lunes, 3 de junio de 2013

No hay cargo por la asistencia


Cerca del camino que conduce de Deutscherkirche a Lagerhaus, se pueden ver las ruinas de una cabaña pequeña. Ésta nunca fue una pila muy pretenciosa, pero tiene una historia. A mediados de la centuria pasada fue ocupada por un Heinrich Schneider, quien era un granjero menudo, un granjero tan menudo que sus ropas no le hubieran ajustado, sin una buena dosis de tomadura por dentro. Pero Heinrich Schneider era joven. Tenía una esposa, sin embargo; la mayoría de los granjeros menudos la tienen cuando son jóvenes. Ellos eran más bien pobres: la granja era justo lo suficiente grande, para mantenerlos de modo confortable hambrientos.
Schneider no tenía un gusto literario, su única lectura era una vieja copia de páginas dobladas de Las mil y una noches, hecha en alemán, y en ésa él no leía nada más que la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Después de su quingentésimo repaso de ésta, concibió una idea valiosa: ¡frotaría su lámpara y acorralaría al genio! Así que se puso un guante de cuero grueso en la mano derecha, y fue al aparador para sacar la lámpara. Él no tenía una lámpara. Pero esa decepción, que hubiera sido instantáneo fatal para un hombre más desanimado, fue sólo un estímulo agradable para él. Sacó un viejo apagavelas de hierro, y se puso a trabajar sobre éste
Ahora, el hierro es muy duro, éste requiere más frotación que cualquier otro metal. Yo una vez arranqué a un genio de un yunque, pero estuve bastante fatigado antes de tenerlo todo afuera, la más ligera irritación de una pipa de agua plomiza, hubiera traído al mismo genio afuera de éste, como a una rata de su hueco. Pero habiendo plantado todas sus aves de corral, sembrado sus patatas y asentado su trigo, Heinrich tenía todo el verano por delante, y fue paciente, dedicó todo su tiempo a compeler la asistencia de lo sobrenatural.
Cuando el otoño llegó la buena esposa recogió de las gallinas, excavó las manzanas, repeló a los cerdos y otros cereales, y eso fue una maravillosa, abundante cosecha. Los cultivos de Schneider habían florecido de forma asombrosa. Eso fue porque él no los molestó en todo el verano con implementos agrícolas. Una noche, cuando el producto había sido almacenado, Heinrich se sentó junto a su hogar, operando sobre su apagavelas con la misma fe sencilla, como en la primavera temprana. Súbitamente, hubo un golpe en la puerta, y el Genio esperado hizo acto de presencia. Su advenimiento produjo no poca sorpresa en la buena pareja.
Éste era una muy sustancial encarnación, en efecto, de lo sobrenatural. Alrededor de ocho pies de longitud, gordo en extremo, de miembros gruesos, mal favorecido, pesado de movimiento y en general no bonito; a primera vista, no impresionó a su nuevo amo de modo demasiado favorable.
Sin embargo, se le dio una banqueta junto al hogar, y Heinrich lo acosó con una multitud de preguntas: ¿de dónde había venido?, ¿a quién había servido la última vez?, ¿cómo le caía Aladino?, ¿y pensaba él que ellos debían llevarse bien? A todas esas consultas el Genio dio respuestas evasivas, fue délfico hasta el límite de lo ininteligible. Él sólo asentía de forma misteriosa, murmurando entre dientes en alguna lengua desconocida, probablemente árabe, en la que, sin embargo, su amo pensó que podía distinguir las palabras “asado” y “hervido”, con una frecuencia significativa. Ese Genio debía haber servido la última vez en calidad de cocinero.
Eso fue un descubrimiento gratificante: en los próximos cuatro meses o más, no habría nada que hacer en la granja, el Esclavo podría preparar las comidas de la familia durante el invierno, y en la primavera ir regularmente al trabajo. Schneider era demasiado astuto, para arriesgarlo todo con unas demandas extravagantes de una vez. Recordó el huevo del roc de la leyenda, y pensó que iba a proceder con cautela. Así que la buena pareja sacó sus utensilios de cocina, y con pantomimas indujeron al Esclavo en el misterio de su uso. Le mostraron la despensa, el sótano, el granero, los corrales de gallinas y todo. Él parecía interesado e inteligente, aprehendía los puntos sobresalientes de la situación con maravillosa facilidad, y asentía como si fuera a dejar caer su cabeza grande, lo hacía todo sin hablar.
Después de eso la frau preparó la comida de la noche, el Genio asistiendo de forma muy satisfactoria, excepto que sus nociones de cantidad eran más bien demasiado liberales, acaso eso era natural en uno acostumbrado a los palacios y las cortes. Cuando todo estuvo en la mesa, a modo de probar la obediencia de su esclavo, Heinrich se sentó en el tablero y frotó el apagavelas con descuido. ¡El genio estuvo ahí en un segundo! No sólo eso, sino que cayó sobre las viandas con un ardor y una sinceridad que eran alarmantes. En dos minutos había acabado con todo lo de la mesa. ¡La rapidez con que ese espíritu amontonó toda clase de comestibles en su cuello, era simplemente chocante!
Habiendo terminado su refrigerio, se extendió ante el fuego y se puso a dormir. Heinrich y Barbara estaban deprimidos de espíritu, se sentaron casi hasta la mañana en silencio, esperando que el Genio se desvaneciera en la noche, pero éste no se desvaneció de ninguna forma perceptible. Además, no se había desvanecido la mañana siguiente, se había levantado con la alondra, y estaba preparando el desayuno, habiendo hecho sus estimados sobre la base de un consumo más inmoderado. Así pronto se sentó, con el mismo apetito católico que lo había distinguido la noche anterior. Habiendo engullido su desayuno prepóstero, atavió su cara gorda con un ceño de cebellina, golpeó a su amo con una cacerola, se extendió ante el fuego y de nuevo se dispuso a dormir. Acabado una comida furtiva y clandestina en la despensa, Heinrich y Barbara se confesaron tener el corazón enfermo a fondo por lo sobrenatural.
-Te lo dije -dijo él-, depende de eso, la industria del paciente es mil por ciento mejor que esa agencia invisible. Yo voy a llevar ahora ese fatal apagavelas a una milla de aquí, frotarlo realmente duro, lanzarlo a un lado y correr lejos.
Pero no lo hizo. Durante la noche habían caído diez pies de nieve. Yacía todo el invierno también.
Temprano en la primavera siguiente emergieron de esa cabaña, por el borde del camino, la armazón inestable de un hombre que arrastraba, a través de mares de nieve derretida, a una mujer tambaleante de aspecto abatido. Desolados, lesionados, famélicos y desalentados, esas reliquias melancólicas siguieron su ruta, hasta que llegaron a un cruce de caminos (todos conducen a Lagerhaus), donde vieron pegado en un poste derecho el andrajo de una vieja pancarta. Se leía como sigue:
Perdido, extraviado o robado del Gran Museo de Herr Schaackhofer, el célebre gigante patagónico, Ugolulah. Altura 8 pies 2 pulgadas, figura elegante, apuesto, facciones inteligentes, animado y vivaz en la conversación, de dirigirse atractivo, temperado en la dieta, inofensivo y tratable en la disposición. Responde al apodo de Fritz Sneddeker. Cualquiera que lo devuelva a Herr Schaackhofer, va a recibir siete táleros de recompensa, y no se harán preguntas.
Era una oferta tentadora, pero ellos no fueron atrás por el gigante. Pero él fue descubierto después durmiendo dulcemente sobre la piedra del hogar, tras una comida opípara con barriles y cajas vacías. Siendo seguro fue hallado estar demasiado gordo para egresar por la puerta. Así que la casa fue echada abajo para dejarlo salir, y así es cómo le ocurre estar en ruinas ahora.

Título original: No charge for attendance, publicado por primera vez en Cobwebs from an Empty Skull, 1874, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Wallpaper, Old cabinXXI.