jueves, 30 de agosto de 2012

El hombre por la borda


El buen barco Nupple duck iba a la deriva con rapidez por un arrecife de coral hundido, que parecía extenderse un irracional número de leguas a la derecha y a la izquierda sin ruptura, y yo estaba leyendo La pelea de Naseby de Macaulay al hombre al timón. Todo, de hecho, estaba yendo tan agradable como el corazón podía desear, cuando el capitán Abersouth, parado en la escalera de cámara, asomó su cabeza por encima de la cubierta y preguntó dónde estábamos. Haciendo una pausa en mi lectura, yo le informé que habíamos llegado tan lejos, como a la repulsa desastrosa de la caballería del príncipe Rupert, agregando que si él tuviera la bondad de contener su mandíbula, debíamos estarla haciendo para los heridos con torpeza en unos tres minutos, y que él podía dar una mano con los bolsillos de los asesinados. Justo entonces el barco chocó con pesadez, ¡y se fue a pique!
Llamando a otro barco yo subí a bordo, y di orientaciones para ser llevado al no. 900 de Tottenham Court Road, donde tenía una tía; entonces, caminando a popa hacia el hombre al timón, le pregunté si le gustaría oírme leer La pelea de Naseby. Él pensó que sí: que le gustaría oír eso, y entonces yo podría pasar a algo más, a La guerra de Crimea de Kinglake, a los procesos del juicio de Warren Hastings o alguna tal nimiedad, justo para engañar el tiempo hasta las ocho campanadas.
Todo ese tiempo unas nubes pesadas se habían estado reuniendo a lo largo del horizonte, directo en frente del barco, y una diputación de pasajeros vino ahora al hombre al timón, para demandar que éste fuera puesto de vuelta, o éste correría hacia ellos, lo que el portavoz explicó sería inusual. Yo pensé en ese tiempo que eso, ciertamente, no era la cosa regular a hacer pero, como yo mismo era sólo un pasajero, no estimé expediente tomar parte en la discusión acalorada que siguió y, después de todo, no parecía probable que el tiempo en esas nubes fuera mucho peor, que el de Tottenham Court Road, donde tenía una tía.
Fue finalmente decidido referir el asunto al arbitraje, y después que muchos nombres habían sido sometidos y rechazados por ambos lados, se acordó que el capitán del barco debía actuar como árbitro, si su consentir pudiera ser obtenido, y yo fui delegado para conducir las negociaciones a ese fin. Con una dificultad considerable lo persuadí a aceptar la responsabilidad.
Era una clase de tipo de mente débil llamado Troutbeck, quien siempre estaba en el temor de que no fuera a hacer enemigos, sin nunca reflexionar que la mayoría de los hombres serían un poco más sus enemigos, que no. Había sido una vez el cocinero del barco, pero había cocinado tan venenosamente mal, que había sido transferido forzadamente de la galera a la cubierta del alcázar, por los dispépticos sobrevivientes de su carrera culinaria.
El pequeño capitán fue a popa conmigo, para escuchar los argumentos de los pasajeros insatisfechos y el piloto obstinado, en cuanto a si debíamos correr nuestros riesgos en las nubes, o soltar la cola y correr al horizonte opuesto, pero al aproximarnos al timón, encontramos a ambos el timonel y los pasajeros en una condición de asombro profundo, girando sus ojos alrededor hacia cada punto de la brújula, y sacudiendo sus cabezas con perplejidad desesperada. Era bastante notable, ciertamente: el banco de nubes, que había preocupado a los hombres de tierra, estaba ahora directo a popa, y el barco estaba cortando a lo largo vivamente en su propia estela, hacia el punto de donde había venido, ¡y derecho lejos de Tottenham Court Road! Cada uno declaró que era un milagro, el capellán estaba clamando por oraciones, y el hombre al timón estaba tan verdaderamente penitente, como si hubiera sido detectado robando un cepillo de pobres vacío.
La explicación era lo suficiente simple, y amaneció en mí en el momento que vi cómo estaban los asuntos. Durante la disputa entre el timonel y la diputación, el anterior había renunciado a su timón para gesticular, y yo, pensando no mal, me había divertido durante el debate bastante tedioso, revolviendo la cosa de esa manera y de esta, y de forma inconsciente había puesto el barco de vuelta. Por una coincidencia no inusual en las latitudes bajas, el viento había efectuado una correspondiente transposición al mismo tiempo, y ahora nos estaba boleando tan jovialmente atrás, hacia el lugar donde yo había embarcado, como nos había mecido previamente en dirección de Tottenham Court Road, donde tenía una tía. Yo debo aquí tan lejos anticipar, así como explicar que algunos años más tarde, estos varios incidentes -en particular la lectura de La pelea de Naseby- condujo a la adopción, en nuestra marina mercante, de una regla que creo aún es existente, al efecto de que uno no debe hablar al hombre al timón, a menos que el hombre al timón hable primero.

II

Es sólo por inadvertencia que he omitido la información, de que el bajel en el que yo era ahora una influencia prevalente, era el Bonnyclabber (Troutbeck, el master), de Malvern Heights.
El curso reaccionario del Bonnyclabber lo había traído ahora al sitio, en el que yo había tomado el pasaje. Los pasajeros y la tripulación, fatigados por sus intentos un tanto torpes, de manifestar su gratitud por nuestra liberación milagrosa del banco de nubes, estaban roncando de modo pacífico en actitudes desconsideradas alrededor de la cubierta, cuando el vigía, posado en el extremo supremo del mástil principal, consumiendo una salchicha fría, empezó una aparente, preconcertada serie de ruidos extraordinarios e inimaginables. Tosía, estornudaba y ladraba de forma simultánea -balaba en un aliento y cacareaba en el siguiente-, chillaba espurreando y aullaba parloteando, con un bajo de rugidos sofocados. Habían explosiones vocales desoladoras, que disminuían en largos gemidos, medio asfixiados en una plática menuda ininteligible. Silbaba, jadeaba y trompeteaba, empezaba a agudizar, lo pensaba mejor y aplanaba, relinchaba como un caballo, ¡y entonces tronaba como un tambor! A través de todo, continuó haciendo señales incomprensibles con una mano, mientras se aferraba la garganta con la otra. De repente se dio por vencido, y descendió silencioso a la cubierta.
Para ese tiempo éramos todo atención, y tan pronto él hubo puesto un pie entre nosotros, fue asaltado con una tempestad de preguntas que, de haber sido éstas visibles, hubieran semejado un vuelo de pichones. Él no hizo réplica, ni incluso con una mirada, pero pasó a través de nuestra masa cerradora con un paso hosco, desafiante, un rostro mortalmente blanco y una puesta de mandíbula, como de uno que reprime una cena ambiciosa, o ignora un venenoso dolor de muelas. ¡Pues el pobre hombre estaba atorado!
Pasando abajo por la vía de cámara, el paciente buscó el camarote del cirujano, con la compañía del barco en sus talones. El cirujano estaba profundamente dormido, la actuación de calandria en la cabeza del mástil habiendo sido inaudible en esa baja región. Mientras algunos de nosotros estábamos aguantando una botella de whisky en la nariz médica, en orden de informar a la inteligencia médica de la demanda a ésta, el paciente mismo se sentó en un silencio de estatua. Para ese tiempo su palidez, que era sólo la marca de una mente determinada, había dado lugar a un carmesí ferviente, que se profundizó visiblemente en un púrpura pronunciado, y fue en último sobreseído por un azulado nuboso, atravesado por disparos de destellos opalescentes y golpeado por rayas de negro variables. El rostro estaba hinchado y deforme, el cuello inflado. Los ojos sobresalían como las clavijas de un colgador de sombrero.
Muy pronto el doctor fue despertado, y después de hacer una cuidadosa examinación de su paciente, comentando que era un amoroso caso de stopupagus œsophagi, tomó un utensilio y se sentó a trabajar, sacando sin dificultad una salchicha fría del tamaño, figura y porte general de un banano un tanto auto-importante. La operación se había realizado en medio de un silencio sin aliento, pero en el momento que concluyó el paciente, cuyos cuello y cabeza habían colapsado de modo visible, se puso en pie de un salto y gritó:
-¡Hombre por la borda!
Eso es lo que había estado tratando de decir.
Hubo una prisa confusa hacia la cubierta superior, y cada uno tiró algo por el costado del barco, un salvavidas, una jaula de gallinas, un rollo de soga, una verga, una vela vieja, un pañuelo de bolsillo, una barra de hierro, cualquier artículo movible que se pensara pudiera ser útil para un hombre que se ahogaba, quien había seguido al bajel durante la hora, que había pasado desde la alarma inicial en la cabeza del mástil. En unos pocos momentos el barco fue muy, casi desmantelado de todo a lo que se pudiera renunciar con facilidad, y algún pasajero excitable habiendo cortado de plano los botes, no había nada más que nosotros pudiéramos hacer, aunque el capellán explicó, que si el caballero mal destinado en lo mojado no tornaba arriba después de un rato, era su intención pararse en la popa y leer el servicio de entierro de la iglesia de Inglaterra.
De repente se le ocurrió a alguna persona ingeniosa, inquirir quién había ido por la borda y, todas las manos estando reunidas y la nómina llamada, ¡para nuestra grande desazón cada hombre respondió a su nombre, los pasajeros y todo! El capitán Troutbeck, sin embargo, mantuvo que en un asunto de tan grande importancia, una simple llamada nominal era insuficiente y, con una aserción de autoridad que era alentadora, insistió en que cada persona a bordo fuera jurada por separado. El resultado fue el mismo, nadie estaba perdido y el capitán, siendo perdonado por haber dudado de nuestra veracidad, se retiró a su camarote para evitar la responsabilidad adicional, pero expresó la esperanza de que, con el propósito de tener todo registrado de forma apropiada en el libro de a bordo, nosotros le íbamos a informar a él de cualquier acción adicional, que pudiéramos pensar era aconsejable tomar. Yo sonreí al recordar que, en interés del caballero desconocido, cuyo peligro habíamos sobreestimado, había tirado el diario de a bordo por el costado del barco.
Pronto después me sentí de súbito inspirado por una de esas grandes ideas, que vienen a la mayoría de los hombres solamente una o dos veces en el tiempo de una vida, y al ordinario contador de historias nunca. Con presteza re-convocando a la compañía del barco, me monté en el cabrestante y me dirigí a ésta así:
-Compañeros del barco, ha habido un equívoco. En el fervor de una compasión mal considerada, la hemos hecho muy libre con cierta propiedad movible, de una eminente firma de dueños de barcos en Malvern Heights. Por eso nosotros de modo indudable vamos a ser llamados a recuento, si somos jamás tan afortunados como para echar el ancla en Tottenham Court Road, donde tengo una tía. Agregaría fortaleza a nuestra defensa si pudiéramos mostrar, para la satisfacción de un jurado de nuestros pares, que al atender a las sagradas prontitudes de la humanidad, habíamos actuado con algún menudo grado de sentido común. Si, por ejemplo, pudiéramos hacer parecer que ahí, realmente, hubo un hombre por la borda, quien podría haber sido confortado y sostenido por el consuelo material, que dispensamos tan pródigamente en forma de artículos boyantes que pertenecían a otros, el corazón británico encontraría en ese hecho una circunstancia mitigante, que alegaría de modo elocuente en nuestro favor. Caballeros y oficiales del barco, yo me aventuro a proponer, que hagamos ahora arrojar a un hombre por la borda.
El efecto fue eléctrico: la moción fue aprobada por aclamación, y había una prisa unánime por el ahora marino mísero, cuya falsa alarma en la cabeza del mástil fue la causa de nuestro embarazo, pero pensado por segunda vez se decidió sustituir al capitán Troutbeck, como menos útil en general y más indesviable en el error. El marinero había cometido un equívoco de considerable magnitud, pero la entera existencia del capitán era un equívoco por completo. Él fue traído arriba desde su camarote y mandado por la borda.
En el 900 de Tottenham Court Road vivía una tía mía, una buena vieja dama quien me había llevado de la mano, y enseñado muchas saludables lecciones de moralidad, que en mi vida posterior habían probado ser de valor extremo. La primera entre éstas yo puedo mencionar su solemne y muy repetido mandato, de nunca decir una mentira sin una razón definitiva y específica para hacerlo. Muchos años de experiencia en la violación de ese principio, me capacitan para hablar con autoridad en cuanto a su solidez general. Yo tengo, por lo tanto, mucho placer en hacer una ligera corrección en el capítulo precedente de esta historia lo tolerable verdadera. Fue afirmado ahí que yo arrojé el libro de a bordo del Bonnyclabber al mar. La declaración es enteramente falsa, y puedo descubrir una no razón para haberla hecho, que por un momento va a pesar en contra de esas, que yo ahora tengo para la preservación de ese libro de a bordo.
El progreso de la historia ha desarrollado nuevas necesidades, y yo ahora encuentro conveniente citar de ese libro pasajes, que éste podría no haber contenido si lanzado al mar en el tiempo declarado, pues si arrojado a los recursos de mi imaginación, yo podría encontrar la tentación a exagerar demasiado fuerte para ser resistida.
No es necesario preocupar al lector con esas entradas del libro, que se refieren a sucesos ya relatados. Nuestro registro va a empezar el día de la consignación del capitán a lo profundo, después de cuya era yo mismo hacía las entradas.
​​“22 de junio. No mucho que hacer en el camino de los ventarrones, pero las marejadas pesadas quedan sobrando de algún golpe previo. Latitud y longitud no notablemente diferentes de la última observación. El barco laborando una pizca, debido a la falta de aparejos al tope, todo de esa clase habiendo sido cortado de plano, en consecuencia del capitán Troutbeck haber caído accidentalmente por la borda, mientras pescaba desde el bauprés. Asimismo arrojé por la borda la carga y todo de lo que podíamos prescindir. Perder nuestras velas más bien, pero si éstas salvan a nuestro querido capitán, vamos a estar contentos. Tiempo flagrante.”
23. Nada del capitán Troutbeck. Calma muerta, asimismo ballena muerta. Los pasajeros habiéndose vuelto prepósteros de varias maneras, el sr. Martin, el oficial jefe, tenía a tres de los cabecillas atados y terminados en la soga. Él pensó que era aconsejable asimismo azotar a un igual número de la tripulación, a manera de ser imparcial. Tiempo ridículo.”
24. El capitán aún prefiere parar lejos, y no telegrafiar. El capitán de la cofa de trinquete -no hay ninguna cofa de trinquete ahora-, fue puesto en los hierros hoy en día por el sr. Martin, por comer salchicha fría mientras estaba de vigía. El sr. Martin ha azotado al camarero, quien había descuidado la piedra sagrada de la bitácora y pintado los postigos de correr. El camarero es un buen tipo lo mismo. Tiempo inicuo."
25. No puedo pensar en cualquier cosa haya sido del capitán Troutbeck. Se debe estar poniendo hambriento para este tiempo, pues aunque tiene su aparejo de pesca con él, no tiene carnada. El sr. Martin inspeccionó las entradas de este libro hoy en día. Él es el oficial más excelente y humano. Tiempo inexcusable.”
26. Toda esperanza de oír del capitán ha sido abandonada. Nosotros hemos sacrificado todo para salvarlo, pero ahora, si pudiéramos procurar el préstamo de un mástil y algunas velas, debíamos proseguir en nuestro voyage. El sr. Martin ha aventado al contramaestre por la borda por estornudar. Es un marino experimentado, un oficial capaz y un caballero cristiano, ¡malditos sean sus ojos! Tiempo tormentoso.”
27. Otra inspección de este libro por el sr. Martin. ¡Adiós, mundo vano! Avisar con gentileza a mi tía en Tottenham Court Road.”
En las oraciones concluyentes de este registro, como yace ahora delante de mí, la escritura no es muy legible: éstas fueron borroneadas bajo circunstancias singularmente desfavorables. El sr. Martin se paró detrás de mí con los ojos fijos en la página y, en orden de asegurar una mejor vista, había torcido la maquinaria del ingenio que él llamaba su mano en el cabello de mi cabeza, presionando ese globo hasta tal extensión, que mi nariz estaba aplanada contra la superficie de la mesa, y no tenía la menor dificultad para discernir las líneas a través de mis cejas. Yo no fui acostumbrado a escribir en esa posición: eso no había sido enseñado en la única escuela a la que jamás asistí. Por lo tanto me sentí justificado para llevar al registro a un cierre un tanto abrupto, y de inmediato fui a cubierta con el sr. Martin, él me precedía arriba por la escalera de cámara a pie, yo seguía no montado a caballo, sino por mi cuenta, la conexión entre nosotros se mantenía sin una alteración importante.
Arribando a la cubierta pensé que era aconsejable, en interés de la paz y la quietud, perseguirlo de la misma manera hasta a un costado del barco, donde me separé de él para siempre con muchas expresiones de lamento, que podían haber sido oídas a una distancia considerable.
Del destino subsecuente del Bonnyclabber, sólo puedo decir que el diario de a bordo del que he citado, fue encontrado algunos años más tarde en el estómago de una ballena, junto con algunos jirones de ropa, unos pocos botones y diversos salvavidas podridos. Éste contenía sólo una nueva entrada, con una escritura extraviada, como si hubiera sido borroneada en la oscuridad:
2 de julio. sobrevivientes naufragados rescatados por una ballena, tiempo viciado, sin noticias del capitán Troutbeck, Samuel Martin oficial jefe.”
Vamos ahora a echar una mirada retrospectiva a la situación. El barco Nupple-duck, (Abersouth, el master) se había, va a ser recordado, ido a pique con todo a bordo excepto yo. Yo había escapado en el barco Bonnyclabber (Troutbeck), que había dejado debido a un malentendido con el oficial jefe, y estaba ahora sin atadura. Así es cómo estaban los asuntos cuando, levantado por una ola inusualmente alta, y lanzando mi ojo en la dirección de Tottenham Court Road, o sea, hacia atrás a lo largo del curso perseguido por el Bonnyclabber, y hacia el sitio en que el Nupple-duck había sido tragado del todo, vi una cantidad de lo que parecían ser despojos. Resultaron ser algunas de las cosas, que habíamos arrojado por la borda bajo una mal aprehensión. Los diversos artículos habían sido compilados y, por así decir, editados con cuidado. Estaban de hecho amarrados juntos, formando una balsa. En un taburete en el centro de ésta -no al parecer navegando, sino más con el subyugado y dignificado porte de un pasajero-, estaba sentado el capitán Abersouth, del Nupple-duck, leyendo una novela.
Nuestro encuentro no fue cordial. Él me recordaba como un hombre de gusto literario superior al suyo propio, y guardaba resentimiento, y aunque no hizo oposición a mi toma de pasaje con él, yo podía ver que su aquiescencia era debida más a su inferioridad muscular, que a la circunstancia de que yo estaba mojado y tenía frío. Meramente reconociendo su presencia con un asentir de cabeza, mientras trepaba a bordo, me senté e inquirí si le importaría oír las estrofas concluyentes de La pelea de Naseby.
-No -replicó, mirando arriba desde su novela-, no, Claude Reginald Gump, escritor de historias de mar, yo la he hecho con usted. Cuando hundió el Nupple-duck hace unos días, usted probablemente pensó que había hecho un fin para mí. Eso fue listo de su parte, pero yo llegué a la superficie y seguí al otro barco, el mismo en que usted escapó. Fui yo al que el marinero vio desde la cabeza del mástil. Yo lo vi a él verme. Fue por mí que todas esas cosas fueron largadas por la borda. Bien, yo la hice en esta balsa. Eso fue, yo pienso, al día siguiente que pasé al cuerpo flotante de un hombre, a quien reconocí como mi viejo amigo Billy Troutbeck, él solía ser cocinero en un buque de guerra. Me da placer ser el medio para salvar su vida, pero yo lo eludo a usted. En el momento que alcancemos el puerto nuestros senderos se separan. Usted recuerda que, en la misma primera oración de esta historia, empezó a conducir mi barco, el Nupple-duck, por un arrecife de coral.
Fui compelido a confesar que eso era verdad, y él continuó sus reproches inhóspitos:
-Antes de que usted hubiera escrito media columna, lo envió al fondo conmigo y la tripulación. Pero usted, usted escapó.
-Eso es verdad -repliqué-, yo no puedo negar que los hechos están correctamente declarados.
-Y en una historia antes de eso, usted me llevó a mí y a mis compañeros del barco Camel al corazón del Mar polar del sur, y nos dejó muertos congelados en el hielo, como moscas en ámbar. Pero usted no se dejó a sí mismo allí, usted escapó.
-Realmente, capitán -dije-, su memoria es singularmente precisa, considerando las muchas penurias que ha tenido que pasar, muchos hombres se hubieran vuelto locos.
-Y largo tiempo antes de eso -reasumió el capitán Abersouth después de una pausa, más al parecer para timar a su memoria, que para disfrutar mi buena opinión de ésta-, usted me perdió en el mar, mire aquí, yo no leí nada salvo George Eliot en ese tiempo, pero me han dicho que me perdió en el mar en el Mudlark. ¿He sido yo mal informado?
Yo no podría decir que él había sido mal informado.
-Usted mismo escapó en esa ocasión, yo pienso.
Era verdad. Siendo usualmente el héroe de mis propias historias, yo comúnmente me las arreglaba para vivir a través de una, en orden de figurar con ventaja en la siguiente. Es por una necesidad artística: ningún lector tendría mucho interés en un héroe, quien estaba muerto antes del principio del cuento. Yo me esforcé por explicar eso al capitán Abersouth. Él sacudió la cabeza.
-No -dijo-, es cobarde, esa es la manera en que yo lo miro.
Súbitamente, una idea refulgente empezó a amanecer en mí, y la dejé tener su camino, hasta que mi mente estuvo perfectamente luminosa. Entonces me levanté de mi asiento y, frunciendo abajo hacia el rostro volteado arriba de mi acusador, hablé con un acento severo y áspero así:
-Capitán Abersouth, en los varios peligros que usted y yo hemos encontrado juntos, en la literatura clásica del período, si yo siempre he escapado y usted siempre ha perecido, si yo lo perdí en el mar en el Mudlark, lo congelé en el hielo del Polo Sur en el Camel, y lo ahogué en el Nupple-duck, sírvase ser bueno lo suficiente para decirme, a quién yo tengo el honor de dirigirme.
Fue un golpe para el pobre hombre: nadie fue jamás tan desconcertado. Tirando su novela a un costado, puso las manos arriba y empezó a rascarse la cabeza y a pensar. Era hermoso verlo pensar, pero eso parecía afligirlo y, apuntando de forma significativa por el costado de la balsa, yo sugerí tan delicado como era posible que era tiempo de actuar. Él se puso de pie y, fijando en mí una mirada de reproche, que yo voy a recordar tanto tiempo como pueda, se lanzó a lo profundo. En cuanto a mí, escapé.

Título original: The Man Overboard, publicado por primera vez en Tom Hood's Comic Annual for 1876, con la firma: "Dod Grile". 
Imagen: Bob Bryant, HMS Rose, 2005.