martes, 24 de mayo de 2011

Una aventura en Brownville


Yo enseñé en una pequeña escuela rural cerca de Brownville que, como sabe todo quien haya tenido la buena suerte de vivir allí, es la capital de una considerable expansión de los refinados escenarios de California. El pueblo es un tanto frecuentado en verano por una clase de personas, a quienes es el hábito de la revista local llamar “buscadores de placer”, pero quienes con una clasificación más justa serían conocidos como “los enfermos y esos de la adversidad.” Brownville mismo podría ser descrito con suficiente razón, en efecto, como un lugar veraniego de último recurso. Está en justicia bien dotado de casas de pensión, en la menos perniciosa de las cuales yo ejecutaba dos veces al día (almorzando en la casa-escuela), el rito humilde de cimentar la alianza entre el alma y el cuerpo. Desde esa “hostelería” (como la revista local prefería llamarla, cuando no la llamaba “caravanserai”) hasta la casa-escuela, la distancia por un camino de carreta era cerca de milla y media; pero había una senda, muy poco usada, que llevaba por una interpuesta serie de colinas bajas, bastante boscosas, acortando la distancia de forma considerable. Por esa senda yo retornaba un atardecer, más tarde de lo usual. Era el último día del semestre, y me había detenido en la casa-escuela hasta que fue casi oscuro, preparando un recuento de mi gerencia para los síndicos; dos de quienes, reflexioné con orgullo, serían capaces de leerlo, y el tercero (una instancia del dominio de la mente sobre la materia), sería invalidado en su antagonismo acostumbrado con el maestro escolar de su propia creación.
Yo había ido no más de un cuarto de la vía cuando, hallando un interés en las cabriolas de una familia de lagartos, que habitaban por alrededor y parecían llenos de un júbilo reptiliano, por su inmunidad a los incidentes malignos de la vida en Brownville House, me senté en un árbol caído para observarlos. Mientras me recostaba cansado contra una rama del viejo tronco nudoso, el crepúsculo se profundizó en el bosque sombrío, y una tenue luna nueva empezó a moldear sombras visibles, y a dorar las hojas de los árboles con una luz tierna pero fantasmal.
Oí un sonido de voces, la de una mujer enojada, impetuosa, alzándose contra unos tonos masculinos profundos, ricos y musicales. Esforcé mis ojos, atisbando a través de las oscuras sombras del bosque, esperando tener una vista de los intrusos en mi soledad, pero no pude ver a nadie. Por algunas yardas en cada dirección, tenía una vista ininterrumpida de la senda y, no sabiendo de ninguna otra en media milla, pensé que las personas oídas debían estarse aproximando desde el bosque por un costado. No había ningún sonido salvo el de las voces, que eran ahora tan distintas que yo podía captar las palabras. La del hombre me dio una impresión de enojo, confirmado de modo abundante por el asunto hablado.
-Yo no voy a hacer amenazas, ustedes están indefensas, como sabe muy bien. Dejemos que las cosas se queden como están, ¡o por Dios!, ustedes las dos van a sufrir por eso.
-¿Qué quiere usted decir? -esa era la voz de la mujer, una voz cultivada, la voz de una dama-. Usted no irá... a asesinarnos.
No hubo réplica, al menos ninguna que me fuera audible. Durante el silencio atisbé hacia el bosque, con la esperanza de tener un vislumbre de los hablantes, pues sentía de seguro que era un affair de gravedad, en el que los escrúpulos ordinarios no deberían contar. Me pareció que la mujer estaba en peligro, en todo caso, el hombre no había desconocido la voluntad de asesinar. Cuando un hombre está actuando en el papel de un asesino potencial, no tiene derecho a escoger su audiencia.
Después de algún breve tiempo los vi, indistintos a la luz de la luna entre los árboles. El hombre, alto y esbelto, parecía vestido de negro, la mujer usaba, tan cerca como podía ver, un vestido de tela gris. Evidentemente, aún seguían inconscientes de mi presencia en la sombra, aunque por alguna razón, cuando renovaron su conversación hablaron en tonos bajos, y no pude entender más. Mientras yo miraba, la mujer pareció hundirse en el terreno y alzar las manos con súplica, como se hace con frecuencia en la escena y nunca, tan lejos como sabía, en ningún otro lugar, y ahora no estoy seguro por completo, de que eso fuera hecho en esa instancia. El hombre fijó sus ojos en ella, éstos parecían brillar de forma desolada a la luz de la luna, con una expresión que me puso aprensivo, de que los volviera hacia mí. No sé por qué impulso fui movido, pero me puse en pie de un salto, fuera de la sombra. En ese instante las figuras se desvanecieron. Yo atisbé en vano por los espacios entre los árboles y los macizos de maleza. El viento de la noche agitó las hojas, los lagartos se habían retirado temprano, siendo reptiles de hábitos ejemplares. La luna pequeña ya se escurría detrás de una colina negra en el oeste.
Me fui a casa un tanto perturbado de mente, dudando a medias de que había oído o visto algún ser vivo, excepto los lagartos. Todo parecía un poco raro y misterioso. Era como si entre los diversos fenómenos, objetivos y subjetivos, que hacían la suma total del incidente, hubiera habido un elemento incierto, que había difundido su carácter dudoso sobre todo, que había leudado toda la masa con la irrealidad. No me gustaba.
En la mesa del desayuno a la mañana siguiente había una cara nueva, opuesto a mí estaba sentada una mujer joven, a quien meramente eché un vistazo cuando tomé mi asiento. Al hablarle a un personaje femenino alto y poderoso, quien condescendía a parecer esperar de nosotros, la muchacha pronto invitó mi atención por el sonido de su voz, que era como, pero no por completo como ése, que seguía murmurando en mi memoria de la aventura de la noche anterior. Un momento más tarde otra muchacha, unos años mayor, entró a la habitación y se sentó a la izquierda de la otra, diciéndole unos gentiles “buenos días”. Su voz me asustó: era sin dudas esa que la primera muchacha me había recordado. Aquí estaba la dama del incidente selvático, sentada corpórea delante de mí, “con el hábito que había vivido”.
Evidentemente, las dos eran hermanas.
Con una suerte de aprensión nebulosa, de que podría ser reconocido como el mudo héroe inglorioso, de una aventura que tenía en mi conciencia, y algo consciente del carácter de escuchar a escondidas, me permití sólo una apurada taza del café tibio, provisto atentamente por la presciente camarera para la emergencia, y dejé la mesa. Mientras pasaba desde la casa hacia los terrenos, oí una rica, fuerte voz masculina cantando un aria de Rigoletto. Me veo obligado a decir que era cantada de modo exquisito también, pero había algo en la ejecución que me disgustaba, no podría decir ni qué ni por qué, y caminé lejos con rapidez.
Retornando más tarde en el día, vi a la mayor de las dos mujeres jóvenes parada en el portal, y a su lado a un hombre alto de ropa negra, el hombre a quien yo había esperado ver. Todo el día el deseo de saber algo de esas personas, había sido supremo en mi mente, y ahora estaba resuelto a averiguar lo que pudiera de ellas, de alguna forma que no fuera ni deshonrosa ni baja.
El hombre estaba hablando con ligereza y afabilidad a su compañera, pero al sonido de mis pisadas en el sendero de gravilla dejó, y volteándose a medias me miró de lleno a la cara. Era al parecer de edad mediana, moreno e inusualmente apuesto. Su atuendo era impecable, su porte ligero y grácil, la mirada que volvió hacia mí abierta, libre y desprovista de cualquier sugestión de rudeza. No obstante, ésta me afectó con una emoción distinta que, en el análisis subsecuente de la memoria, parecía estar compuesta de odio y temor, estoy sin voluntad de llamarla miedo. Un segundo más tarde el hombre y la mujer habían desaparecido. Parecían tener el truco de desaparecer. Al entrar a la casa, sin embargo, los vi por la puerta abierta del salón mientras pasaba; habían pasado, meramente, por una ventana que se abría abajo, hasta el suelo.
Al “aproximarse” con cautela al sujeto de sus nuevos huéspedes, mi patrona no se mostró descortés. Replanteados, espero, con alguna pequeña reverencia a la gramática inglesa, los hechos eran éstos: las dos muchachas eran Pauline y Eva Maynard de San Francisco, la mayor era Pauline. El hombre era Richard Benning, su guardián, quien había sido el amigo más íntimo de su padre, ahora difunto. El sr. Benning las había traído a Brownville, con la esperanza de que el clima de montaña pudiera beneficiar a Eva, quien se pensaba estaba en peligro de consunción.
Sobre estos breves y simples anales, la patrona tejió un bordado de elogios, que testiguaban con abundancia su fe en la voluntad y habilidad del sr. Benning, para pagar por lo mejor que su casa brindaba. Que él tenía un buen corazón era evidente para ella, por su devoción a sus dos bellas pupilas, y su realmente conmovedora solicitud por su comodidad. La evidencia me impresionó no lo suficiente, y encontré en silencio el veredicto escocés “no probado”.
Ciertamente, el sr. Benning era el más atento con sus pupilas. En mis andares por la comarca yo los encontraba con frecuencia -a veces en compañía de otros huéspedes del hotel-, explorando las quebradas, pescando, disparando con rifles y engañando otramente la monotonía de la vida campestre; y aunque los miraba de modo tan cercano como las buenas maneras lo permitían, no veía nada que hubiera explicado, de alguna forma, las extrañas palabras que había oído en el bosque. Yo había llegado a ser tolerablemente bien conocido de las damas jóvenes, y podía intercambiar miradas e incluso saludos con su guardián, sin una real repugnancia.
Pasó un mes y yo había dejado casi de interesarme en sus affairs, cuando una noche nuestra pequeña comunidad entera fue lanzada a la excitación, por un suceso que me recordó vivamente mi experiencia en la foresta.
Éste fue la muerte de la muchacha mayor, Pauline.
Las hermanas habían ocupado el mismo dormitorio en el tercer piso de la casa. Al despertar en la grisura de la mañana, Eva había hallado a Pauline muerta junto a ella. Más tarde, cuando la pobre muchacha estaba llorando junto al cuerpo, en medio de un tropel de personas simpatizantes si no muy consideradas, el sr. Benning entró a la habitación y pareció estar a punto de tomar su mano. Ella se apartó del lado de la muerta, y se movió con lentitud hacia la puerta.
-Es usted -dijo-, es usted quien ha hecho esto. ¡Usted-usted-usted!
-Ella está delirando -dijo él en voz baja. La siguió paso a paso, mientras ella se retiraba, sus ojos fijos en los de ella, con una mirada quieta en la que no había nada de ternura ni compasión. Ella se detuvo, la mano que había alzado con una acusación cayó a su costado, sus ojos dilatados se contrajeron de modo visible, los párpados bajaron sobre éstos con lentitud, velando su belleza extraña y silvestre, y se quedó parada inmóvil, y casi tan blanca como la muchacha muerta yaciente cerca. El hombre tomó su mano y puso su brazo gentilmente sobre sus hombros, como para apoyarla. Súbitamente, ella estalló en una pasión de lágrimas y se aferró a él como un niño a su madre. Él sonrió con una sonrisa que me afectó de la forma más desagradable -acaso cualquier suerte de sonrisa hubiera hecho eso-, y la llevó en silencio fuera de la habitación.
Hubo una pesquisa y el veredicto de costumbre: la difunta, al parecer, había hallado la muerte por una “afección del corazón”. Eso fue antes de la invención de la failure del corazón, aunque el corazón de la pobre Pauline, de modo indudable, había fallado. El cuerpo fue embalsamado y llevado a San Francisco, por alguien llamado desde allí para el propósito, ni Eva ni Benning lo acompañaron. Algunos de los chismosos del hotel se aventuraron a pensar que era muy extraño, y unos pocos espíritus resistentes fueron tan lejos, como para pensar que era muy extraño en efecto; pero la buena patrona se lanzó a la brecha de forma generosa, diciendo que era debido a la naturaleza precaria de la salud de la muchacha. No hay registro de que ninguna de las dos personas más afectadas, y al parecer menos preocupadas, dieran alguna explicación.
Una noche, sobre una semana después de la muerte, salí a la veranda del hotel para recoger un libro que había dejado allí. Bajo unas vides, que impedían la luz de la luna en una parte del espacio, vi a Richard Benning, para cuya aparición yo estaba preparado, habiendo oído previamente la voz baja y dulce de Eva Maynard, a quien asimismo ahora discernía, parada delante de él con una mano alzada hacia su hombro, y sus ojos, tan cerca como podía juzgar, mirando arriba a los suyos. Él sostenía su mano desocupada, y su cabeza estaba inclinada con una singular dignidad y gracia. Su actitud era la de unos amantes, y mientras yo estaba parado en la sombra profunda para observar, me sentía incluso más culpable que en esa noche memorable en el bosque. Yo estaba a punto de retirarme cuando la muchacha habló, y el contraste entre sus palabras y su actitud fue tan sorpresivo, que me quedé porque, meramente, me había olvidado de irme.
-Usted va a tomar mi vida -dijo ella-, como hizo con la de Pauline. Yo conozco su intención tan bien como conozco su poder, y no pido nada, sólo que termine su trabajo sin una demora innecesaria, y me deje estar en paz.
Él no hizo una réplica, meramente, dejó ir la mano que sostenía, removió la otra de su hombro y, volteándose, descendió por los peldaños que llevaban al jardín, y desapareció entre los arbustos. Pero un momento más tarde oí, al parecer desde una gran distancia, su voz fina, clara en un cántico bárbaro que, mientras yo lo escuchaba, trajo ante cierto sentido espiritual interior, la conciencia de cierta tierra lejana, extraña, poblada de seres tenedores de poderes prohibidos. La canción me mantuvo en una suerte de hechizo, pero cuando ésta se hubo apagado me recobré, y al instante percibí lo que yo pensaba una oportunidad. Caminé fuera de mi sombra hacia donde la muchacha estaba parada. Ella se volteó y me contempló con algo de una mirada, que me pareció la de una liebre cazada. Posiblemente, mi intrusión la había asustado.
-Señorita Maynard -dije-, le ruego que me diga quién es ese hombre, y la naturaleza de su poder sobre usted. Acaso esto sea rudo de mi parte, pero no es un asunto de cortesías banales. Cuando una mujer está en peligro, cualquier hombre tiene derecho a actuar.
Ella escuchó sin emoción visible, pensé casi sin interés, y cuando hube terminado cerró sus grandes ojos azules, como si estuviera indeciblemente cansada.
-Usted no puede hacer nada -dijo.
Yo la tomé del brazo y la sacudí con gentileza, como uno sacude a una persona que está cayendo en un sueño peligroso.
-Usted debe despertar -dije-, algo debe hacerse y debe dejarme libre de actuar. Usted ha dicho que ese hombre mató a su hermana, y yo lo creo... que él la va a matar a usted, y yo creo eso.
Ella, meramente, alzó sus ojos hacia los míos.
-¿Usted no me va a decir todo? -agregué.
-No hay nada que hacer, le digo, nada. Y si yo pudiera hacer algo, no lo haría. No importa en lo más mínimo. Nosotros vamos a estar aquí sólo dos días más, ¡nosotros nos vamos entonces, oh, tan lejos! Si usted ha observado algo, le ruego que guarde silencio.
-Pero esto es una locura, muchacha. Yo estaba tratando, con un discurso áspero, de romper el reposo mortuorio de su manera. -Usted lo ha acusado de asesinato. A menos que me explique estas cosas, yo voy a plantear el asunto ante las autoridades.
Eso la despertó, pero de una forma que no me gustaba. Ella elevó la cabeza con orgullo y dijo: -No se entrometa, señor, en lo que no le concierne. Este es mi affair, sr. Moran, no el suyo.
-Eso le concierne a cada persona en el país, en el mundo -respondí con igual frialdad-. Si usted no tiene amor por su hermana, yo, al menos, estoy preocupado por usted.
-Escuche -interrumpió ella, inclinándose hacia mí-. Yo la amaba, sí, ¡Dios lo sabe! Pero más que eso, más allá de todo, más allá de la expresión, yo lo amo a él. Usted ha oído un secreto, pero no va a hacer uso de eso para dañarlo a él. Yo voy a negar todo. Su palabra contra la mía, va a ser eso. ¿Usted cree que sus “autoridades” le van a creer?
Ella estaba sonriendo ahora como un ángel, ¡y Dios me ayude! ¡Yo estaba con los talones en la cabeza de amor por ella! ¿Había ella, por alguno de los muchos métodos de adivinación conocidos de su sexo, leído mis sentimientos? Toda su manera se había alterado.
-Vamos -dijo ella, de un modo casi coactivo-, prometa que no va a ser descortés de nuevo. Tomó mi brazo de la forma más amigable-. Vamos, yo voy a caminar con usted. Él no va a saber, se va a quedar afuera toda la noche.
Arriba y abajo por la veranda paseamos a la luz de la luna; ella al parecer olvidada de su reciente privación, una muchacha sabia susurrando y murmurando de cada suerte de nadería en todo Brownville; yo silencioso, incómodo consciente y con algo de la sensación de ser implicado en una intriga. Era una revelación, la criatura más encantadora y al parecer inculpable, engañando fría y confesamente al hombre, por quien un momento antes había reconocido y mostrado el amor supremo, que encuentra incluso la muerte una caricia aceptable.
“Verdaderamente”, pensé en mi inexperiencia, “aquí hay algo nuevo bajo la luna.”
Y la luna debe haber sonreído.
Antes de separarnos tuve con exactitud la promesa, de que iba a caminar conmigo el próximo atardecer -antes de irse para siempre-, hasta el Viejo molino, una de las veneradas antigüedades de Brownville, erigida en 1860.
-Si él no está por aquí -agregó con gravedad, cuando yo dejé ir la mano que ella me había dado en la separaración, y la cual, que los buenos santos me perdonen, me esforcé en vano por recobrar cuando hubo dicho eso: tan encantadora, como el sabio francés ha apuntado, encontramos la infidelidad de la mujer cuando somos sus objetos, no sus víctimas. Al repartir sus beneficios esa noche, el ángel del sueño me pasó por alto.
En Brownville House se cenaba temprano, y después de la cena del día siguiente la señorita Maynard, quien no había estado en la mesa, vino hacia mí en la veranda, ataviada con el más recatado de los trajes de paseo, no diciendo una palabra. “Él”, evidentemente, “no estaba por aquí”. Fuimos con lentitud por el camino que llevaba al Molino viejo. Ella al parecer no era fuerte y por momentos tomaba mi brazo, renunciando a éste y tomándolo de nuevo más bien con capricho, pensaba yo. Su humor, o más bien su sucesión de humores era tan mutable, como una claraboya en un mar ondulado. Bromeaba, como si nunca hubiera oído de tal cosa como la muerte, y reía en la más ligera incitación, y directo después cantaba unos pocos compases de alguna melodía grave, con tal ternura de expresión que yo debía volver mis ojos, para que ella no viera la evidencia de su éxito en el arte, si eso era arte y no candidez, como yo entonces era compelido a pensarlo. Y decía las cosas más raras de la forma menos convencional, bordeando a veces los insondables abismos del pensamiento, donde yo apenas tenía el coraje de poner un pie. En resumen, era fascinante de mil cincuenta formas diferentes, y a cada paso yo ejecutaba un nuevo y más profundo disparate emocional, una indiscreción espiritual más resistente, incurriendo en la fresca obligación de arrestar, con el constable de la conciencia, a las infracciones de mi propia paz.
Al arribar al molino, ella no tuvo la pretensión de detenerse, sino volteó hacia una senda, que llevaba por un campo de rastrojos hacia un riachuelo. Cruzando por un puente rústico continuamos por la senda, que ahora llevaba colina arriba, a uno de los sitios más pintorescos de la comarca. El nido del águila era llamado, la cumbre de un acantilado que se levantaba puro hacia el aire, a una altura de cientos de pies por encima de la foresta en su base. Desde ese punto elevado tuvimos la noble vista de otro valle y de las colinas opuestas, enrojadas con los últimos rayos del sol poniente.
Mientras mirábamos la luz que escapaba a planos más y más altos, desde la invasora inundación de sombra que llenaba el valle, oímos unas pisadas, y en otro momento se nos unió Richard Benning.
-Yo la vi desde el camino -dijo con descuido-, así que vine.
Siendo un estúpido me descuidé de tomarlo por la garganta, y lanzarlo hacia las copas de los árboles abajo, sólo murmuré alguna mentira cortés en su lugar. En la muchacha, el efecto de su llegada fue inmediato e inequívoco. Su rostro fue bañado por la gloria de la transfiguración del amor: la luz rojiza de la puesta del sol no había sido más obvia en sus ojos, de lo que era ahora la luz del amor que la sustituía.
-¡Yo estoy tan contenta de que vino! -dijo, dándole sus dos manos, ¡y que Dios me ayude!, era manifiestamente cierto.
Sentándose en el terreno, él empezó una vívida disertación sobre las flores silvestres de la región, un número de las cuales tenía consigo. En medio de una sentencia graciosa, súbitamente, dejó de hablar y fijó sus ojos en Eva, quien se recostó contra el tronco de un árbol, trenzando unas hierbas con aire ausente. Ella elevó sus ojos de modo asustado hacia los de él, como si hubiera sentido su mirada. Entonces se levantó, arrojó sus hierbas lejos y se movió lejos de él con lentitud. Él asimismo se levantó, continuó mirándola. Aún tenía en su mano el ramo de flores. La muchacha se volteó, como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Yo recuerdo con claridad ahora, algo de lo que estaba sólo medio consciente entonces, el espantoso contraste entre la sonrisa de sus labios y la aterrada expresión de sus ojos, cuando encontró su mirada quieta e imperativa. No sé nada de cómo sucedió, ni cómo fue que no entendí más pronto, sólo sé que con la sonrisa de un ángel en sus labios, y esa mirada de terror en sus bellos ojos, ¡Eva Maynard saltó desde el acantilado y cayó disparada, chocando contra las copas de los pinos abajo!
Cómo y cuánto tiempo después yo alcancé el lugar, no lo puedo decir, pero Richard Benning ya estaba allí, arrodillado junto a la cosa espantosa que había sido una mujer.
-Está muerta, bien muerta -dijo con frialdad-. Yo voy a ir al pueblo por asistencia. Por favor, hágame el favor de quedarse.
Se puso de pie y se movió lejos, pero en un momento se había detenido y volteado a medias.
-Usted sin dudas ha observado, amigo mío -dijo-, que eso fue por entero su propio acto. Yo no me levanté a tiempo para prevenirlo, y usted, no conociendo su condición mental, no podía, por supuesto, haber sospechado.
Su manera me enloqueció.
-Usted es tanto su asesino -dije-, como si sus malditas manos le hubieran cortado la garganta.
Él se encogió de hombros sin replicar y, volteándose, caminó lejos. Un momento más tarde yo oía, a través de las sombras profundas del bosque en el que había desaparecido, una rica, fuerte voz de barítono cantando La donna e mobile, de Rigoletto.

Título original: An Occurrence at Brownville, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, abril de 1892, con la firma: "Lillian Peterson and Ambrose Bierce".
Imagen: Wallpaper, Haunted house, XXI.

domingo, 15 de mayo de 2011

El flip-flap del sr. Swiddler


Jerome Bowles (dijo el caballero llamado Swiddler) iba a ser ahorcado el viernes, el nueve de noviembre, a las cinco en punto de la tarde. Eso iba a ocurrir en el pueblo de Flatbroke, donde estaba entonces en prisión. Jerome era mi amigo y, naturalmente, yo difería con el jurado que lo había condenado, en cuanto al grado de culpa que implicaba el hecho concedido, de que le había disparado a un indio sin una provocación directa. Aún desde su juicio, me había estado esforzando para influenciar al gobernador del Estado, para que le concediera el perdón; pero el sentimiento público estaba en mi contra, un hecho que atribuía en parte a la innata testarudez de la gente, y en parte al reciente establecimiento de las iglesias y las escuelas, que habían corrompido las nociones primitivas de una comunidad fronteriza. Pero yo laboré duro y de modo irremisible, por todo tipo de medios directos e indirectos, durante todo el período en que Jerome estuvo bajo sentencia de muerte; y en la misma mañana del día fijado para la ejecución, el gobernador mandó por mí y, diciendo “que él no se proponía estar preocupado por mis importunidades todo el invierno”, me entregó el documento que había rechazado tan a menudo.
Armado con el papel precioso, volé a la oficina de telégrafo para enviar un despacho al sheriff de Flatbroke. Encontré al operador cerrando la puerta de la oficina y poniendo los postigos. Le supliqué en vano, dijo que estaba yendo a ver el ahorcamiento y, realmente, no tenía tiempo para enviar mi mensaje. Debo explicar que Flatbroke estaba a quince millas de distancia, yo estaba entonces en Swan Creek, la capital del Estado.
El operador siendo inexorable, corrí a la estación de ferrocarril, para ver cuán pronto habría un tren a Flatbroke. El hombre de la estación, con una malicia fresca y cortés, me informó que a todos los empleados del ferrocarril, se les había dado un día festivo para ver a Jerome Bowles ahorcado, y ya se habían ido en el tren temprano, que no habría otro tren hasta el día siguiente.
Yo ahora estaba furioso, pero el hombre de la estación me volteó tranquilo, cerrando los portones. Lanzándome al establo de alquiler más cercano, ordené un caballo. ¿Por qué prolongar el registro de mi decepción? No podría conseguir un caballo en ese pueblo, todo se había ocupado semanas antes para llevar a la gente al ahorcamiento. Así decía todo el mundo al menos, aunque yo sé ahora, que había una conspiración pícara para derrotar a los extremos de la misericordia, pues la historia del perdón se había extendido.
Ahora eran las diez en punto. Yo tenía sólo siete horas para hacer mis quince millas a pie, pero era un caminador excelente y estaba enojado por completo; no había duda de mi habilidad para hacer la distancia, con una hora de sobra. La vía férrea me ofrecía la mejor oportunidad, ésta corría derecho como una flecha por una pradera llana sin árboles, mientras que la carretera hacía un amplio desvío a través de otro pueblo.
Tomé por la senda como un Modoc por el camino de la guerra. Antes de que hubiera ido media milla, fui superado por “ese Jim Peasley”, como era llamado en Swan Creek, un incurable bromista pesado, amado y evitado por todo quien lo conocía. Me preguntó mientras se acercaba si yo estaba “yendo al show”. Pensando era mejor disimular le dije que estaba, pero no dije nada sobre mi intención de parar la actuación; pensé que sería una lección para "ese Jim" dejarlo caminar quince millas para nada, pues estaba claro que estaba yendo también. Aun, yo deseaba que él hubiera ido adelante o se quedara atrás. Pero no podría hacer muy bien lo anterior, y no habría hecho lo último, así que anduvimos juntos con dificultad. Era un día nuboso y muy sofocante para ese tiempo del año. La vía férrea se extendía lejos delante de nosotros, entre su doble fila de postes de telégrafo de semejanza rígida, terminando en un punto en el horizonte. A ambas manos la desalentadora monotonía de la pradera era inviolada.
Pensé poco en esas cosas sin embargo, pues mi exaltación mental se probaba contra la influencia deprimente de la escena. Yo estaba a punto de salvar la vida de mi amigo, de restituir a un tirador certero a la sociedad. En efecto, apenas pensaba en "ese Jim", cuyos talones estaban moliendo la dura gravilla, cerca detrás de mí, excepto cuando él veía adecuado, ocasionalmente, proponer la sentencia, y yo pensaba de forma desdeñosa, cuestionante: “¿Cansado?” Por supuesto que yo lo estaba, pero me hubiera muerto antes de confesarlo.
Habíamos ido de esa manera cerca de la mitad de la distancia, probablemente, mucho menos de la mitad de las siete horas, y yo estaba tomando mi segundo aire, cuando "ese Jim" rompió el silencio de nuevo.
-¿Usted solía brincar en un circo, no es así?
¡Eso era muy cierto!, en una estación de depresión pecuniaria, yo una vez había puesto mis piernas en mi estómago, había convertido mis logros atléticos en una ventaja financiera. No era un tópico agradable y no dije nada. "Ese Jim" persistió.
-¿No le gustaría hacerle ahora a un leñador un salto mortal, eh?
La lengua burlona de esa mofa era intolerable, el tipo evidentemente me consideraba “hecho”, ¡así que haciendo una carrera corta, me palmeé en los muslos con las manos, y ejecuté el flip-flap más bonito que jamás fue hecho sin un trampolín! En el momento que estuve erguido con la cabeza aún girando, sentí que “ese Jim” me pasaba en tropel, dándome una vuelta que casi me enviaba fuera de la senda. Un momento después se había lanzado por delante a un ritmo tremendo, riendo desdeñoso por encima del hombro, como si hubiera hecho una cosa notablemente ingeniosa, para ganar la delantera.
Yo le pisaba los talones en menos de diez minutos, aunque debo confesar que el tipo podía caminar de un modo asombroso. En media hora le había pasado corriendo, y al cabo de una hora tal era mi andar tajante, que él era un mero punto negro a mi espalda, y parecía estar sentado en uno de los rieles, agotado por completo.
Aliviado del sr. Peasley, naturalmente, empecé a pensar en mi pobre amigo en la cárcel de Flatbroke, y se me ocurrió que podría suceder algo que acelerara la ejecución. Yo conocía el sentimiento de la comarca en su contra, y que muchos de quienes estarían allí desde una distancia, naturalmente, desearían llegar a casa antes del anochecer. Tampoco podía evitar admitir para mí mismo, que las cinco en punto era una hora tardía irracional para un ahorcamiento. Torturado por esos temores, aumenté mi ritmo a cada paso de forma inconsciente, hasta que fue casi una carrera. Me quité el abrigo y lo arrojé lejos, me abrí el cuello y desabotoné el chaleco. Y por último, resoplando y humeando como un motor de locomotora, irrumpí en una delgada multitud de holgazanes en las afueras del pueblo, y blandí el perdón locamente por encima de mi cabeza, gritando: “¡Bájenlo, bájenlo!”
Entonces, como todo el mundo miraba en blanco asombrado, y nadie decía algo, encontré tiempo para mirar a mi alrededor, maravillado del aspecto extrañamente familiar del pueblo. Mientras miraba, las casas, las calles y todo pareció pasar por una súbita y misteriosa transposición, con referencia a los puntos de la brújula, como si girara alrededor de un pivote; y como uno que se despierta de un sueño, me encontré entre escenas de costumbre. Para ser claro sobre esto, yo estaba de regreso en Swan Creek de nuevo, ¡tan derecho como un trípode!
Era todo obra de “ese Jim Peasley”. El pícaro insidioso me había provocado a dar un salto mortal confuso, luego chocó contra mí, dándome una media vuelta, y empezó por la senda de regreso, incitándome de ese modo a engancharme en la misma dirección. El día nuboso, las dos líneas de postes de telégrafo, una a cada lado de la senda, la entera semejanza del paisaje a derecha e izquierda, todo eso había conspirado para prevenir, que yo observara que había cambiado de rumbo.
Cuando el tren de excursión retornó de Flatbroke esa noche, a los pasajeros se les contó una pequeña historia a mis expensas. Era justo lo que necesitaban para animarse un poco después de lo que habían visto, ¡pues ese flip-flap mío le había partido el cuello a Jerome Bowles a siete millas de distancia!

Título original: Mr. Swiddler's Flip-Flap, publicado por primera vez en Fun, agosto de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Frank Tenney Johnson, Indian Trading Store, 1930.