hermanas -dijo con una calmada, deliberada llaneza de tono-, yo he perorado en este tabernáculo por muchos más años, de los dedos que tengo en las manos y los pies, y durante ese tiempo no he conocido astucia, enojo, ni ninguna falta de caridad. En cuanto a Henry Barber, quien me puso en este empleo, yo no lo juzgo para no ser juzgado. ¡Que él tome esto y no peque más!-, y lanzó el cuenco de barro con una puntería tan certera, que éste se estrelló contra mi cráneo. El reproche no era inmerecido, lo confieso, y confío en que he sacado provecho de éste.

Título original: A Sinful Freak, publicado por primera vez en Fun, mayo de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Bruce Greene, Early Arrival, XXI.

miércoles, 20 de julio de 2011

El capitán del Camel


El barco se llamaba Camel. De algún modo era un bajel extraordinario. Pesaba seiscientas toneladas, pero cuando había tomado suficiente lastre, para cuidarse de volcarse como un pato cazado, y estaba aprovisionado para un viaje de tres meses, fue necesario ser harto fastidioso en la elección de la carga y los pasajeros. Para ilustración, mientras estaba a punto de dejar el puerto, un bote vino por el costado con dos pasajeros, un hombre y su esposa. Éstos habían reservado el día anterior, pero se habían quedado en tierra para tener una comida más decente, antes de comendarse al “salado barato”, como el hombre llamaba a la vianda del barco. La mujer subió a bordo, y el hombre se estaba preparando para seguir, cuando el capitán se inclinó por el costado y lo vio.
-Bueno -dijo el capitán-, ¿qué usted quiere?
-¿Qué yo quiero? -dijo el hombre, echando mano de la escala-. Yo voy a embarcar en este barco aquí, eso es lo que quiero.
-No con toda esa gordura en usted -rugió el capitán-. Usted no pesa una onza menos de dieciocho piedras, y yo tengo que tener mi ancla aún. ¿Usted no me haría dejar el ancla, supongo?
El hombre dijo que no le importaba el ancla, él era justo como Dios lo había hecho (parecía como si su cocinero hubiera tenido algo que ver con eso) y, hundido o nadando, se proponía embarcar en ese barco. Una buena porción de disputa siguió, pero uno de los marineros, finalmente, le lanzó al hombre un salvavidas de corcho, y el capitán dijo que lo iba a aligerar y podría venir afuera.
Ese era el capitán Abersouth, en lo anterior del Mudlark, tan buen marino que siempre se sentaba en la borda a leer una novela de tres volúmenes. Nada podía igualar la pasión de ese hombre por la literatura. En cada viaje ponía tantos fardos de novelas, que no había estiba para la carga. Había novelas en la bodega, novelas en el entrepuente, novelas en el salón y en las camas de los pasajeros.
El Camel había sido diseñado y construido por su dueño, un arquitecto de la ciudad, y parecía tan mucho un barco, como el arca de Noé lo parecía. Éste tenía ventanas voladizas y una veranda, una cornisa y puertas en la línea de flotación. Esas puertas tenían aldabas y campanas de sirvientes. Había habido un fútil intento en un área. El salón de pasajeros estaba en la cubierta superior, y tenía un techo de teja. A esa estructura jorobada el barco debía su nombre. Su diseñador había erigido diversas iglesias -la de San Ignotus aún se utilizaba como cervecera en Hotbath Meadows- y, poseso de la idea eclesiástica, había dado al Camel un crucero, pero hallando que eso impedía su paso por el agua, lo había eliminado. Eso debilitó el medio del bajel. El mástil mayor era algo así como una aguja. Éste tenía un cataviento. Desde ese chapitel el ojo dominaba una de las vistas más bellas de Inglaterra.
Tal era el Camel cuando yo me le uní en 1864, para un viaje de descubrimiento al polo sur. La expedición estuvo bajo los “auspicios” de la Real sociedad para la promoción del juego limpio. En una reunión de esa excelente asociación, se había “resuelto” que la parcialidad de la ciencia con el polo norte, era una odiosa distinción entre dos objetos igualmente meritorios; que la naturaleza había marcado su desaprobación de eso, en el caso de sir John Franklin y muchos de sus imitadores, que eso les sirvió justo muy bien; que esa empresa debía ser asumida, como una protesta contra el espíritu de sesgo indebido; y, finalmente, que ninguna parte de la responsabilidad o expensa debía delegar en la sociedad en su carácter corporativo, pero que cualquier miembro individual podía contribuir al fondo si era lo suficiente tonto. Es sólo una justicia común decir que ninguno de ellos lo fue. Al Camel meramente se le partió el cable un día, mientras yo estaba a bordo por casualidad; se fue a la deriva fuera del puerto hacia el sur, seguido por las execraciones de todos quienes lo conocían, y no podía volver. En dos meses había cruzado el ecuador, y el calor empezó a hacerse insoportable.
Súbitamente, estábamos encalmados. Había habido una buena brisa hacia las tres de la tarde, y el barco había hecho tan mucho como dos nudos por hora cuando, sin una palabra de advertencia, las velas empezaron a hincharse de una manera equívoca, debido al ímpetu que el barco había adquirido; y luego, cuando éste expiró, colgaron tan mustias y exánimes como los faldones de una casaca. El Camel no sólo se quedó parado inmóvil, sino que se movió un poco atrás, hacia Inglaterra. El viejo Ben, el contramaestre, dijo que él sólo había conocido una calma más muerta, y que ésa fue, explicó, cuando Jack el predicador, un marinero reformado, se había excitado en un sermón en la capilla de un marino, y gritado que el arcángel Miguel tiraría al dragón al calabozo, y le daría una probada del final de la soga, ¡malditos sean sus ojos!
Nos quedamos en ese estado horrendo la mejor parte del año cuando, poniéndose impaciente, la tripulación me diputó para buscar al capitán y ver si no se podía hacer algo sobre eso. Lo encontré en una remota esquina con telaraña del entrepuente, con un libro en la mano. A un costado de él, las cuerdas recién cortadas, había tres fardos de Ouida, en el otro una montaña de la señorita M.E. Braddon se elevaba por encima de su cabeza. Había terminado Ouida y estaba abordando a la señorita Braddon. Estaba bastante cambiado.
-Capitán Abersouth -dije, andando de puntillas, para saltarme las laderas inferiores de la sta. Braddon-, ¿va a ser lo suficiente bueno para decirme, cuánto tiempo va a seguir esta cosa?
-No puedo decir que yo esté seguro -replicó sin apartar los ojos de la página-. Ellos, probablemente, la van a componer hacia la mitad del libro. Mientras tanto, el viejo Pondronummus va a enredar su aparejo, y a sacarle los papeles a Looney Haven, y el joven Monshure de Boojower va a venir por un millón. Entonces, si la orgullosa y justa Angelica no bolinea, y viene a su estela después de envenenar a ese abogado de mar, Thundermuzzle, yo no sé nada de las profundidades y bajíos del corazón humano.
Yo no podía tener una visión tan esperanzada de la situación, y fui a la cubierta sintiéndome muy desanimado. Tan pronto había sacado mi cabeza afuera, ¡observé que el barco se estaba moviendo a una alta tasa de velocidad!
Teníamos a bordo un ternero y un holandés. El ternero estaba encadenado por el cuello al mástil mayor, pero al holandés se le concedía una buena porción de libertad, siendo encerrado por la noche solamente. Había mala sangre entre los dos, una disputa de larga data, que tenía su origen en el apetito del holandés por la leche y el sentido de dignidad personal del ternero, la causa particular de la ofensa sería tedioso de relatar. Tomando ventaja sobre la siesta vespertina de su enemigo, el holandés ahora se las había arreglado para arrimarse a él, y había salido por el bauprés para pescar. Cuando el animal se despertó y vio a la otra criatura gozando de él mismo, se sentó a horcajadas sobre la cadena, apuntó con los cuernos, puso las patas traseras contra el mástil y se situó en curso hacia el ofensor. La cadena era fuerte, el mástil firme y el barco, como dice Byron, “andaba por el agua como una cosa en curso”.
Después de eso mantuvimos al holandés justo donde estaba, noche y día, el viejo Camel logrando una mejor velocidad, de la que jamás había logrado con el ventarrón más favorable. Sostuvimos hacia el sur.
Habíamos estado ya largo tiempo sin suficiente comida, en particular carne. No podíamos prescindir del ternero ni del holandés; y el carpintero del barco, esa tradicional primera ayuda al famélico, era una mera bolsa de huesos. Los peces no picaban ni eran picados. La mayoría del aparejo corrido del barco había sido utilizado en la sopa de macarrones; toda la obra de cuero, nuestros zapatos incluidos, había sido devorada en omelettes; con la estopa y el alquitrán habíamos hecho una ensalada justo soportable. Después de una breve carrera experimental como tripa, las velas habían partido de esta vida para siempre. Sólo quedaban dos cursos de los que escoger, podíamos comernos el uno al otro, como era la etiqueta del mar, o compartir las novelas del capitán Abersouth. ¡Una alternativa espantosa!, pero una elección. Y era raro, pienso yo, que a unos marineros hambrientos se les ofreciera una carga de barco, de los mejores autores populares ya asados por los críticos.
Nos comimos la ficción. Las obras que el capitán había arrojado a un costado duraron seis meses, pues la mayoría de éstas eran de autores mejor vendidos y estaban bien duras. Después que éstas se habían ido -por supuesto, algunas tuvieron que ser dadas al ternero y al holandés-, nos paramos junto al capitán tomando los otros libros de sus manos, mientras él los terminaba. A veces, cuando estábamos al parecer en nuestro último aliento, él se saltaba toda una página de moralización o un poco de descripción; y siempre, tan pronto como preveía con claridad el dénoûement -lo que hacía generalmente por la mitad del segundo volumen- la obra era entregada a nosotros sin una palabra de queja.
El efecto de esa dieta era no ingrato pero notable. Físicamente nos sostenía, mentalmente nos exaltaba, moralmente nos hacía sólo un poco peor de lo que éramos. Hablábamos como ningunos seres humanos jamás hablaron antes. Nuestro ingenio era pulido pero sin punto. Como en una escena de combate con espadón, cada corte tenía su esquive, así que en nuestra conversación cada comentario sugería la réplica, y eso necesitaba de cierta respuesta. Una vez interrumpida la secuencia, todo era nadería; cuando el hilo se rompía se veía que las cuentas eran céreas y huecas.
Nos hacíamos el amor el uno al otro, y complotábamos de modo misterioso en la más profunda oscuridad de la bodega. Cada serie de conspiradores tenía su propio escucha en la escotilla. Éstos, al inclinarse demasiado por encima, chocaban con las cabezas y peleaban. Ocasionalmente, había una confusión entre ellos: dos o más afirmaban su derecho a oír el mismo complot. Yo recuerdo que a un tiempo el cocinero, el carpintero, el segundo asistente de cirujano y un marino capaz contendieron con espeques por el honor de traicionar mi confianza. Una vez había tres asesinos con máscaras de la segunda vigilia, curvados al mismo instante sobre la forma durmiente de un mozo de cabina, a quien se había oído murmurar la semana anterior que tenía “¡oro, oro!”; la acumulación de ochenta -sí, ochenta- años de piratería en alta mar, mientras estaba de M.P. para el distrito de Zaccheus-cum-Down, y asistía a la iglesia de modo regular. Yo vi al capitán de la cofa de trinquete rodeado de pretendientes a su mano, mientras él mismo estaba tocando el borde de una caja de embalaje, y cantando una amorosa cantinela a una afeitada dama-amada en un espejo.
Nuestra dicción consistía, en casi partes iguales, de alusiones clásicas, citas de establo, sonrisas de espetera, jerga de clubes y el slang técnico de la heráldica. Nos jactábamos mucho de los ancestros, y admirábamos la blancura de nuestras manos, cada vez que la piel era visible a través de un fallo en la grasa y el alquitrán. Junto al amor, el reino vegetal, el asesinato, el incendio, el adulterio y el ritual, hablábamos más de arte. El mascarón de proa de madera del Camel, que representaba a un negro de Guinea detectando un mal olor, y la pintura monocroma de dos delfines de lomo partido en la popa, adquirieron una nueva importancia. El holandés había destruido la nariz de uno dándole patadas a éste, y el otro estaba casi obliterado por las lavazas de la cocina; pero cada uno tenía su peregrinar diario, y cada uno desarrollaba de forma constante ocultas bellezas de diseño y sutiles excelencias de ejecución. En general estábamos bastante alterados, y si el suministro de ficción contemporánea hubiera sido igual a la demanda, el Camel, me temo, no habría sido lo suficiente fuerte para contener a las fuerzas morales y estéticas, disparadas por la maceración de los cerebros de los autores en los jugos gástricos de los marineros.
Habiendo pasado ahora la literatura del barco de su mente a la nuestra, el capitán fue a cubierta por primera vez desde que dejara el puerto. Aún estábamos llevando el mismo curso y, haciendo su primera observación del sol, el capitán descubrió que estábamos a 83° de latitud sur. El calor era insufrible, el aire era como el aliento de un horno dentro de un horno. El mar humeaba como un caldero hirviente, y en el vapor nuestros cuerpos se sancochaban de modo tentador, nuestra última comida se estaba preparando. Combado por el sol, el barco mantenía ambos extremos alto fuera del agua; la cubierta del castillo de proa era un plano inclinado, en el que el ternero laboraba con desventaja, pero el bauprés estaba ahora vertical y la tenencia del holandés era precaria. Un termómetro colgaba contra el mástil mayor, y nosotros nos agrupamos alrededor de éste, mientras el capitán subía para examinar el registro.
-¡Ciento noventa grados fahrenheit! -murmuró con asombro evidente-. ¡Es imposible! Volviéndose en redondo agudamente, nos recorrió con los ojos e inquirió en un tono perentorio-, ¿quién ha estado al comando, mientras yo estaba recorriendo con los ojos este libro?
-Bueno, capitán -repliqué de forma tan respetuosa como sabía-, el cuarto día afuera yo tuve la infelicidad de ser arrastrado a una disputa sobre un juego de cartas, con sus oficiales primero y segundo. En ausencia de esos marinos excelentes, señor, yo pensé que era mi deber asumir el control del barco.
-¿Los mataste, eh?
-Señor, ellos cometieron un suicidio al cuestionar la eficacia de cuatro reyes y un as.
-Bueno tú, burdo, ¿qué tienes que decir en defensa de este clima extraordinario?
-Señor, no es culpa mía. Estamos lejos, muy lejos al sur, y ahora es mediados de julio. El clima es incómodo, lo admito, pero considerando la latitud y la estación, no está, yo protesto, fuera de estación.
-¡La latitud y la estación! -chilló, lívido de rabia-, ¡la latitud y la estación! ¿Por qué tú, traste aparejado, fondo plano, lugre de pradera no sabes algo mejor que eso? ¿No te dijo jamás tu pequeño hermano menor, que las latitudes sureñas son más frías que las norteñas, y que julio es mediados de invierno aquí? ¡Ve abajo tú, hijo de pinche, o te voy a romper los huesos!
-¡Oh, muy bien! -repliqué-, yo no me voy a quedar en la cubierta y escuchar un lenguaje tan bajo como ese, le advierto. Hágalo a su manera.
Apenas las palabras habían dejado mis labios, cuando un viento frío penetrante hizo que yo lanzara mis ojos al termómetro. En el nuevo régimen de ciencia el mercurio estaba descendiendo con rapidez, pero en un momento el instrumento fue oscurecido por una caída de nieve cegadora. Elevados témpanos se alzaban desde el agua a cada costado, colgando sus masas dentadas cientos de pies por encima del tope del mástil, y encerrándonos por completo. El barco se torcía y retorcía, sus cubiertas se abultaron hacia arriba, y cada madero crujió y se quebró como el disparo de una pistola. El Camel se congeló con rapidez. El tirón de su parada súbita rompió la cadena del ternero, y envió a ambos el animal y el holandés por encima de la proa, a cumplir su guerra en el hielo.
Abriendo mi camino a codazos para ir abajo, como había amenazado, vi a la tripulación tumbada en la cubierta a cada mano, como bolos. Estaban congelados tiesos. Pasando al capitán, le pregunté con escarnio cómo le gustaba el clima bajo el nuevo régimen. Él replicó con una mirada vacante. El frío le había penetrado hasta el cerebro, y afectado la mente. Murmuró:
-En este sitio delicioso, feliz en la estimación del mundo, y rodeado de todo lo que hace la existencia querida, ellos pasaron el resto de sus vidas. El fin.
Su mandíbula cayó. El capitán del Camel estaba muerto.

Título original: A Nautical Novelty, publicado por primera vez en Tom Hood's Comic Annual, 1875, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Geoff Hunt, HMS Bellona on blockade duty off Brest, XXI.

martes, 19 de julio de 2011

La ciudad del irse lejos


Yo nací de unos padres pobres por honestos, y hasta que tuve veintitrés años de edad, nunca supe las posibilidades de felicidad que latían en las monedas de otra persona. Por ese tiempo la providencia me lanzó a un dormir profundo, y me reveló en un sueño la locura de laborar. "Contempla -dijo la visión del santo ermitaño-, la pobreza y el escualor de tu lote, y escucha las enseñanzas de la naturaleza. Tú te levantas en la mañana de tu jergón de paja, y vas a tu labor diaria en los campos. Las flores asienten con sus cabezas en salutación amistosa a tu paso. La alondra te recibe con un estallido de canto. El sol temprano derrama sus rayos temperados sobre ti, y de la hierba con rocío inhalas una atmósfera fresca y grata a tus pulmones. Toda la naturaleza parece saludarte, con el júbilo de un sirviente generoso que da la bienvenida a un amo fiel. Tú estás en armonía con su humor gentil y tu alma canta dentro de ti. Tú empiezas tu tarea diaria con el arado, esperando que el mediodía cumplirá la promesa de la mañana, madurando los encantos del paisaje y confirmando su bendición sobre tu espíritu. Tú sigues el arado hasta que la fatiga invoca el reposo y, sentándote en la tierra al final de tu surco, esperas disfrutar a plenitud las delicias, de lo que apenas has probado.
¡Alas!, el sol se ha elevado a un cielo bronceado, y sus rayos se han convertido en un torrente. Las flores han cerrado sus pétalos, confinando su perfume y negando sus colores al ojo. La frescura no exhala más de la hierba: el rocío se ha desvanecido, y la seca superficie de los campos repite el feroz calor del cielo. Los pájaros del cielo no te saludan más con una melodía, pero el arrendajo te reprende con aspereza desde el linde del boscaje. ¡Hombre infeliz!, todas las gentiles y curativas ministraciones de la naturaleza te son negadas, en castigo a tu pecado. Tú has violado el primer mandamiento del Decálogo natural: ¡tú has laborado!”
Al despertar de mi dormir recogí mis pocas pertenencias, solté un adieu a mis padres errados y partí de esa tierra, deteniéndome en la tumba de mi abuelo, quien había sido sacerdote, para hacer el juramento de que nunca más, ayudándome el cielo, ganaría yo un penique honesto.
Cuánto tiempo viajé no lo sé, pero llegué por último a una gran ciudad junto al mar, donde me establecí como médico. El nombre de ese lugar no lo recuerdo ahora, pues tales fueron mi actividad y renombre en mi nueva profesión, que los concejales, movidos por la presión de la opinión pública, lo alteraron, y desde entonces el lugar fue conocido como la Ciudad del irse lejos. No es necesario decir que yo no tenía conocimiento de medicina pero, tras asegurar el servicio de un eminente falsificador, obtuve un diploma que pretendía haber sido otorgado por la Real curandería del empirismo charlatán de los gafes, que enmarcado en siemprevivas, y suspendido con un poco de crêpe de un sauce enfrente de mi oficina, atrajo a los enfermos en gran número. En conexión con mi dispensario, conduje uno de los más grandes establecimientos empresariales jamás conocido, y tan pronto como mis medios lo permitieron, adquirí un amplio tracto de tierra y lo hice un cementerio. Yo poseía asimismo algunas obras de mármol muy provechosas, a un lado del portón del cementerio, y en el otro un extenso jardín de flores. Mi emporio doliente estaba patrocinado por la belleza, la moda y la tristeza de la ciudad. En resumen, estaba en una muy próspera forma de negocio, y al año fui capaz de enviar por mis padres, y de establecer a mi viejo padre de un modo muy confortable, como recibidor de bienes robados; un acto que, lo confieso, se salvó del reproche de la gratitud filial sólo, por mi exacción de todos los provechos.
Pero las vicisitudes de la fortuna son evitables sólo, con la práctica de la más severa indigencia: la previsión humana no puede proveer, contra la envidia de los dioses y las incansables maquinaciones del destino. El círculo ampliado de la prosperidad se hace débil mientras se expande, hasta que las fuerzas antagónicas que éste ha empujado atrás, se hacen poderosas por compresión para resistir y finalmente arrollar. Tan grande se hizo el renombre de mi habilidad en la medicina, que los pacientes me eran llevados de todas las cuatro partes del globo. Inválidos gravosos, cuya tardanza en morir era un pesar perpetuo para sus amigos; testadores acaudalados, cuyos legatarios estaban deseosos de venir por sus propios; niños superfluos de padres penitentes y padres dependientes de niños frugales; esposas de maridos con la ambición de volver a casarse, y maridos de esposas sin parada en las cortes de divorcio; éstas, y todas las clases concebibles de la población sobrante, eran conducidas a mi dispensario en la Ciudad del irse lejos. Venían en multitudes incalculables.
Los agentes de gobierno me traían caravanas de huérfanos, páuperos, lunáticos y a todo quien se había convertido en una carga pública. Mi habilidad en curar la orfandad y el pauperismo fue reconocida, en particular, por el parlamento agradecido.
Naturalmente, todo esto promovía la prosperidad pública, pues aunque yo obtenía la mayor parte del dinero que los extraños gastaban en la ciudad, el resto iba a los canales del comercio, y yo mismo era un liberal inversor, comprador y empleador, y un patrón de las artes y las ciencias. La Ciudad del irse lejos creció tan rápido, que en unos pocos años había encerrado mi cementerio, a despecho de su propio crecimiento constante. En ese hecho estaba el león que me rentaba.
Los concejales declararon mi cementerio un mal público y decidieron quitármelo, remover los cuerpos a otro lugar y hacer un parque de éste. Me iban a pagar por éste, y yo podía sobornar a los tasadores fácilmente para fijar un precio alto, pero por una razón que iba a aparecer la decisión me dio un pequeño júbilo. Fue en vano que protesté contra el sacrilegio de disturbar a los santos muertos, aunque era una apelación poderosa, pues en esa tierra los muertos eran tenidos en veneración religiosa. Los templos eran construídos en su honor y un separado sacerdocio mantenido a expensas del público, cuyo único deber era la realización de unos servicios memoriales de la clase más solemne y conmovedora. Por cuatro días al año había un festival del bien, como era llamado, cuando toda la gente dejaba a un lado su trabajo o negocio y, encabezada por los sacerdotes, marchaba en procesión por los cementerios, adornando las tumbas y rezando en los templos. Por mala que la vida de un hombre pudiera ser, se creía que cuando moría entraba en un estado de felicidad eterna e indecible. El expresar una duda de eso era una ofensa punible con la muerte. El negarle el entierro a los muertos o el exhumar un cuerpo enterrado, excepto bajo sanción de la ley por una dispensa especial y con una ceremonia solemne, era un crimen que no tenía una penalidad establecida, porque nadie había tenido nunca la audacia de cometerlo.
Todas esas consideraciones estaban a mi favor, pero la gente y sus oficiales cívicos estaban tan seguros, de que mi cementerio era injurioso para la salud pública, que éste fue condenado y tasado, y con terror en mi corazón recibí tres veces su valor y empecé a arreglar mis affairs a toda velocidad.
Una semana más tarde fue el día señalado, para la formal inauguración de la ceremonia de remoción de los cuerpos. El día estaba bonito, y la entera población de la ciudad y la comarca del entorno estaba presente en los imponentes ritos religiosos. Éstos fueron dirigidos por el mortuorio sacerdocio con todos los canónicos. Hubo un sacrificio propiciatorio en los templos del uno, seguido por un desfile procesional de gran esplendor, que terminó en el cementerio. El gran alcalde con su toga de Estado lideraba la procesión. Estaba armado con una pala dorada y seguido por un centenar de varones y hembras cantores, todos vestidos de blanco y cantando el himno del irse lejos. Detrás de éstos iba el sacerdocio menor de los templos, todas las autoridades cívicas, ataviadas con sus ropajes oficiales, cada uno llevando un cerdo vivo como ofrenda a los dioses de los muertos. De las muchas divisiones de la línea, la última estaba formada por un populacho con las cabezas descubiertas, que se cernía polvo en los cabellos en señal de humildad. Enfrente de la capilla mortuoria en medio de la necrópolis, estaba parado el sumo sacerdote con unas vestiduras preciosas, apoyado a cada mano por una línea de obispos y otros altos dignatarios de su prelacía, todos fruncidos con una extrema austeridad. Mientras el gran alcalde se detenía en la audiencia, el clero menor, las autoridades cívicas, el coro y el populacho cerraron y cercaron el sitio. El gran alcalde, poniendo su pala dorada a los pies del sumo sacerdote, se arrodilló en silencio.
-¿Por qué vienes aquí, presuntuoso mortal? -dijo el sumo sacerdote en tonos claros, deliberados-. ¿Es tu propósito sacrílego, con ese implemento, descubrir los misterios de la muerte y violar el reposo del bien?
El gran alcalde, aún de rodillas, sacó de su toga un documento con sellos portentosos: -Contempla, oh inefable; tu siervo, teniendo una orden de su pueblo, entrega en tus santas manos la custodia del bien, con el fin y el propósito de que éste yazga en la tierra más justa, debidamente preparada por consagración en contra de su venida.
Con eso colocó en las manos sacerdotales la orden del Consejo de concejales, que había decretado la remoción. Tocando meramente el pergamino, el sumo sacerdote lo pasó al Cabeza de la necrópolis a su lado, y elevando las manos relajó la severidad de su semblante, y exclamó: -Los dioses cumplen.
Abajo por la línea de los prelados a cada lado, sus gestos, miradas y palabras fueron repetidos de modo sucesivo. El gran alcalde se puso de pie, el coro empezó un cántico solemne y, oportunamente, un coche fúnebre tirado por diez caballos blancos con penachos negros, rodó adentro por el portón y se abrió camino a través de la multitud partida, hacia la tumba selecta para la ocasión, la de un alto oficial a quien yo había tratado por incumbencia crónica. El gran alcalde tocó la tumba con su pala dorada (que luego presentó al sumo sacerdote), y dos excavadores forzudos, con unas de hierro, se pusieron a trabajar con vigor.
En ese momento se observó que yo dejaba el cementerio y la comarca; por el reporte del resto de los procesos estoy endeudado con mi santo padre, quien me lo relató en una carta, escrita en la cárcel la noche antes de que tuviera el irreparable infortunio, de poner el rizo fuera de la soga.
Mientras los obreros procedían con su excavación, cuatro obispos se situaron en las esquinas de la tumba y, en el profundo silencio de la multitud, violado sólo por el áspero, crujiente sonido de las palas, repitieron de forma continua, una tras otra, las solemnes invocaciones y responsos del ritual del disturbado, implorando al hermano bendito el perdonar. Pero el hermano bendito no estaba allí. Dos toesas llenas zaparon por él en vano, luego lo dejaron. Los sacerdotes estaban visiblemente desconcertados, el populacho estaba horrorizado, pues esa tumba de modo indudable estaba vacante.
Después de una breve consulta con el sumo sacerdote, el gran alcalde le ordenó a los obreros abrir otra tumba. El ritual se omitió esta vez hasta que el ataúd fuera descubierto. No había un ataúd, ni un cuerpo.
El cementerio era ahora una escena de la más salvaje confusión y desánimo. La gente gritaba y corría aquí y allá, gesticulaba, clamaba, todos hablaban a la vez, nadie escuchaba. Algunos corrían por palas, paletas, azadas, palos, cualquier cosa. Algunos traían azuelas de carpintero, incluso cinceles de las obras marmóreas, y con esos utensilios inadecuados se ponían a trabajar en las primeras tumbas a que llegaban. Otros caían sobre los montículos con las manos desnudas, arañando la tierra con tal ansiedad como perros cavando en busca de marmotas. Antes del anochecer, la superficie de la mayor parte del cementerio había sido volteada; cada tumba había sido explorada hasta el fondo, y miles de hombres estaban desgarrando los espacios intermedios, con un frenesí tan furioso como la extenuación se lo permitiera. Cuando vino la noche las antorchas fueron prendidas, y bajo su resplandor siniestro esos mortales frenéticos, que parecían como una legión de demonios que realizaran algún rito sacrílego, prosiguieron con su trabajo decepcionante hasta que hubieron devastado el área entera. Pero no hallaron ningún cuerpo, ni incluso un ataúd.
La explicación es excesivamente simple. Una parte importante de mis ingresos se había derivado de la venta de cadavres a los colegios médicos, que nunca antes habían sido tan bien abastecidos, y que, en adicional reconocimiento de mis servicios a la ciencia, todos me habían otorgado diplomas, títulos y becas sin número. Pero su demanda de cadavres era desigual a mi abastecer: ni incluso con las más pródigas extravagancias, podían consumir una mitad de los productos de mi habilidad como médico. En cuanto al resto, yo había poseído y operado la jabonera más extensa y equipada por completo de toda la comarca. La excelencia de mi "Toilet Homoline" fue atestiguada por los certificados de veintenas de los más santos teólogos, y yo tenía uno en autógrafo de Badelina Fatti, la más famosa soprano viva.

Título original: The Gone Away: A Tale of Medical Science and Commercial Thrift, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, diciembre de 1888, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Grand Wood, American Gothic, 1930.

lunes, 18 de julio de 2011

El niño andariego


Si ustedes hubieran visto al pequeño Jo parado en la esquina de una calle en la lluvia, apenas lo habrían admirado. Era al parecer una ordinaria tormenta lluviosa de otoño, pero el agua que caía sobre Jo (quien era apenas lo suficiente viejo para ser justo o injusto, y así acaso no caía bajo la ley de la distribución imparcial), parecía tener cierta propiedad peculiar en sí misma: uno habría dicho que era oscura y adhesiva, pegajosa. Pero eso apenas podía ser así incluso en Blackburg, donde ocurrían cosas que, ciertamente, estaban en una buena porción fuera de lo común.
Por ejemplo, diez o doce años antes había caído una lluvia de ranas menudas, como fue atestiguado creíblemente por una crónica contemporánea, concluyendo el registro con una declaración un tanto oscura, al efecto de que el cronista lo consideraba un creciente buen tiempo para los franceses.
Algunos años más tarde Blackburg tuvo una caída de nieve carmesí, hacía frío en Blackburg cuando estaba en invierno, y las nieves eran frecuentes y profundas. No podía haber duda de eso: la nieve en esa instancia fue del color de la sangre, y se derretía en un agua del mismo tono, si era agua y no sangre. El fenómeno había atraído una amplia atención, y la ciencia tenía tantas explicaciones, como había científicos que no supieran nada de eso. Pero los hombres de Blackburg, hombres que por muchos años habían vivido justo allí, donde la nieve rojiza cayó, y se podía suponer que supieran una buena porción sobre el asunto, sacudieron sus cabezas y dijeron que algo podía salir de eso.
Y algo salió, pues el verano siguiente se hizo memorable por la prevalencia de una enfermedad misteriosa -epidémica, endémica o el Señor sabía qué, aunque los médicos no-, que se llevó a una buena mitad de la población. La mayoría de la otra mitad se llevó a sí misma lejos, y fue lenta en retornar pero finalmente volvió, y ahora se estaba aumentando y multiplicando como antes, aunque Blackburg no había sido desde entonces el mismo por completo.
De muy otra suerte, aunque igualmente “fuera de lo común”, fue el incidente del fantasma de Hetty Parlow. El nombre de soltera de Hetty Parlow había sido Brownon, y en Blackburg eso significaba más de lo que uno podía pensar.
Los Brownon habían sido desde tiempo inmemorial -desde lo más temprano de los viejos días coloniales- la familia líder del pueblo. Era la más rica y era la mejor, y Blackburg habría derramado la última gota de su sangre plebeya, en defensa de la justa fama de los Brownon. Como jamás se había conocido, que unos miembros de la familia vivieran lejos de Blackburg de forma permanente, aunque la mayoría se había educado en otra parte y casi todos habían viajado, había allí un buen número de ellos. Los hombres mantenían la mayoría de las oficinas públicas, y las mujeres eran las primeras en todos los buenos trabajos. De éstas últimas, Hetty era la más querida por razón de la dulzura de su disposición, la pureza de su carácter y su singular belleza personal. Se casó en Boston con un pícaro llamado Parlow, y como una buena Brownon lo llevó a Blackburg en seguida, e hizo de él un hombre y el concejal del pueblo. Tuvieron un niño al que llamaron Joseph y quisieron con ternura, como era entonces la moda entre los padres de toda esa región. Luego ellos murieron del misterioso trastorno ya mencionado, y a la edad de sólo un año Joseph se quedó como un huérfano.
Por infortunio para Joseph, la enfermedad que había segado a sus padres no se detuvo ahí, sino que continuó y extirpó a casi todo el contingente Brownon y a sus aliados en matrimonio, y los que huyeron no retornaron. La tradición se rompió, los bienes de los Brownon pasaron a manos extrañas, y los únicos Brownon que quedaron en el lugar estaban bajo tierra, en el cementerio de la Colina del roble donde, en efecto, había una colonia de ellos lo suficiente poderosa para resistir la invasión de las tribus circundantes, y mantener la mejor parte de los terrenos. Pero sobre el fantasma:
Una noche, unos tres años después de la muerte de Hetty Parlow, un número de jóvenes de Blackburg estaba pasando en una carreta, por el cementerio de la Colina del roble; si ustedes han estado allí van a recordar, que el camino a Greenton corre al costado de éste por el sur. Éstos habían estado asistiendo al festival del día de mayo en Greenton, y eso sirve para fijar la fecha. Todos juntos podían haber sido una docena y eran una partida jovial, considerando el legado de tristeza dejado por las recientes experiencias sombrías del pueblo. Mientras pasaban por el cementerio, el hombre que conducía refrenó su pareja de súbito, con una exclamación de sorpresa. Fue lo suficiente sorpresivo, sin dudas, pues justo adelante y casi al borde del camino, aunque dentro del cementerio, estaba parado el fantasma de Hetty Parlow. No podía haber duda de eso, pues ella había sido conocida en persona por cada joven y doncella de la partida. Eso estableció la identidad de la cosa, su carácter de fantasma fue expresado por todos los signos de costumbre: el sudario, el cabello largo, desatado, la “mirada lejana”, todo. La inquietante aparición estaba tendiendo sus brazos hacia el oeste, como en súplica a la estrella del atardecer que, ciertamente, era un objeto seductor, aunque obviamente fuera de alcance. Mientras todos estaban sentados en silencio (como va la historia), cada miembro de esa partida de juerguistas -habían juergueado sólo con café y limonada- oyó con distinción que el fantasma gritaba el nombre “¡Joey, Joey!” Un momento más tarde no había nada allí. Por supuesto, uno no tiene que creer todo esto.
Ahora, en ese momento, como se averiguó después, Joey estaba vagando por una maleza de salvia, en el lado opuesto del continente, cerca de Winnemucca, en el Estado de Nevada. Había sido llevado a ese pueblo por ciertas buenas personas, parientes lejanos de su padre muerto, y adoptado por ellos y cuidado con ternura. Pero ese atardecer el pobre niño se había apartado del hogar y estaba perdido en el desierto.
Su historia posterior está envuelta en la oscuridad, y tiene lagunas que sólo pueden ser llenadas con conjeturas. Se conoce que fue hallado por una familia de indios piute, que retuvo al pequeño miserable consigo por un tiempo, y luego lo vendió; realmente, lo vendió por dinero a una mujer en uno de los trenes con destino al este, en una estación muy lejos de Winnemucca. La mujer declaró haber hecho todo tipo de indagaciones, pero que todo fue en vano: así, siendo sin hijos y viuda, lo adoptó ella misma. En este punto de su carrera, Jo parecía ser llevado muy lejos de la condición de orfandad; la interposición de una multitud de padres, entre sí mismo y ese estado lastimero, le prometía una larga inmunidad a sus desventajas.
La sra. Darnell, su madre más nueva, vivía en Cleveland, Ohio. Pero su hijo adoptivo no permaneció largo tiempo con ella. Fue visto una tarde por un policía, nuevo en esa ronda, alejándose con titubeo de su casa, de modo deliberado, y al ser preguntado respondió que estaba “yendo a su hogar”. Debió haber viajado en tren de alguna forma, pues tres días más tarde estaba en el pueblo de Whiteville que, como ustedes saben, está muy lejos de Blackburg. Su ropa estaba en una condición bastante buena, pero él estaba pecadoramente sucio. Incapaz de dar alguna cuenta de sí mismo, fue arrestado como vagabundo y sentenciado a ser encarcelado en el Hogar de refugio de infantes, donde fue lavado.
Jo corrió lejos del Hogar de refugio de infantes en Whiteville; simplemente, tomó hacia el bosque un día, y el Hogar no supo de él más nunca.
Lo hallamos seguido, o más bien volvemos a él, parado olvidado en la fría lluvia de otoño, en la esquina de una calle suburbana en Blackburg; y parece correcto explicar ahora, que las gotas de lluvia que caían sobre él allí no eran, realmente, oscuras y gomosas, éstas sólo caían para hacer su rostro y manos menos eso. Jo estaba, en efecto, temible y maravillosamente maculado, como por la mano de un artista. Y el olvidado, pequeño andariego no tenía zapatos, sus pies estaban descalzos, rojizos e hinchados, y cuando caminaba cojeaba de ambas piernas. En cuanto a la ropa, ah, ustedes apenas habrían tenido la habilidad de nombrar una única prenda de las que llevaba, o de decir por cuál magia la retenía sobre sí. De que tenía frío por todo y a través de todo, no se admitía una duda, él mismo lo sabía. Cualquiera hubiera tenido frío allí ese atardecer, pero por esa razón no había nadie más allí. ¿Cómo Jo llegó a estar allí él mismo?, por su pequeña vida vacilante no podía haberlo dicho, incluso si estando dotado con un vocabulario que excediera las cien palabras. Por la manera en que miraba a su alrededor, uno podía haber visto que no tenía la más tenue noción de dónde (ni por qué) estaba.
Aunque no era un tonto por completo para su día y generación, teniendo frío y hambre, y aún capaz de caminar un poco doblando mucho las rodillas, en efecto, y poniendo primero los dedos de los pies, decidió entrar a una de las casas que flanqueaban la calle a largos intervalos, y parecía tan brillante y cálida. Pero cuando intentó llevar a cabo esa muy sensible decisión, un perro fornido vino ladrando y le disputó su derecho. Indeciblemente asustado y creyendo sin dudas (con alguna razón también), que lo bruto por fuera significaba brutalidad por dentro, cojeó lejos de todas las casas, y con unos campos grises, mojados a su derecha, y unos campos grises, mojados a su izquierda, con la lluvia cegándolo a medias y la noche viniendo con niebla y oscuridad, mantuvo su ruta a lo largo del camino que llevaba a Greenton. Es decir, el camino llevaba a Greenton a esos, que tenían éxito al pasar por el cementerio de la Colina del roble. Un número considerable cada año no lo tenía.
Jo no lo tuvo.
Lo hallaron allí a la mañana siguiente, muy mojado, muy frío, pero no más hambriento. Había entrado al parecer por el portón del cementerio, esperando, acaso, que éste lo llevara a una casa donde no hubiera un perro, e ido tropezando por alrededor en la oscuridad, cayendo sobre muchas tumbas sin dudas, hasta que se había cansado de todo eso y rendido. El pequeño cuerpo yacía de un costado, con una mejilla manchada sobre una mano manchada, la otra mano metida entre los harapos para hacerla calentar, la otra mejilla lavada, limpia y blanca por último, como por el beso de uno de los grandes ángeles de Dios. Se observó -aunque nada se pensó de eso en ese tiempo, estando el cuerpo aún no identificado-, que el pequeño muchacho estaba yaciente sobre la tumba de Hetty Parlow. La tumba, sin embargo, no se había abierto para recibirlo. Esa es una circunstancia que, sin una real irreverencia, uno podía desear que hubiera sido ordenada de otro modo.

Título original: A Baby Tramp, publicado por primera vez en The Wave, agosto de 1891, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Charles Chaplin, El chico, XX.

miércoles, 13 de julio de 2011

Un naufragio psicológico


En el verano de 1874 estaba en Liverpool, a donde había ido de negocio por la casa mercantil de Bronson & Jarrett, en Nueva York. Yo soy William Jarrett, mi socio era Zenas Bronson. La firma fracasó el año pasado, e incapaz de soportar la caída de la opulencia a la pobreza, él murió.
Habiendo terminado mi negocio, y sintiendo una lasitud y extenuación incidente en su despacho, sentí que un prolongado viaje por mar sería ambos agradable y benéfico; así que, en lugar de embarcar para mi retorno en uno de los muchos finos vapores de pasajeros, reservé para Nueva York en el zarpante bajel Morrow, en el que había expedido una grande y valiosa factura de los bienes que había comprado. El Morrow era un barco inglés con, por supuesto, sólo un pequeño alojamiento para los pasajeros, de quienes estaban allí sólo yo, una mujer joven y su sirviente, quien era una negra de mediana edad. Yo pensé era singular que una viajante muchacha inglesa debiera estar tan atendida, pero ella me explicó después que la mujer había sido dejada con su familia, por un hombre y su esposa de Carolina del Sur, quienes ambos habían muerto el mismo día, en la casa del padre de la dama joven en Devonshire; una circunstancia en sí misma lo suficiente poco común, para quedarse con bastante distinción en mi memoria, incluso si no hubiera después translucido en la conversación con la dama joven, que el nombre del hombre era William Jarrett, el mismo que el mío. Yo sabía que una rama de mi familia se había asentado en Carolina del Sur, pero de ellos y su historia era ignorante.
El Morrow zarpó de la boca del Mersey el 15 de junio, y por varias semanas tuvimos brisas limpias y un cielo no nuboso. El patrón, un marinero admirable pero nada más, nos favoreció con muy poco de su sociedad, excepto en su mesa; y la joven, la señorita Janette Harford, y yo nos hicimos muy buenos conocidos. Nosotros estábamos, en verdad, casi siempre juntos y, siendo de un giro de mente introspectivo, yo a menudo me esforzaba para analizar y definir la sensación novelesca que ella me inspiraba: una atracción secreta, sutil pero poderosa que me impelía a buscarla de forma constante, aunque era un intento sin remedio. Sólo podía estar seguro de que, al menos, no era amor. Habiéndome asegurado yo mismo de eso, y teniendo la certeza de que ella era muy de todo corazón, me aventuré un atardecer (recuerdo que fue el 3 de julio), mientras estábamos sentados en la cubierta, a preguntarle de modo risueño, si ella podía asistirme en resolver mi duda psicológica.
Por un momento se quedó en silencio, con el rostro desviado, y yo empecé a temer que había sido rudo y no delicado en extremo; entonces ella fijó sus ojos en los míos con gravedad. En un instante mi mente fue dominada por una fantasía tan extraña, como jamás penetró la conciencia humana. Parecía como si me estuviera mirando no con, sino a través de sus ojos -desde una distancia inmensurable detrás de éstos-, y que un número de otras personas, hombres, mujeres y niños, en cuyos rostros yo captaba unas expresiones evanescentes, extrañamente familiares se agrupaban a su alrededor, luchando con una gentil ansiedad para mirarme a través de los mismos orbes. El barco, el océano, el cielo, todo se había desvanecido. Yo no era consciente de nada, salvo de las figuras de esa escena extraordinaria y fantástica. Entonces, vuelto oscuridad a la vez, todo cayó sobre mí, y luego desde afuera de eso, como uno que se va acostumbrando por grados a una luz tenue, mis entornos anteriores de la cubierta, el mástil y el cordaje se resolvieron con lentitud. La señorita Harford había cerrado los ojos y estaba recostada en su silla, al parecer dormida, el libro que había estado leyendo abierto en su regazo. Impelido por no puedo decir seguro qué motivo, eché una mirada a la cima de la página; era una copia de esa obra rara y curiosa, Las meditaciones de Denneker, y el dedo índice de la dama descansaba en este pasaje:
“A varios les es dado ser arrastrados, y ser apartados del cuerpo por una temporada; pues, como arroyuelos convergentes que fluyen a través el uno del otro, el débil es llevado de largo por el fuerte; así se tiene la certeza de parientes cuyas sendas se interceptan, sus almas llevan compañía, mientras sus cuerpos van por caminos antes señalados, no sabiendo.”
La señorita Harford se despertó temblando, el sol se había hundido bajo el horizonte, pero no hacía frío. No había ni un soplo de viento, no había nubes en el cielo, aún ni una estrella era visible. Un pataleo apurado resonó en la cubierta, el capitán, llamado desde abajo, se unió al primer oficial, quien se quedó mirando el barómetro. -¡Dios, Dios! -lo oí exclamar.
Una hora más tarde la forma de Janette Harford, invisible entre la oscuridad y la espuma, era arrancada de mi agarre por el cruel vórtice del barco al hundirse, y yo me desmayaba sobre el cordaje del mástil flotante al que me había amarrado.
Fue por la luz de una lámpara que me desperté. Yo yacía en una litera, en medio del entorno familiar del camarote de un vapor. En el diván opuesto estaba sentado un hombre, medio desvestido para la cama, leyendo un libro. Reconocí el rostro de mi amigo Gordon Doyle, a quien había conocido en Liverpool el día de mi embarque, cuando él mismo estaba a punto de zarpar en el vapor City of Prague, al cual me había urgido a que lo acompañara.
Después de algunos momentos dije ya su nombre. Él simplemente dijo: -Bueno-, y volvió una hoja de su libro sin remover los ojos de la página.
-Doyle -repetí-, ¿la salvaron a ella?
Él ahora se dignó a mirarme y sonrió como si estuviera divertido. Evidentemente, me creía sólo medio despierto.
-¿A ella? ¿A quién se refiere?
-A Janette Harford.
Su diversión se volvió asombro, me miró fijamente, sin decir nada.
-Usted me va a decir después de un rato -continué-, yo supongo que me va a decir después de un rato.
Un momento más tarde pregunté: -¿Qué barco es éste?
Doyle me miró de nuevo. -El vapor City of Prague, con destino de Liverpool a Nueva York, tres semanas fuera con un eje roto. Pasajero principal, el sr. Gordon Doyle, ídem lunático, el sr. William Jarrett. Esos dos viajeros distinguidos embarcaron juntos, pero están a punto de separarse, siendo la intención resoluta del anterior tirar por la borda al último.
Me senté derecho como un tornillo. -¿Usted quiere decir, que yo he sido por tres semanas un pasajero de este vapor?
-Sí, bastante cerca, es el 3 de julio.
-¿Yo he estado enfermo?
-Justo como un trébedes todo el tiempo, y puntual en sus comidas.
-¡Dios mío! Doyle, aquí hay algún misterio, tenga la bondad de ser serio. ¿No fui yo rescatado del naufragio del barco Morrow?
Doyle cambió de color y, aproximado a mí, puso sus dedos en mi muñeca. Un momento más tarde: -¿Qué sabe usted de Janette Harford? -preguntó muy calmado.
-Primero dígame ¿qué sabe usted de ella?
El sr. Doyle me miró fijamente por unos momentos, como si estuviera pensando qué hacer, entonces, sentándose de nuevo en el diván, dijo:
-¿Por qué no habría? Yo estoy comprometido para casarme con Janette Harford, a quien conocí hace un año en Londres. Su familia, una de las más acaudaladas de Devonshire, se hizo pedazos con eso, y nosotros nos fugamos; nos estamos fugando más bien, pues el día que usted y yo andábamos a la plataforma de embarque, para ir a bordo de este vapor, ella y su fiel sirvienta, una negra, nos pasaron, yendo en coche al barco Morrow. Ella no había consentido en ir en el mismo bajel conmigo, y se había pensado mejor que tomara un bajel que zarpaba, en orden de evitar la observación y disminuir el riesgo de detección. Yo ahora estoy alarmado, no sea que esa maldita rotura de nuestra maquinaria nos pueda detener tanto, que el Morrow vaya a llegar a Nueva York antes que nosotros, y la pobre muchacha no vaya a saber a dónde ir.
Yo yacía quieto en mi litera, tan quieto que apenas respiraba. Pero el sujeto, evidentemente, no era desagradable a Doyle, y después de una breve pausa reasumió:
-Por cierto, ella es sólo una hija adoptiva de los Harfords. Su madre murió en el lugar de ellos, al ser lanzada de un caballo mientras cazaba, y su padre, loco de dolor, se lo hizo a sí mismo el mismo día. Nadie jamás reclamó a la niña, y después de un tiempo razonable ellos la adoptaron. Ella ha crecido en la creencia de que es su hija.
-Doyle, ¿qué libro está leyendo?
-Oh, se llama Las meditaciones de Denneker. Es un lote de ron, Janette me lo dio, ella por casualidad tenía dos copias. ¿Quiere verlo?
Me tiró el volumen, que se abrió al caer. En una de las páginas expuestas había un pasaje marcado:
“A varios les es dado ser arrastrados, y ser apartados del cuerpo por una temporada; pues, como arroyuelos convergentes que fluyen a través el uno del otro, el débil es llevado de largo por el fuerte; así se tiene la certeza de parientes cuyas sendas se interceptan, sus almas llevan compañía, mientras sus cuerpos van por caminos antes señalados, no sabiendo.”
-Ella tenía, ella tiene, un gusto singular por la lectura -me las arreglé para decir, dominando mi agitación.
-Sí. Y ahora, acaso, usted va a tener la amabilidad de explicar, cómo sabía su nombre y el del barco en que ella zarpó.
-Usted habló de ella en su sueño -dije.
Una semana más tarde fuimos remolcados hacia el puerto de Nueva York. Pero del Morrow nunca más se oyó.

Título original: My Shipwreck, publicado por primera vez en The Argonaut, mayo de 1879, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Franz Hünten, Shipping on the Bosphorus off the Turkish coast, 1869.

martes, 12 de julio de 2011

El hombre afuera de la nariz


En la intersección de dos ciertas calles en esa parte de San Francisco, conocida por el aplicado con bastante holgura nombre de North Beach, hay un lote vacante, que está bastante más nivelado de lo usualmente en el caso de los lotes, vacantes o de otro modo en esa región. Inmediato atrás de éste hacia el sur, sin embargo, el terreno se inclina de forma escarpada hacia arriba, estando el ascenso partido por tres terrazas cortadas en la roca blanda. Es un lugar para las cabras y las personas pobres, varias familias de cada clase habiendo ocupado éste de modo conjunto y amistoso “desde la fundación de la ciudad”. Uno de los humildes habitáculos de la terraza inferior, es notable por su ruda semejanza a un rostro humano, o más bien al simulacro de éste que un muchacho podría recortar en una calabaza ahuecada, con sentido de no ofensa a su raza. Los ojos son dos ventanas circulares, la nariz es una puerta, la boca una abertura causada por la remoción de un tablón debajo. No hay umbrales. Como rostro la casa es demasiado grande, como vivienda demasiado pequeña. La mirada en blanco, sin sentido de sus ojos sin párpados ni cejas es extraña.
A veces un hombre sale de la nariz, se voltea, pasa por el lugar donde la oreja derecha debe estar y, haciendo su camino a través del tropel de niños y cabras, que obstruyen el estrecho sendero entre las puertas de sus vecinos y el borde de la terraza, gana la calle descendiendo por el tramo de una escalera raquítica. Aquí se detiene para consultar su reloj, y el extraño que pasa por casualidad se pregunta, por qué a tal hombre como ese le puede importar qué hora es. Una observación más alargada mostraría, que el tiempo del día es un elemento importante en los movimientos del hombre, pues es precisamente a las dos en punto de la tarde, que él sale afuera 365 veces cada año.
Habiéndose satisfecho a sí mismo por que no ha cometido un equívoco con la hora, él repone el reloj y camina con rapidez hacia el sur, calle arriba dos plazas, se voltea a la derecha y, mientras se aproxima a la esquina siguiente, fija sus ojos en la ventana superior de un edificio de tres pisos, a través del camino. Ésta es una estructura un tanto deslucida, originalmente de ladrillo rojo y ahora grisáceo. Muestra el toque de la edad y el polvo. Construida para una vivienda, es ahora una fábrica. Yo no sé qué se hace ahí, las cosas que se hacen comúnmente en una fábrica, supongo. Sólo sé que a las dos en punto de la tarde cada día, menos el domingo, está llena de actividad y estrépito; las pulsaciones de algún gran ingenio la sacuden, y están los gritos recurrentes de la madera atormentada por la sierra. En la ventana en la que el hombre fija una mirada intensa, expectante nunca aparece nada; el cristal, en verdad, tiene tal capa de polvo, que hace tiempo ha dejado de ser transparente. El hombre lo mira sin pararse; meramente, se mantiene volviendo la cabeza más y más hacia atrás, mientras deja el edificio atrás. Pasando de largo hacia la esquina siguiente, se voltea a la izquierda, va alrededor de la manzana, y viene atrás hasta que alcanza un punto, en diagonal a la calle desde la fábrica, un punto de su curso anterior, que entonces rerastrea, mirando con frecuencia hacia atrás, por encima de su hombro derecho, a la ventana mientras está a la vista. Por muchos años no se ha conocido que él varíe su ruta, ni introduzca una única innovación en su acción. En un cuarto de hora está de nuevo en la boca de su vivienda, y una mujer, que ha estado por algún tiempo parada en la nariz, lo asiste al entrar. Él no es visto más hasta las dos en punto del día siguiente. La mujer es su esposa. Ella se apoya a sí misma y a él, lavando para las gentes pobres entre quienes viven, con modos que destruyen la porcelana y la competencia doméstica.
Este hombre tiene unos cincuenta y siete años de edad, aunque parece bastante más viejo. Su cabello es blanco muerto. No lleva barba, y siempre está recién afeitado. Sus manos están limpias, sus uñas bien cuidadas. En el asunto del vestir, es distintamente superior a su posición, según lo indicado por sus entornos y el negocio de su esposa. Está vestido, en efecto, con mucha pulcritud, si no muy a la moda. Su sombrero de copa tiene una fecha no más temprana, que el año antes del último; y sus botas, pulidas de forma escrupulosa, son inocentes de parches. Me han dicho que el traje que lleva, durante sus excursiones diarias de quince minutos, no es el que lleva en el hogar. Como todo lo demás que tiene, éste es provisto y mantenido en reparación por su esposa, y es renovado tan frecuente como sus medios escasos lo permiten.
Hace treinta años John Hardshaw y su esposa vivían en Rincon Hill, en una de las finas residencias de ese barrio una vez aristocrático. Él una vez había sido médico, pero habiendo heredado una propiedad considerable de su padre, no se preocupó más de las dolencias de sus criaturas-colegas, y encontró tan mucho trabajo, como le importaba en el manejo de sus propios affairs. Ambos él y su esposa eran personas muy cultivadas, y su casa era frecuentada por una menuda serie de tales hombres y mujeres, como unas personas de sus gustos pensaban valía conocer. Tan lejos como éstas conocían, el sr. y la sra. Hardshaw vivían felices juntos; ciertamente, la esposa era devota de su apuesto y cumplido marido, y estaba excesivamente orgullosa de él.
Entre sus conocidos estaban los Barwell -el hombre, la esposa y dos niños menores- de Sacramento. El sr. Barwell era ingeniero civil y de minas, cuyos deberes lo llevaban mucho del hogar, y con frecuencia a San Francisco. En esas ocasiones su esposa comúnmente lo acompañaba, y pasaba mucho de su tiempo en la casa de su amiga, la sra. Hardshaw, siempre con sus dos niños, a quienes la sra. Hardshaw, sin niños ella misma, les tomó cariño. Por desgracia, su marido le tomó cariño igualmente a su madre, una buena porción de cariño. Aún por más desgracia, la atractiva dama era menos sabia que débil.
A eso de las tres de una mañana de otoño, el oficial no.13 de la policía de Sacramento vio a un hombre, dejando de modo furtivo la entrada trasera de la residencia de un caballero, y lo arrestó prontamente. El hombre -quien llevaba un sombrero doblado y un sobretodo lanudo- le ofreció al policía cien, luego quinientos, luego mil dólares por ser soltado. Como tenía menos de la primera suma mencionada en su persona, el oficial trató su propuesta con un desprecio virtuoso. Antes de alcanzar la estación, el prisionero convino en darle un cheque por diez mil dólares, y quedarse aherrojado en los sauces en la orilla del río, hasta que éste fuera pagado. Como eso sólo provocó una nueva irrisión, no dijo nada más, dando meramente un obvio nombre ficticio. Cuando fue registrado en la estación nada de valor fue hallado en él, salvo un retrato en miniatura de la sra. Barwell, la dama de la casa en la que fue atrapado. El estuche estaba engastado con diamantes costosos, y algo en la calidad del lino del hombre envió una punzada de arrepentimiento ineficaz, por el pecho severamente incorruptible del oficial no. 13. No había nada en la ropa del prisionero, ni una persona que lo identificara, y fue inscrito por robo con escalo bajo el nombre que había dado, el honorable nombre de John K. Smith. La K fue una inspiración de la que, sin dudas, se sintió bastante orgulloso.
Mientras tanto la misteriosa desaparición de John Hardshaw, estaba agitando a los chismosos de Rincon Hill en San Francisco, y fue incluso mencionada en uno de los periódicos. No se le ocurrió a la dama, a quien esa revista describió de forma considerada como su “viuda”, buscarlo en la prisión de la ciudad de Sacramento, un pueblo que no se conocía él hubiera jamás visitado. En cuanto a John K. Smith éste fue procesado y, renunciando a la examinación, encerrado para juicio.
Unas dos semanas antes del juicio, la sra. Hardshaw, enterada por accidente de que su marido estaba retenido en Sacramento, bajo un nombre asumido por el cargo de robo con escalo, se apresuró a esa ciudad, sin atreverse a mencionar el asunto a nadie, y se presentó en la prisión, pidiendo una entrevista con su marido, John K. Smith. Demacrada y enferma de ansiedad, llevando una llana manta de viaje que la cubría desde el cuello hasta los pies, y en la que había pasado la noche en el barco de vapor, demasiado ansiosa para dormir, apenas mostraba para qué estaba, pero su manera alegaba por ella más fuertemente, que cualquier cosa escogiera decir, como evidencia de su derecho de admisión. Se le permitió verlo a solas.
Lo que ocurrió durante esa entrevista angustiosa nunca ha translucido, pero los sucesos postreros prueban que Hardshaw había hallado los medios, para someter su voluntad a la suya propia. Ella dejó la prisión como una mujer con el corazón partido, rehusando responder una sola pregunta y, retornado a su hogar desolado, renovó, de una manera a medio-corazón, sus pesquisas sobre su marido perdido. Una semana más tarde ella misma estaba perdida: había “ido de vuelta a los Estados”, nadie sabía nada más que eso.
En el juicio el prisionero se declaró culpable, “por consejo de su abogado”, como su abogado dijo. No obstante, el juez, en cuya mente varias circunstancias inusuales habían creado una duda, insistió en que el fiscal de distrito sentara al oficial no.13 en el estrado, y la deposición de la sra. Barwell, quien estaba demasiado enferma para asistir, fue leída al jurado. Ésta era muy breve: ella no sabía nada del asunto, excepto que la estampa de sí misma era de su propiedad y, pensaba, la había dejado en la mesa del salón, cuando ella se había retirado en la noche del arresto. La había estimado como un presente para su marido, entonces y aún ausente en Europa, de negocio por una compañía minera.
Esta manera del testigo cuando hacía la deposición en su residencia, fue descrita después por el fiscal de distrito como la más extraordinaria. Dos veces había rehusado testificar, y una vez, cuando a la deposición no le faltaba nada salvo su firma, la había atrapado de manos del empleado y hecho pedazos. Ella había llamado a sus niños al lado de su cama, y abrazado a éstos con ojos anegados, entonces, enviándolos súbitamente fuera de la habitación, verificó su declaración bajo juramento y firma, y se desmayó, “se resbaló”, dijo el fiscal de distrito. Fue en ese tiempo que su médico, arribando a la escena, captó la situación de un vistazo y, agarrando al representante de la ley por el cuello, lo lanzó a la calle y pateó a su asistente después de él. La insultada majestad de la ley no fue vindicada, la víctima de la indignidad no mencionó, incluso, alguna cosa de todo eso en la corte. Éste estaba ambicioso de ganar su caso, y las circunstancias de la toma de esa deposición no eran tales, como para darle peso si eran relatadas; y después de todo, el hombre en juicio había cometido una ofensa contra la majestad de la ley, sólo menos odiosa que la del médico irascible.
Por sugestión del juez el jurado rindió un veredicto de culpable, no había nada más que hacer, y el prisionero fue sentenciado a la penitenciaría por tres años. Su abogado, quien no había objetado nada y no había hecho un alegato de lenidad -había, de hecho, apenas dicho una palabra-, estrechó la mano de su cliente y dejó la habitación. Fue obvio para toda la barra, que había sido ocupado sólo para prevenir a la corte señalar a un abogado, quien podría, posiblemente, insistir en hacer una defensa.
John Hardshaw sirvió su término en San Quintín, y cuando fue liberado se encontró en las puertas de la prisión con su esposa, quien había retornado de “los Estados” para recibirlo. Se piensa que fueron directo a Europa; de todos modos, un poder-de-fiscal general a un jurista que aún vive entre nosotros -de quien yo tengo muchos de los hechos de esta simple historia- fue ejecutado en París. Este jurista en breve tiempo vendió todo lo que Hardshaw poseía en California, y por años no se oyó nada de la pareja infortunada; aunque a los oídos de muchos habían llegado vagas e incorrectas intimaciones de su extraña historia, y quienes los habían conocido, recordaban su personalidad con ternura y sus infortunios con compasión.
Algunos años más tarde retornaron, ambos quebrados de fortuna y espíritu, y él de salud. El propósito de su retorno yo no he sido capaz de averiguarlo. Por algún tiempo vivieron, bajo el nombre de Johnson, en un barrio lo suficiente respetable al sur de la calle Market, muy bien puesto, y nunca fueron vistos lejos de la vecindad de su vivienda. Deben haber tenido un pequeño dinero por la izquierda, pues no se conoce que el hombre tuviera alguna ocupación, su estado de salud, probablemente, no lo permitía. La devoción de la mujer a su marido inválido, era motivo de comentario entre sus vecinos; ella nunca parecía ausente de su lado y siempre lo apoyaba y animaba. Se sentaban por horas, en uno de los bancos de un pequeño parque público, ella leyéndole a él, su mano en las suyas, su toque ligero en ocasiones visitaba su frente pálida, sus ojos aún hermosos se elevaban desde el libro con frecuencia, para mirar a los suyos, mientras hacía algún comentario sobre el texto, o cerraba el volumen para engañar su humor con una plática de… ¿qué? Nadie nunca oyó una conversación entre esos dos. El lector que haya tenido la paciencia de seguir su historia hasta este punto, posiblemente, puede encontrar un placer en la conjetura: ahí había, probablemente, algo para ser evitado. La conducta del hombre era una de profundo desaliento; en efecto, la juventud antipática del vecindario, con ese agudo sentido de las características visibles, que siempre distingue al varón joven de nuestra especie, a veces lo mencionaba entre sí misma con el nombre de el besucón lúgubre.
Un día ocurrió que John Hardshaw fue poseído por el espíritu de la inquietud. Dios sabe qué lo llevó a donde fue, pero cruzó la calle Market y mantuvo su camino hacia el norte, por las colinas y hacia abajo, a la región conocida como North Beach. Volteando sin objetivo a la izquierda, siguió a sus pies a lo largo de una calle no familiar, hasta que estuvo opuesto a lo que para ese período fue una vivienda bastante grande, y para éste era una fábrica bastante gastada. Lanzando sus ojos por casualidad hacia arriba, vio en una ventana abierta lo que hubiera sido mejor que no hubiera visto: el rostro y la figura de Elvira Barwell. Sus ojos se encontraron. Con una aguda exclamación, como el chillido de un pájaro asustado, la dama se puso en pie de un salto, y empujó su cuerpo medio afuera de la ventana, agarrando el marco a cada costado. Arrestada por el chillido, la gente de la calle abajo miró arriba. Hardshaw se quedó inmóvil, sin habla, sus ojos como dos llamas. “¡Tenga cuidado!”, gritó alguien en la multitud, mientras la mujer se tensaba más y más adelante, desafiando la silenciosa, implacable ley de gravedad, como una vez había desafiado esa otra ley que Dios tronó desde el Sinaí. Lo súbito de sus movimientos, había tumbado un torrente de cabello oscuro sobre sus hombros, y ahora éste estaba volando por sus mejillas, ocultando casi su rostro. Un momento así, ¡y entonces! Un chillido temible resonó en la calle mientras, perdido el balance, ella se lanzó de cabeza desde la ventana, en una masa confusa y girante de faldas, miembros, cabello y rostro blanco, y golpeó el pavimento con un sonido horrible y una fuerza de impacto, que fue sentida a cien pies de distancia. Por un momento todos los ojos rehusaron su oficio, y se voltearon del nauseabundo espectáculo en la acera. Atraídos de nuevo a ese horror, lo vieron extrañamente aumentado. Un hombre sin sombrero, sentado de plano en las piedras del pavimento, sostenía el cuerpo quebrado, sangrante contra su pecho, besando las mejillas laceradas y la boca anegada a través de los enredos de cabello mojado, sus propios rasgos de indistinguible carmesí por la sangre, que lo ahogaba a medias y corría en arroyuelos por su barba empapada.
La tarea del reportero está casi terminada. Los Barwell habían retornado esa misma mañana de una ausencia de dos años en Perú. Una semana más tarde el viudo, ahora doblemente desolado, desde que no podía haber perdido el significado de la horrible demostración de Hardshaw, había zarpado hacia no sé qué puerto distante, nunca ha vuelto para quedarse. Hardshaw -no más como Johnson- pasó un año en el asilo para insanos de Stockton, donde asimismo, por la influencia de unos amigos piadosos, su esposa fue admitida para que lo cuidara. Cuando fue liberado, no curado pero inocuo, retornaron a la ciudad, ésta siempre pareció haber tenido alguna fascinación espantosa para ellos. Por un tiempo vivieron cerca de la Misión Dolores, en una pobreza sólo menos abyecta que esa, cual es su lote presente, pero estaba demasiado lejos del punto objetivo del diario peregrinar del hombre. Ellos no se podían permitir el billete del carro. Así que ese pobre diablo de un ángel del cielo -la esposa de ese convicto y lunático- obtuvo, por un alquiler lo suficiente justo, la choza de rostro en blanco en la terraza inferior de la Colina de la cabra. Desde allí hasta la estructura que fue una vivienda y es una fábrica, la distancia no es tan grande; es, de hecho, un paseo agradable, a juzgar por la mirada ansiosa y animada del hombre mientras lo toma. El viaje de retorno parece ser un poco tedioso.

Título original: John Hardshaw: The Story of a Man Who May Be Seen Coming out of the Nose, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, julio de 1887, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Nicolai Fechin, Red River Ghost House, XXI.