lunes, 28 de febrero de 2011

Una jarra de sirope


Esta narración empieza con la muerte de su héroe. Silas Deemer murió el día 16 de julio de 1863, y dos días más tarde sus restos fueron enterrados. Como había sido conocido en persona por cada hombre, mujer y niño bien crecido de la villa, el funeral, como el periódico local fraseó, “fue muy asistido.” De acuerdo a la costumbre del tiempo y el lugar, el ataúd fue abierto junto a la tumba, y la asamblea entera de amigos y vecinos desfiló por delante, echando una última mirada al rostro del muerto. Y entonces, ante los ojos de todos, Silas Deemer fue puesto en la tierra. Algunos de los ojos estaban un poco tenues pero, de manera general, se puede decir que en ese sepelio no hubo falta de observancia ni observación; Silas estaba indudablemente muerto, y ninguno podría haber señalado alguna delincuencia ritual, que lo hubiera justificado en su regreso de la tumba. Aunque, si el testimonio humano es bueno para cualquier cosa (y ciertamente, éste una vez puso fin a la brujería en y por Salem), él regresó.
Yo olvidé declarar, que la muerte y el entierro de Silas Deemer ocurrió en la pequeña villa de Hillbrook, donde había vivido por treintiún años. Él había sido lo que se conoce en algunas partes de la Unión (que es admitida un país libre), como un “comerciante”, es decir, mantenía una tienda minorista para la venta de esas cosas, que se venden comúnmente en las tiendas de ese carácter. Su honestidad nunca había sido cuestionada, tan lejos como se conoce, y era tenido por todos en una alta estima. La única cosa que podría ser urgida en su contra por el más censurador, era una muy cercana atención al negocio. Eso no fue urgido en su contra, aunque muchos otros, que la manifestaron en no mayor grado, fueron juzgados de modo menos indulgente. El negocio del que Silas era devoto era, mayormente, el suyo propio, eso, posiblemente, pudo haber hecho una diferencia.
En el tiempo de la muerte de Deemer nadie podía recordar un solo día, exceptuado los domingos, que no hubiera pasado en su “tienda”, desde que la había abierto más de un cuarto de siglo antes. Su salud habiendo sido perfecta durante todo ese tiempo, él había sido incapaz de discernir alguna validez en cualquier cosa pudiera, o podría haber sido urgida para inducirlo a apartarse de su mostrador; y se relató que una vez, cuando fue citado a la sede del condado, como testigo en un importante caso legal, y no asistió, el abogado que tuvo la temeridad de promover que fuera “amonestado”, fue informado con solemnidad que la Corte consideró la propuesta con “sorpresa”. La sorpresa judicial siendo una emoción, que los abogados comúnmente no ambicionan despertar, la moción fue retirada de forma apurada y un acuerdo con el otro lado efectuado, en cuanto a lo que el sr. Deemer habría dicho si hubiera estado allí, el otro lado llevando su ventaja hasta el extremo, y haciendo el supuesto testimonio claramente perjudicial para los intereses de sus proponentes. En resumen, era un sentimiento general en toda esa región, que Silas Deemer era una verdad inmóvil de Hillbrook, y que su traslación en el espacio, habría precipitado algún lúgubre malestar público o calamidad extrenua.
La sra. Deemer y las dos hijas crecidas ocupaban las habitaciones superiores del edificio, pero Silas nunca se había conocido que durmiera en otro lugar, que en un catre detrás del mostrador de la tienda. Y allí, muy por accidente, fue hallado una noche, muriendo, y falleció justo antes del tiempo de bajar los postigos. Aunque sin habla, parecía consciente, y quienes lo conocían mejor pensaron, que si el final se hubiera demorado de modo infortunado, más allá de la hora usual para abrir la tienda, el efecto en él habría sido deplorable.
Tal había sido Silas Deemer, tal la fijeza y no variedad de su vida y hábito, que el humorista de la villa (que una vez había asistido al colegio) estuvo movido a otorgarle el sobrenombre de “Viejo Ibidem” y, en la primera emisión del periódico local después de la muerte, a explicar sin ofensa que Silas se había tomado “un día libre”. Fue más que un día, pero en el registro aparece que bien a un mes, el sr. Deemer dejó en claro que no tenía tiempo libre para estar muerto.
Uno de los ciudadanos más respetados de Hillbrook era Alvan Creede, un banquero. Vivía en la casa más fina del pueblo, mantenía un carruaje y era el hombre más estimado de forma diversa. Conocía algo de las ventajas de viajar, también había estado en Boston con frecuencia, y una vez, se pensaba, en Nueva York, aunque él rechazó con modestia esa brillante distinción. El asunto se menciona aquí, meramente, como una contribución al entendimiento del valor del sr. Creede, pues de ambas maneras era creditable para él: para su inteligencia si se había puesto, incluso de modo temporal, en contacto con la cultura metropolitana, para su candor si no se había.
Una agradable noche de verano, cerca de la hora de las diez, el sr. Creede, entrando por la puerta de su jardín, pasó por el sendero de gravilla, que parecía muy blanco a la luz de la luna, subió los peldaños de piedra de su fina casa y, haciendo una pausa un momento, insertó su llave en la puerta. Cuando empujó y abrió ésta encontró a su esposa, que estaba cruzando el pasillo desde la sala hacia la biblioteca. Ella lo saludó con agrado y, tirando la puerta más atrás, la tuvo para que entrara. En lugar de eso él se volvió y, mirando alrededor de sus pies frente al umbral, lanzó una exclamación de sorpresa.
-¡Pero!, ¿qué diablos -dijo-, se ha hecho de esa jarra?
-¿Qué jarra, Alvan? -inquirió su esposa, no de forma muy simpática.
-Una jarra de sirope de arce, yo la traje de la tienda, y la puse aquí abajo para abrir la puerta. ¿Qué diablos…
-Oye, oye, Alvan, por favor, no jures de nuevo -dijo la dama, interrumpiendo. Hillbrook, por cierto, no era el único lugar de la cristiandad, donde un vestigial politeísmo prohíbía tomar en vano el nombre del Maligno.
La jarra de sirope de arce que los fáciles modos de la vida villana habían permitido, al ciudadano más avanzado de Hillbrook llevar a su hogar desde la tienda, no estaba allí.
-¿Estás muy seguro, Alvan?
-Mi querida, ¿tú supones que un hombre no sabe cuándo lleva una jarra? Yo compré ese sirope en Deemer cuando estaba pasando por allí. Deemer mismo lo sacó y me prestó la jarra, y yo…
La sentencia permanece hasta este día no terminada. El sr. Creede se tambaleó hacia la casa, entró a la sala y se tumbó en una butaca, con todos los miembros temblando. Había recordado súbitamente que Silas Deemer llevaba tres semanas muerto.
La sra. Creede estaba parada junto a su marido, mirándolo con sorpresa y ansiedad.
-Por la salud del cielo -dijo-, ¿qué te duele?
La dolencia del sr. Creede, no teniendo una obvia relación con los intereses de una tierra mejor, él, al parecer, no consideró necesario exponerla ante esa demanda; no dijo nada, meramente, se quedó mirando. Hubo largos momentos de silencio, rotos nada más que por el mesurado tic-tac del reloj, que parecía un tanto más lento que lo usual, como si estuviera cediéndoles civilmente una extensión de tiempo, en la que recobrar su juicio.
-Jane, me he vuelto loco, eso es. Habló de modo espeso y apurado. -Tú debías haberme dicho, tú debes haber observado mis síntomas, antes de que éstos se hicieran tan pronunciados, que yo mismo los he observado. Yo creí que estaba pasando por la tienda de Deemer, estaba abierta y alumbrada, eso es lo que creí; por supuesto, nunca está abierta ahora. Silas Deemer estaba parado ante su escritorio, detrás del mostrador. Dios mío, Jane, yo lo vi tan claramente como te veo a ti. Al recordar que tú habías dicho, que querías un poco de sirope de arce, entré y compré un poco, eso es todo, le compré dos cuartos de sirope de arce a Silas Deemer, que está muerto y bajo tierra, pero que, no obstante, sacó ese sirope de un tonel y me lo dio en una jarra. Él habló conmigo también, más bien con gravedad, yo recuerdo, incluso más de como era su manera, pero no puedo recordar ahora ni una palabra de lo que dijo. Pero yo lo vi, buen Señor, lo vi y hablé con él, ¡y él está muerto! Yo creí eso, pero estoy loco, Jane, estoy tan demente como una cabra, y tú te has guardado eso sobre mí.
Este monólogo dio tiempo a la mujer para reunir las facultades que tenía.
-Alvan -dijo-, tú no has dado evidencia de insanidad, créeme. Eso fue, indudablemente, una ilusión, ¿cómo podía ser alguna otra cosa? ¡Eso sería demasiado terrible! Pero ahí no hay insanidad, tú estás trabajando muy duro en el banco. No debías haber asistido a la reunión de directores esta noche, cualquiera podía ver que estabas con malestar, yo sabía que algo podía ocurrir.
Pudo haberle parecido a él que la profecía se había tardado un poco, aguardando el suceso, pero no dijo nada de eso, estando preocupado con su propia condición. Estaba calmado ahora, y podía pensar de forma coherente.
-Sin dudas, el fenómeno fue subjetivo -dijo, con una transición un tanto ridícula al slang de la ciencia-. Concediendo la posibilidad de la aparición espiritual, e incluso materialización, aún la aparición y materialización de una jarra de barro marrón, de medio galón, una pieza de cerámica tosca y pesada que evolucione desde la nada: eso es apenas pensable.
Cuando terminó de hablar, una niña entró corriendo a la habitación, su hija pequeña. Estaba vestida con una bata de cama. Apurándose hacia su padre, le tiró los brazos al cuello, diciendo: -Tú, papá malo, te olvidaste de entrar a besarme. Nosotras te oímos abrir el portón, nos levantamos y miramos afuera. Y, papá querido, Eddy dice, ¿si no puede tener la jarra pequeña cuando esté vacía?
Cuando toda la importancia de esa revelación se impartió al entendimiento de Alvan Creede, éste se estremeció visiblemente. Pues la niña no podía haber oído una palabra de la conversación.
La propiedad de Silas Deemer estando en manos de un administrador, que había pensado era mejor disponer del “negocio”, la tienda había estado cerrada siempre desde la muerte del dueño, los bienes habían sido removidos por otro “comerciante”, que los había adquirido enbloc. Las habitaciones de arriba estaban vacantes asimismo, pues la viuda y las hijas se habían ido a otro pueblo.
En la noche inmediata después de la aventura de Alvan Creede (que de algún modo había “salido”) una multitud de hombres, mujeres y niños atestaba la acera opuesta a la tienda. Que el lugar estaba embrujado por el espíritu del finado Silas Deemer, era ahora bien conocido de cada residente de Hillbrook, aunque muchos afectaban descreencia. De éstos los más duros, y de manera general los más jóvenes, tiraban piedras contra el frente del edificio, la única parte accesible, pero no acertando con cuidado a las ventanas sin postigos. La incredulidad no había crecido hasta la malicia. Unas pocas almas aventuradas cruzaron la calle y sacudieron la puerta en su marco, rayaron cerillos y los tuvieron cerca de la ventana, intentaron ver el negro interior. Algunos de los espectadores llamaban la atención a su ingenio, gritando, gruñendo y retando al fantasma a una carrera.
Después que un tiempo considerable había pasado sin alguna manifestación, y muchos de la multitud se habían ido, todos los que quedaban empezaron a observar, que el interior de la tienda estaba bañado de una tenue luz amarilla. En eso todas las manifestaciones cesaron, las almas intrépidas alrededor de la puerta y las ventanas, fueron atrás, al lado opuesto de la calle, y se fundieron con la multitud, los niños pequeños dejaron de tirar piedras. Nadie hablaba por encima de su aliento, todos susurraban excitados y señalaban a la ahora estable luz creciente. ¿Cuánto tiempo había pasado, desde que el primer débil resplandor había sido observado?, ninguno podría haberlo adivinado, pero eventualmente la iluminación era lo suficiente brillante, para revelar todo el interior de la tienda, ¡y allí, parado ante su escritorio detrás del mostrador, Silas Deemer era claramente visible!
El efecto sobre la multitud fue maravilloso. Ésta se empezó a dispersar con rapidez por ambos flancos, mientras los tímidos dejaban el lugar. Muchos corrieron tan rápido como sus piernas les dejaron, otros se movieron con gran dignidad, volviéndose ocasionalmente para mirar atrás por encima del hombro. Por último una veintena o más, en su mayoría hombres, se quedaron donde estaban, sin habla, mirando, excitados. La aparición interior no les prestaba atención, estaba ocupada al parecer con un libro de cuentas.
De repente, tres hombres dejaron la multitud de la acera, como por un impulso común, y cruzaron la calle. Uno de éstos, un hombre pesado, estaba a punto de poner su hombro contra la puerta, cuando ésta se abrió, al parecer sin una agencia humana, y los corajudos investigadores pasaron adentro. Apenas habían cruzado el umbral, cuando fueron vistos por los observadores atemorizados de afuera, actuando de la manera más inexplicable. Ellos lanzaban sus manos delante de ellos, perseguían cursos desviados, entraban en violenta colisión con el contador, con las cajas y los barriles en el suelo, y el uno con el otro. Se volteaban con torpeza de acá para allá, y parecían tratar de escapar, pero eran incapaces de rastrear sus pasos. Sus voces se oían en exclamaciones y maldiciones. Pero de ninguna manera la aparición de Silas Deemer manifestó un interés en lo que estaba pasando.
Por qué impulso la multitud fue movida, ninguno lo recordó nunca, pero la masa entera -los hombres, las mujeres, los niños, los perros- fue en una avalancha simultánea y tumultuosa por la entrada. Éstos congestionaron la puerta, empujando por una precedencia, resolviéndose finalmente en una fila y moviéndose paso a paso. Por alguna sutil alquimia espiritual o física, la observación se había transmutado en acción, los visitantes se habían vuelto participantes del espectáculo, la audiencia había usurpado el escenario.
Para el único espectador que quedaba al otro lado de la calle, Alvan Creede, el banquero, el interior de la tienda con su multitud invasora continuó bajo total iluminación, todas las cosas extrañas que sucedían allí eran claramente visibles. Para los de adentro todo era una negra oscuridad. Era como si cada persona, al ser lanzada adentro por la puerta, hubiera sido golpeada por la ceguera y estuviera enloquecida por la desgracia. Andaban a tientas con una imprecisión despistada, trataban de forzar su camino contra la corriente, empujaban y codeaban, golpeaban al azar, se caían y eran pisoteados, se levantaban y pisoteaban en su turno. Se agarraban el uno al otro por los vestidos, el cabello, la barba, peleaban como animales, maldecían, gritaban, se llamaban el uno al otro con nombres oprobiosos y obscenos. Cuando, finalmente, Alvan Creede había visto a la última persona de la fila, pasar a ese tumulto de espanto, la luz que lo había iluminado súbitamente se apagó, y todo fue tan negro para él como para los de adentro. Se volvió atrás y dejó el lugar.
En la mañana temprana una multitud curiosa se había reunido alrededor de Deemer’s. Estaba compuesta en parte de esos, que habían corrido la noche anterior, pero que ahora tenían el coraje de la luz solar, en parte de tipos honestos que iban a su faena diaria. La puerta de la tienda seguía abierta, el lugar estaba vacante, pero en las paredes, el suelo y los muebles había jirones de ropa y enredos de cabello. El Hillbrook militante se las había arreglado, de algún modo, para salirse y se había ido a su hogar, para medicar sus heridas y jurar que había estado toda la noche en la cama. Sobre el escritorio polvoriento, detrás del mostrador, estaba el libro de cuentas. Las entradas en éste, con letra manual de Deemer, habían cesado el día 16 de julio, el último de su vida. No había registro de una venta posterior a Alvan Creede.
Esta es la historia entera, excepto que las pasiones de los hombres habiéndose calmado, y la razón habiendo retomado su inmemorial dominio, se confesó en Hillbrook que, considerando el carácter inofensivo y honorable de su primera transacción comercial bajo las nuevas condiciones, Silas Deemer, el difunto, podría haber sufrido de forma apropiada para retomar el negocio en el viejo puesto sin tumulto. Con ese juicio el historiador local, de cuyo trabajo no publicado estos hechos son compilados, tuvo la previsión de expresar su concurrencia.

Título original: A Jug of Sirup, publicado por primera vez en The San Francisco Examiner, diciembre de 1893, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: James Guthrie, A Highland Funeral, 1882.

lunes, 14 de febrero de 2011

Los ojos de la pantera

I
Uno no siempre se casa cuando está insano

Un hombre y una mujer -la naturaleza había hecho la agrupación- se sentaron en un asiento rústico, a la caída de la tarde. El hombre era de edad mediana, esbelto, moreno, con la expresión de un poeta y la tez de un pirata, un hombre a quien uno miraría de nuevo. La mujer era joven, rubia, graciosa, con algo en su figura y movimientos que sugería la palabra “ágil”. Estaba vestida con un traje gris, de raras marcas marrones en la textura. Ella podía haber sido hermosa, uno no podía decirlo fácilmente, pues sus ojos negaban la atención a todo lo demás. Éstos eran verde grisáceos, largos y estrechos, con una expresión que desafiaba el análisis. Uno sólo podía saber que eran inquietantes. Cleopatra podía haber tenido tales ojos.
El hombre y la mujer hablaban.
-Sí -decía la mujer-, ¡yo lo amo, Dios lo sabe! Pero casarme con usted, no. No puedo, no lo haré.
-Irene, usted ha dicho eso muchas veces, pero siempre me ha negado una razón. Yo tengo derecho a saber, a entender, a sentir y probar mi fortaleza, si la tengo. Deme una razón.
-¿Para amarlo?
La mujer estaba sonriendo a través de sus lágrimas y palidez. Eso no agitó algún sentido del humor en el hombre.
-No, no hay razón para eso. Una razón para no casarse conmigo. Yo tengo derecho a saber. Tengo que saber. ¡Voy a saber!
Él se había levantado y estaba parado ante ella con las manos apretadas, en su rostro un gesto que podría haber sido llamado un ceño fruncido. Miraba como si pudiera intentar saber estrangulándola. Ella no sonrió más, meramente se sentó mirando su rostro con un respeto fijo, estable, que no tenía emoción o sentimiento por completo. Aunque había algo en éste, que domesticó su resentimiento y le hizo temblar.
-¿Usted está decidido a saber mi razón? -preguntó en un tono que era mecánico por entero, un tono que, podía haber sido, su mirada hizo audible.
-Si usted quiere, si yo no estoy pidiendo demasiado.
Al parecer, este señor de la creación estaba cediendo cierta parte de su dominio sobre su criatura.
-Muy bien, usted lo va a saber: yo estoy insana.
El hombre se sobrecogió, luego miró incrédulo, y fue consciente de que debían estarse burlando de él. Pero de nuevo, el sentido del humor le falló en su necesidad y, a despecho de su descreencia, fue turbado de forma profunda por eso que no creía. Entre nuestras convicciones y nuestras sensaciones no hay un buen entendimiento.
-Eso es lo que dirían los médicos -continuó la mujer-, si supieran. Yo podría preferir llamarlo un caso de “posesión”. Siéntese y oiga lo que tengo que decir.
El hombre retomó su asiento junto a ella en silencio, en un banco rústico de la cuneta. Sobre y contra ellos, en el lado este del valle, las colinas ya estaban rojizas por la puesta del sol, y la quietud de todo alrededor era de esa cualidad peculiar, que predice el crepúsculo. Algo de su solemnidad misteriosa y significativa, se había impartido al ánimo del hombre. En el mundo espiritual, como en el material, hay signos y presagios de la noche. Rara vez hallando su mirada, y cada vez que lo hacía consciente del espanto indefinible con que, a despecho de su belleza felina, los ojos de ella siempre lo afectaban, Jenner Brading escuchó en silencio la historia contada por Irene Marlowe. En deferencia al posible prejuicio del lector, contra el método sin arte de un historiador inexperto, el autor se aventura a sustituir con su propia versión la de ella.
II
Una habitación puede ser demasiado estrecha para tres, aunque uno esté afuera

En una pequeña casa de troncos que contenía una única habitación, amueblada con rudeza y escasez, agachada en el suelo contra una de las paredes, había una mujer que apretaba a un niño contra su pecho. Afuera, una densa foresta inviolada se extendía por muchas millas en toda dirección. Esto era de noche y la habitación estaba negra de oscura: ningún ojo humano podía haber discernido a la mujer y al niño. Aunque éstos eran observados de modo estrecho, vigilante, incluso, sin nunca una disminución momentánea de la atención, y ese es el hecho pivotal sobre el que gira esta narración.
Charles Marlowe era de la clase, ahora extinta en este país, de los leñadores pioneros, unos hombres que hallaron sus entornos más aceptables en las soledades selváticas, que se extendían a lo largo de la vertiente este del valle del Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el Golfo de México. Por más de cien años, estos hombres avanzaron siempre hacia el oeste, generación tras generación, con el rifle y el hacha, reclamando de la naturaleza y sus hijos salvajes, aquí y allá, unos acres aislados para el arado, tan pronto reclamados como entregados a sus menos aventurados, pero más ahorrativos sucesores. Por último, salieron por el linde de la foresta hacia el campo abierto, y se desvanecieron como si hubieran caído por un precipicio. El leñador pionero no estaba más, el pionero de las llanuras, ese, cuya fácil tarea fue someter por ocupación dos tercios del país, en una única generación, era otra creación inferior. Con Charles Marlowe en la espesura, compartiendo los peligros, las dificultades y las privaciones de esa vida extraña, sin provecho, estaban su esposa e hija, a quienes, a la manera de su clase, en que las virtudes domésticas eran una religión, estaba apasionadamente apegado. La mujer era aún lo suficiente joven para ser bonita, lo suficiente nueva en el horrible aislamiento de su suerte, para ser jovial. Al contener la gran capacidad de felicidad, que las simples satisfacciones de la vida en la foresta no podían haber llenado, el cielo la había tratado de forma honorable. En sus ligeras tareas hogareñas, su hija, su marido y sus pocos libros tontos, ella encontró una abundante provisión para sus necesidades.
Una mañana de mediados de verano, Marlowe tomó su rifle de los ganchos de madera de la pared, y manifestó su intención de ir a cazar.
-Tenemos bastante carne -dijo la esposa-, por favor, no salgas hoy. Yo soñé anoche, ¡oh, una cosa tan espantosa! No lo puedo recordar, pero estoy casi segura de que va a pasar si sales.
Es doloroso confesar que Marlowe recibió esta declaración solemne con menos gravedad, que la debida a la misteriosa naturaleza de la calamidad anunciada. En verdad, se rió.
-Trata de recordar -dijo-. Quizás tú soñaste que el bebé había perdido el poder de hablar.
La conjetura era sugerida, obviamente, por el hecho de que el bebé, aferrando el fleco de su capa de caza con todos sus diez dedos rollizos, estaba en ese momento expresando su sentido de la situación, con una serie de goo-goos exultantes, inspirados por la visión de la capa de piel de mapache de su padre.
La mujer cedió: carente del don del humor, no podía tenerse firme ante su jocosidad amable. Así, con un beso para la madre y un beso para la hija, él dejó la casa y cerró la puerta a su felicidad para siempre.
Al anochecer no había retornado. La mujer preparó la cena y esperó. Luego puso al bebé en la cama y le cantó con suavidad, hasta que se durmió. Para ese tiempo el fuego del hogar, en que había cocinado la cena, había ardido y la habitación estaba iluminada por una única vela. Ésta la colocó después en la ventana abierta, como un signo de bienvenida al cazador, si éste debía aproximarse por ese lado. Había cerrado y barreado la puerta con precaución, contra esos animales salvajes que la podrían preferir a la ventana abierta; sobre los hábitos de las bestias de presa de entrar en una casa sin ser invitadas, ella no estaba avisada aunque, con una verdadera previsión femenina, podía haber considerado la posibilidad de su entrada por la vía de la chimenea. Mientras la noche pasaba se sintió no menos ansiosa, pero sí más adormecida, y por último posó sus brazos sobre la cama junto a la niña, y su cabeza sobre los brazos. La vela en la ventana ardió hasta el enchufe, chisporroteó, refulgió un momento y se agotó sin ser observada, pues la mujer dormía y soñaba.
En el sueño ella se sentaba junto a la cuna de una segunda hija. La primera había muerto. El padre había muerto. La casa de la foresta se había perdido, y la vivienda en la que vivía era no familiar. Había unas puertas de roble pesadas, siempre cerradas, y afuera de las ventanas, fijadas a la gruesa pared de piedra, había barras de hierro, obviamente (eso pensaba ella), una provisión contra los indios. Todo eso lo notó con una infinita piedad por sí misma, pero sin sorpresa, una emoción desconocida en los sueños. La niña en la cuna era invisible bajo su cobija, que algo la impelió a remover. Ella hizo eso, ¡descubriendo la cara de un animal salvaje! Con el impacto de esta revelación espantosa la soñadora se despertó, temblando en la oscuridad de su cabaña en el bosque.
Mientras el sentido de sus entornos reales volvía con lentitud, ella sintió por la niña que no era un sueño, y se aseguró por su respiración que todo estaba bien con ésta, y no pudo privarse de pasarle la mano por la cara con ligereza. Entonces, movida por algún impulso que, probablemente, no podría haber explicado, se levantó y tomó al bebé dormido en sus brazos, teniéndolo contra su pecho cercanamente. La cabecera de la cuna de la niña estaba contra la pared, a la que ahora la mujer le daba la espalda mientras estaba parada. Alzando sus ojos, vio dos objetos brillantes que miraban en la oscuridad, con un fulgor verde rojizo. Los tomó por dos carbones del hogar, pero con el retorno de su sentido de la dirección, le vino la conciencia inquietante de que éstos no estaban en ese cuadrado de la habitación, que además estaban demasiado altos, cerca del nivel de sus ojos, de sus propios ojos. Pues esos eran los ojos de una pantera.
La bestia estaba en la ventana abierta, opuesta de modo directo y a menos de cinco pasos de distancia. Nada más que esos ojos terribles eran visibles, pero en el espantoso tumulto de sus sensaciones, mientras la situación se descubría a su entendimiento, ella sabía de alguna forma que el animal estaba parado sobre sus patas traseras, apoyándose con sus zarpas en la repisa de la ventana. Eso significaba un interés maligno, no la mera satisfacción de una curiosidad indolente. La conciencia de la actitud era un horror agregado, que acentuaba la amenaza de esos ojos horribles, en cuyo fuego resuelto la fuerza y el coraje de ella parecían consumirse. Bajo su silencio inquisitivo se estremecía y se sentía enferma. Sus rodillas le fallaban, y por grados, esforzándose de modo instintivo para evitar un movimiento súbito, que pudiera traer a la bestia sobre ella, se bajó al suelo, se agachó contra la pared y trató de escudar al bebé con su cuerpo trémulo, sin retirar su mirada de los orbes luminosos que la estaban matando. Ningún pensamiento de su marido le venía en su agonía, ninguna esperanza ni sugestión de rescate o escape. Su capacidad de pensar y sentir se había reducido a las dimensiones de una única emoción: el miedo al salto del animal, al impacto de su cuerpo, al embate de sus grandes patas, a la sensación de sus dientes en su garganta, al destrozo de su bebé. Inmóvil ahora y en silencio absoluto, esperó su condena, mientras los momentos se convertían en horas, en años, en siglos, y esos ojos diabólicos mantenían aún su vigilancia.
Al retornar a su cabaña tarde en la noche, con un venado en los hombros, Charles Marlowe empujó la puerta. Ésta no cedió. Tocó, no hubo respuesta. Puso abajo el venado y fue rodeando hacia la ventana. Al doblar el ángulo de la vivienda, le pareció oír un sonido como de pisadas sigilosas y un susurro en la maleza de la foresta, pero eran demasiado ligeras para la certeza, incluso para su oído experto. Se aproximó a la ventana y para su sorpresa la encontró abierta, lanzó su pierna por encima de la repisa y entró. Todo era oscuridad y silencio. Avanzó a tientas hacia la estufa, rayó un cerillo y prendió una vela.
Entonces miró alrededor. Encogida en el suelo contra la pared estaba su esposa, apretando a su hija. Cuando él saltó hacia su lado, ella se levantó y rompió en una risa larga, alta y mecánica, carente de júbilo y carente de sentido, una risa que no estaba en desacuerdo con el rechinar de una cadena. Apenas sabiendo lo que hacía, extendió sus brazos. Ella puso al bebé en éstos. Estaba muerto, oprimido hasta morir en el abrazo de su madre.
III
La teoría de la defensa

Eso es lo que ocurrió durante una noche en la foresta, pero Irene Marlowe no le relató todo a Jenner Brading, ella no lo sabía todo. Cuando hubo concluido el sol estaba por debajo del horizonte, y el largo crepúsculo del verano había empezado a profundizar en las hondonadas de la tierra. Por unos momentos Brading se quedó en silencio, esperando que la narración fuera llevada adelante, hacia alguna conexión definida con la conversación que la había introducido, pero la narradora estaba tan silenciosa como él, su rostro desviado, sus manos se apretaban y aflojaban a sí mismas mientras yacían en su regazo, con la singular sugestión de una actividad independiente de su voluntad.
-Es una historia triste, terrible -dijo Brading por último-, pero yo no entiendo. Usted llama padre a Charles Marlowe, que yo sepa. Que él fue viejo antes de tiempo, quebrado por alguna gran tristeza, yo lo he visto, o creído que lo vi. Pero, perdóneme, usted dijo que, que…
-Que yo estoy insana -dijo la muchacha, sin un movimiento de la cabeza o el cuerpo.
-Pero, Irene, usted dice; por favor, querida, no mire a otro lado; usted dice que la niña estaba muerta, no demente.
-Sí, ésa; yo soy la segunda. Yo nací tres meses después de esa noche; mi madre, siendo misericordiosa, permitió que su vida se fuera al darme la mía.
Brading se quedó en silencio de nuevo, estaba un poco aturdido, y no podía pensar de una vez en la cosa correcta que decir. El rostro de ella aun estaba vuelto. En su embarazo, él se extendió de forma impulsiva hacia las manos, que se cerraban y abrían en el regazo de ella, pero algo -no podía haber dicho qué- lo refrenó. Recordó entonces vagamente, que nunca se había cuidado por completo de tomarle la mano.
-¿Es posible -reanudó ella-, que una persona nacida bajo tales circunstancias, sea como las demás, lo que usted llama sana?
Brading no replicó, estaba preocupado con un nuevo pensamiento que estaba tomando forma en su mente, lo que un científico hubiera llamado una hipótesis, un detective, una teoría. Éste podría arrojar una luz adicional, aunque escabrosa, sobre una duda de su cordura que la propia aseveración de ella no había despejado.
El país aún era nuevo y, fuera de las villas, estaba escasamente poblado. El cazador profesional aún era una figura familiar, y entre sus trofeos había cabezas y pieles de las más grandes piezas de caza. Los cuentos varios creíbles, de encuentros nocturnos con animales salvajes en los caminos solitarios, eran a veces corrientes, pasaban por las etapas de costumbre de crecimiento y decadencia, y eran olvidados. Una adición reciente a este apócrifo popular, originada al parecer por generación espontánea en varios hogares, era el de una pantera que había asustado a algunos de sus miembros, mirando adentro por las ventanas en la noche. La fábula había causado su pequeña oleada de excitación, incluso había alcanzado la distinción de un espacio en el periódico local, pero Brading no le había prestado atención. Su parecido con la historia que recién había escuchado ahora, le impresionó acaso de un modo más que accidental. ¿No era posible que una historia hubiera sugerido la otra, que al encontrar condiciones congeniales en una mente morbosa y una fantasía fértil, hubiera crecido hasta el cuento trágico que había oído?
Brading recordó ciertas circunstancias de la historia y la disposición de la muchacha, con los cuales, con la no curiosidad del amor, hasta ahora había sido descuidado, tales como su vida solitaria con su padre, en cuya casa nadie, al parecer, era un visitante aceptable, y su extraño miedo a la noche, con el que, aquellos que la conocían mejor, explicaban el que ella nunca fuera vista después de oscurecer. Seguramente, en una mente así la imaginación, una vez encendida, podría arder con una llama ilícita, penetrando y envolviendo la estructura entera. De que estaba loca, aunque la convicción le produjera el dolor más agudo, no podía dudar más; ella sólo había confundido el efecto de su desorden mental con su causa, poniendo en relación imaginaria con su propia personalidad los caprichos de los hacedores de mitos locales. Con alguna vaga intención de probar su nueva "teoría", y con una noción no muy definida de cómo ponerse a hacerlo, dijo con gravedad, pero con vacilación:
-Irene, querida, dígame, le ruego no lo tome como ofensa, pero dígame…
-Yo le he dicho -lo interrumpió ella, hablando con una seriedad apasionada, que él no había conocido que ella mostrara-, ya le he dicho que no podemos casarnos, ¿hay otra cosa que valga la pena decir?
Antes de que pudiera pararla ella había saltado de su asiento y, sin otra palabra o mirada, se estaba deslizando entre los árboles hacia la casa de su padre. Brading se había levantado para detenerla, se quedó mirándola en silencio hasta que se hubo desvanecido en la tiniebla. Súbitamente, se sobrecogió como si le hubieran disparado, su rostro adquirió una expresión de asombro y alarma: en una de las sombras negras en que ella había desaparecido, ¡él había tenido la visión rápida, breve de unos ojos radiantes! Por un instante se quedó aturdido e irresoluto, luego se lanzó hacia el bosque tras ella, voceando: -¡Irene, Irene, cuidado! ¡La pantera, la pantera!
En un momento había pasado por la franja de la foresta hacia el campo abierto, y vio la falda gris de la muchacha que se desvanecía en la puerta de su padre. Ninguna pantera era visible.
IV
Una apelación a la conciencia de Dios

Jenner Brading, abogado de ley, vivía en una casita en el borde del pueblo. Directo detrás de la vivienda estaba la foresta. Siendo soltero y por lo tanto, según el draconiano código moral del tiempo y el lugar, negados los servicios de la única especie de sirviente doméstico conocido por allí, la “muchacha contratada”, se alojaba en el hotel de la villa, donde asimismo estaba su oficina. La casita junto al bosque era, meramente, un alojamiento mantenido -no a gran costo, de seguro- como una evidencia de prosperidad y respetabilidad. Sería apenas debido que uno, a quien el periódico local había señalado con orgullo como “el jurista más avanzado de su tiempo”, fuera un “sin hogar”, aunque a veces éste pudiera haber sospechado, que las palabras “hogar” y “casa” no eran estrictamente sinónimos. En efecto, su conciencia de la disparidad y su voluntad de armonizarla, eran unas cuestiones de inferencia lógica, pues se rumoreó en general que poco después la casita fuera construida, su dueño había tenido una fútil aventura en la dirección del matrimonio, había, en verdad, ido tan lejos, como para ser rechazado por la hermosa pero excéntrica hija del viejo Marlowe, la reclusa. Esto fue creído de forma pública porque lo había dicho él mismo, y ella no lo había; una inversión del usual orden de cosas, que apenas podía fallar en llegar a la convicción.
El dormitorio de Brading estaba al fondo de la casa, con una única ventana frente a la foresta.
Una noche lo despertó un ruido en esa ventana, apenas podría haber dicho lo que era. Con una pequeña alteración de los nervios, se sentó en la cama y echó mano del revólver que, con una prevención más comendable, en un adicto al hábito de dormir en la planta baja con la ventana abierta, había puesto bajo la almohada. La habitación estaba en una oscuridad absoluta, pero no estando aterrado sabía a dónde dirigir sus ojos, y los mantuvo allí, aguardando en silencio que más podría ocurrir. Ahora podía discernir vagamente la abertura, un cuadrado negro más aclarado. De repente, aparecieron en su borde inferior dos ojos rutilantes, ¡que ardieron con un lustre maligno indeciblemente terrible! El corazón de Brading dio un gran vuelco, luego pareció quedarse quieto. Un frío pasó a lo largo de su columna y a través de su cabello, sintió que la sangre dejaba sus mejillas. No podría haber gritado, ni para salvar su vida, pero siendo un hombre de coraje, para salvar su vida, no habría hecho eso si hubiera sido capaz. Su cuerpo cobarde podía sentir alguna trepidación, pero su espíritu era de una materia más áspera. Con lentitud, los ojos radiantes se levantaron con un movimiento estable, que pareció una aproximación, y con lentitud, la mano derecha de Brading se levantó teniendo la pistola. ¡Disparó!
Cegado por el fogonazo y aturdido por el estruendo, Brading no obstante oyó, o le pareció que oyó el aullido salvaje, alto de la pantera, tan humano en el sonido, tan diabólico en la sugestión. Saltando de la cama, se vistió apurado y, pistola en mano, salió por la puerta, hallando a dos o tres hombres que venían corriendo desde el camino. Una breve explicación fue seguida por una búsqueda cautelosa en la casa. La hierba estaba mojada por el rocío, debajo de la ventana había sido pisoteado y en parte nivelado un amplio espacio, del que un rastro desviado, visible a la luz de una linterna, llevaba lejos hacia los arbustos. Uno de los hombres tropezó y cayó sobre sus manos que, cuando se levantó y las frotó juntas, estaban resbalosas. Al examinarlas vieron que estaban rojas de sangre.
Un encuentro desarmado con una pantera herida, no era agradable para el gusto de éstos, todos menos Brading volvieron atrás. Éste, con la linterna y la pistola, caminó adelante con coraje hacia el bosque. Pasando por una maleza difícil entró a un claro pequeño, y ahí su coraje tuvo su recompensa, pues encontró el cuerpo de su víctima. Pero ésta no era una pantera. Lo que era se dice, incluso hoy en día, en una lápida gastada por el tiempo en el camposanto de la villa, y por muchos años fue atestiguado diariamente junto a la tumba, por la figura encorvada y de rostro tristemente arrugado del viejo Marlowe, para cuya alma, y para el alma de su extraña e infeliz hija, la paz. La paz y la reparación.

Título original: The Eyes of the Panther, publicado por primera vez en The San Francisco Examiner, octubre de 1897, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Daniel Smith, African Ebony-Black Panther (Fragment), XX.

martes, 1 de febrero de 2011

Jupiter Doke, el brigadier general


Del Secretario de guerra al Hon. Jupiter Doke, encrucijada Hardpan, condado Posey, Illinois.

Washington, 3 de noviembre de 1861.

Teniendo fe en su patriotismo y habilidad, el Presidente se ha complacido en nombrarlo brigadier general de voluntarios. ¿Usted acepta?

Del Hon. Jupiter Doke al Secretario de guerra.

Hardpan, Illinois, 9 de noviembre de 1861.

Es el momento de más orgullo en mi vida. Es un oficio que no debe ser solicitado ni declinado. En tiempos que prueban las almas de los hombres, el patriota no conoce ni norte, ni sur, ni este, ni oeste. Su lema debe ser: “Mi país, todo mi país y nada más que mi país.” Yo acepto la gran confianza depositada en mí por un pueblo libre e inteligente, y con una firme seguridad en los principios de la libertad constitucional, e invocando la guía de la todo-sabia providencia, soberana de las naciones, voy a laborar así para cumplirla en cuanto a no dejar mancha en mi escudo político. Diga a su excelencia, el sucesor del inmortal Washington en el asiento del poder, que el patronazgo de mi oficio será empleado con el ojo puesto en asegurar el mayor bien para el mayor número, la estabilidad de las instituciones republicanas y el triunfo del partido en todas las elecciones, y en eso empeño mi vida, mi fortuna y mi honor sagrado. Yo voy a preparar a la vez, una respuesta apropiada para el discurso del presidente del comité, diputado para informarme de mi nombramiento, y confío en que los sentimientos expresados en ésta, tocarán un acorde de simpatía en el corazón del público, así como comanden la aprobación del Ejecutivo.

Del Secretario de guerra al Mayor general Blount Wardorg, Comandante del Departamento militar del Kentucky este.

Washington, 14 de noviembre de 1861.

Yo he asignado a su departamento al brigadier general Jupiter Doke, quien pronto procederá a Distilleryville, en el río Little Buttermilk, y tomará el comando de la brigada de Illinois en ese punto, reportando a usted por carta para órdenes. ¿Está la ruta de Covington por el camino de Bluegrass, Opossum Corners y Horsecave aún infestada de partisanos, como se reporta en su último despacho? Yo tengo un plan para limpiarla.

Del Mayor general Blount Wardorg al Secretario de Guerra.

Louisville, Kentucky, 20 de noviembre de 1861.

El nombre y los servicios del brigadier general Doke no me son familiares, pero estaré complacido de tener la ventaja de su destreza. La ruta de Covington a Distilleryville via Opossum Corners y Horsecave he sido compelido a abandonarla al enemigo, cuya guerra de guerrillas hace posible mantenerla abierta sin destacar demasiadas tropas del frente. La brigada de Distilleryville está suministrada con barcos de vapor hasta Little Buttermilk.

Del Secretario de guerra al Brigadier general Jupiter Doke, Hardpan, Illinois.

Washington, 26 de noviembre de 1861.

Yo lamento profundamente que su comisión ha sido enviada por correo, antes del recibo de su carta de aceptación, así que debemos prescindir de la formalidad de la notificación oficial a usted por un comité. El Presidente está muy satisfecho con los nobles y patrióticos sentimientos de su carta, y ordena que proceda de una vez a su comando en Distilleryville, Kentucky, y allí reporte por carta al mayor general Wardorg en Louisville, para órdenes. Es importante que sea observado el más estricto secreto respecto a sus movimientos, hasta que haya pasado Covington, ya que se desea retener al enemigo enfrente de Distilleryville, hasta que usted esté a tres días de él. Entonces, si su aproximación es conocida, ésta operará como una demostración contra su derecha, y lo obligará a fortalecerla con su izquierda, ahora en Memphis, Tennessee, que es deseable capturar primero. Vaya por el camino de Bluegrass, Opossum Corners y Horsecave. Se espera que todos los oficiales estén de uniforme completo, cuando estén en route hacia el frente.

Del Brigadier general Jupiter Doke al Secretario de guerra.

Covington, Kentucky, 7 de diciembre de 1861.

Arribé ayer a este punto, y he dado mi poder a Joel Briller, esq.1, primo de mi esposa, y un acérrimo republicano, que va a representar dignamente al condado Posey en el campo y el foro. Él señala con orgullo un record de acero en los salones de la legislación, que a menudo han hecho eco de su elocuencia conmovedora del alma, sobre cuestiones que subyacen en el mismo fundamento del gobierno popular. Ha sido llamado el Patrick Henry de Hardpan, donde ha hecho un buen servicio a la causa de la libertad civil y religiosa. El sr. Briller salió hacia Distilleryville la noche pasada, y el portador de bandera de la hueste demócrata que confronta esa fortaleza de libertad, lo encontrará como un león en su sendero. Se me ha pedido quedarme aquí y dirigir alguna palabra al pueblo en un concurso local, que involucre cuestiones de suprema importancia. Siendo ese deber cumplido, yo en persona entraré en la arena del debate armado, y me moveré en la dirección del fuego más pesado, quemando mis naves detrás de mí. Envío por este correo a su excelencia el Presidente, una solicitud para el nombramiento de mi hijo, Jabez Leonidas Doke, como administrador de correo de Hardpan. Yo tomaría, señor, como un gran favor, si usted le diera a la aplicación un fuerte endoso oral, ya que el nombramiento está en la línea de reforma. Tenga la suficiente amabilidad de informarme, cuáles son los emolumentos del oficio que tengo en el brazo militar, y si éstos son por salario u honorario. ¿Hay algunas regalías? Mi cuenta de millas será transmitida mensualmente.

Del Brigadier general Jupiter Doke al Mayor general Blount Wardorg.

Distilleryville, Kentucky, 12 de enero de 1862.

Arribé al campo de tiendas ayer por barco de vapor, las tormentas recientes habiendo inundado el paisaje, que cubre, entiendo, la mayor parte de un distrito electoral. Me ha apenado encontrar que Joel Briller, esq., un prominente ciudadano del condado Posey, Illinois, y un estadista de larga visión que tenía mi poder, y quien hace un mes debería estar tronando a las puertas de la desunión, no ha sido oído, y sin dudas ha sido sacrificado en el altar de su país. En él, el pueblo americano pierde un baluarte de la libertad. Yo le pediría a usted con respeto que designe un comité, para preparar una resolución de respeto a su memoria, y que los titulares de oficio y los hombres bajo su comando, lleven la usual insignia de duelo por treinta días. Yo de una vez me pondré a la cabeza de los affairs aquí, y ahora estoy listo para considerar cualquier sugerencia que usted pueda hacer, buscando la mejor aplicación de las leyes en esta comunidad. Los demócratas militantes del otro lado del río, parecen estar contemplando medidas extremas. Tienen dos cañones grandes frente a este camino, y ayer por la mañana, me han dicho, algunos de ellos bajaron a la orilla del agua, y se quedaron en sesión por algún tiempo, haciendo acusaciones infames.

Del diario del Brigadier general Jupiter Doke, en Distilleryville, Kentucky.

12 de enero de 1862. En mi arribo ayer al Hotel Henry Clay (nombrado en honor del finado estadista de larga visión), fui esperado por una delegación que consistía de tres coroneles, instruidos en el comando de los regimientos de mi brigada. Fue una ocasión que será memorable en los anales políticos de América. Envié copias de los discursos al Maverick de Posey, para que sean difundidos en el registro de las edades. Los caballeros que componían la delegación reafirmaron, de forma unánime, su devoción a los principios de la unidad nacional y el partido republicano. Me agradó reconocer en ellos a hombres de prominencia política y escudos intachables. En el banquete subsecuente fueron expresados sentimientos de elevado patriotismo. Escribí al sr. Wardorg en Louisville por instrucciones.

13 de enero de 1862. Arrendé una residencia prominente (el anterior incumbido estando ausente en armas contra su país) por el término de un año, y escribí de una vez por la sra. del brigadier general Doke y las cuestiones vitales, con excepción de Jabez Leonidas. En el campo de la traición opuesta aquí, se supone que sean tres mil hombres equivocados, poniendo el hacha en la raíz del árbol de la libertad. Ellos tienen una clara mayoría, muchos de nuestros hombres habiendo retornado sin dejar a sus electores. Nosotros, probablemente, no habríamos obtenido más de dos mil votos. He aconsejado a mis cabezas de regimiento hacer un escrutinio de los restantes, que todos los disidentes sean leídos fuera de la falange.

14 de enero de 1862. Escribí al Presidente, pidiendo el contrato para suministrar a este comando armas de fuego e insignias a través de mi cuñado, identificado de modo prominente con los intereses industriales del país. Un grupo de soldados artilleros arribó a Jayhawk, a tres millas de aquí, en su camino para unirse a nosotros en orden de batalla. Hice marchar a toda mi brigada a Jayhawk para escoltarlos hasta el pueblo, pero su presidente, al tomarnos por una partida opuesta, abrió fuego hacia la cabeza de la procesión, y el ruido extraordinario de las balas de cañón (¡yo no tenía concepción de eso!), asustó tanto a mi caballo, que fui derribado sin concurso. La reunión pospuesta por el desorden y retornado al campamento, encontré que una diputación del enemigo había cruzado el río en nuestra ausencia, y hecho un reparto de los panes y los peces. Escribí al Presidente, aplicando por la silla de gobernador del territorio de Idaho.

De un artículo editorial en el Maverick de Posey, Illinois, del 20 de enero 1862.

El excitante recuento del brigadier general Doke, en otra columna, de la batalla de Distilleryville, hará que el corazón de cada illinoisiano leal salte con exultación. La brillante hazaña marca una era en la historia militar, y como el general Doke dice, “sienta, de forma amplia y profunda, los fundamentos de las proezas de las armas en América.” Como ninguna de las tropas envueltas, excepto el gallardo autor-jefe (un anfitrión en sí mismo), proviene del condado Posey, éste consideró justamente, que una lista de los caídos sólo ocuparía nuestro valioso espacio, para la exclusión de un asunto más importante, pero su recuento de la treta estratégica, con la que él en apariencia abandonó su campamento, y así indujo al enemigo pérfido a eso, con el propósito de asesinar al enfermo, el infortunado countertempus en Jayhawk, la embestida subsecuente sobre un enemigo atrapado, sonrojado por un éxito supuesto, conduciendo a sus legiones aterradas a través del río insalvable, con la excluida persecusión, todos esos “emotivos accidentes en el diluvio y el campo”, están relatados con una pluma de fuego y tienen todo el terrible interés de un romance.
Ciertamente, la verdad es más extraña que la ficción y la pluma es más poderosa que la espada. Cuando, por el poder gráfico del arte, preservador de todas las artes, estamos cara a cara con tales sucesos gloriosos como estos, la iniciativa de Maverick de asegurar para sus miles de lectores, los servicios de tan distinguido colaborador como el gran capitán, que hizo esta historia así como la escribió, parece un asunto de casi secundaria importancia. ¡Para Presidente en 1864 (sujeto a la decisión de la Convención nacional republicana) el brigadier general Jupiter Doke, de Illinois!

Del Major general Blount Wardorg al Brigadier general Jupiter Doke.

Louisville, 22 de enero de 1862.

Su carta, informándome de su arribo a Distilleryville, se retrasó en la transmisión, habiendo sido recién recibida (abierta) por cortesía del comandante del Departamento confederado, bajo bandera de tregua. Él me ruega le asegure, que consideraría un acto de crueldad el molestarlo a usted, y yo creo que lo sería. Mantenga, sin embargo, una actitud amenazante, pero a la menor presión retírese. Su posición es, simplemente, un puesto de avanzada que no se intenta retener.

Del Secretario de guerra al Mayor general Blount Wardorg.

Louisville, 23 de enero de 1862.

Tengo información cierta, de que el enemigo ha concentrado veinte mil tropas de todas las armas en Little Buttermilk. De acuerdo a su asignación, el general Doke está al comando de la pequeña brigada de tropas crudas opuesta a ellos. No es parte de mi plan contener el avance del enemigo en ese punto, pero no puedo hacerme responsable por cualquier revés de la brigada mencionada, bajo su actual comandante. Yo creo que es un imbécil.

Del Secretario de guerra al Major general Blount Wardorg.

Washington, 1 de febrero de 1862.

El Presidente tiene una gran fe en el general Doke. Si su estimado sobre él es correcto, sin embargo, él parecería estar singularmente bien ubicado donde está ahora, ya que vuestros planes parecen contemplar un considerable sacrificio, por cualesquiera ventajas espere obtener.

Del Brigadier general Jupiter Doke al Mayor general Blount Wardorg.

Distilleryville, 1 de febrero de 1862.

El día de mañana voy a remover mis cuarteles generales a Jayhawk, en orden de señalar el camino cuando sea mi brigada se retire de Distilleryville, como se anunció en su carta del 22 últ. Yo he nombrado un Comité de retirada, el acta de cuya primera reunión le transmito. Usted percibirá que el comité ha sido debidamente organizado, con la elección de un presidente y un secretario, una resolución (preparada por mí mismo) fue adoptada a efecto de que, en caso de que la traición levante de nuevo su horrenda cabeza en este lado del río, cada hombre de la brigada monte una mula, y la procesión se mueva con prontitud en la dirección de Louisville y el leal Norte. En preparación para tal emergencia, yo he estado por algún tiempo reuniendo las mulas de la democracia residente, y tengo a la mano 2,300 en un campo de Jayhawk. ¡La vigilancia eterna es el precio de la libertad!

Del Major general Gibeon J. Buxter, C.S.A., al Secretario de guerra confederado.

Bung Station, Kentucky, 4 de febrero 1862.

En la noche del 2 corriente, nuestra fuerza entera, consistente de 25,000 hombres y treintidós piezas de campo, bajo el comando del mayor general Simmons B. Flood, cruzó por un vado al lado norte del río Little Buttermilk, en un punto a tres millas arriba de Distilleryville, y se movió abajo oblicuamente y lejos de la corriente, para golpear la carretera de Covington en Jayhawk, siendo el objeto, como usted sabe, capturar Covington, destruir Cincinnati y ocupar el valle de Ohio. Por unos meses, ha habido en nuestro frente sólo una pequeña brigada de tropas indisciplinadas, en apariencia sin un comandante, quienes fueron útiles para nosotros, pues al no turbarlas pudimos crear una impresión de debilidad. Pero habiéndolas aislado el movimiento sobre Jayhawk, yo estaba a punto de destacar un regimiento de Alabama para incluirlas, siendo mi división la puntera, cuando un ruidoso temblor de tierra se sintió y oyó, y súbitamente la cabeza de la columna fue golpeada por uno de esos terribles tornados, por los que esta región es famosa, y aniquilada por completo. El tornado, creo, pasó a lo largo de toda la longitud del camino, de vuelta al vado, dispersando o destruyendo nuestro ejército entero; pero de esto no puedo estar seguro, pues yo fui levantado de la tierra insensible, y soplado de vuelta al lado sur del río. El fuego continuo de toda la noche en el lado norte, y los reportes de esos de nuestros hombres que habían recruzado el vado, me convencieron de que la brigada yankee había exterminado a los sobrevivientes incapacitados. Nuestra pérdida ha sido inusitadamente grande. En mi propia división de 15,000 soldados de infantería, las bajas -entre muertos, heridos, capturados y desaparecidos- son de 14, 994. De la división del general Dolliver Bilow, con una fuerza de 11,200, sólo pude encontrar a dos oficiales y un cocinero negro. De la artillería de 800 hombres, ninguno ha reportado en este lado del río. El general Flood está muerto. Yo he asumido el comando de la fuerza expedicionaria pero, debido a las grandes pérdidas, han estimado que es aconsejable contratar mi línea de suministros lo más rápido posible. Voy a marchar hacia el sur el día de mañana por la mañana temprano. Los propósitos de la campaña han sido, aunque todavía, en parte cumplidos.

Buhac, Kentucky, 5 de febrero de 1862.

...Pero durante el 2do. día, no sabiendo nosotros, siendo reforzado por cincuenta mil hombres de caballería, y siendo informado de nuestro movimiento por un espía, este vasto cuerpo se acercó en la oscuridad a Jayhawk, y cuando la cabeza de nuestra columna alcanzó ese punto alrededor de las 11 pm., cayó sobre éste con furia asombrosa, destruyendo la división del general Buxter en un instante. La brigada de artillería del general Baumschank, que estaba en la retaguardia, pudo haber escapado, yo no esperé para ver, sino retiré mi división hacia el río, en un punto a varias millas arriba del vado, y a la luz del día lo crucé en barca con dos rieles vallados, amarrados con unos tirantes. Sus pérdidas, de una fuerza efectiva de 11,200, son de 11,199. El general Buxter está muerto. Yo estoy cambiando mi base a Mobile, Alabama.

Del Brigadier general Schneddeker Baumschank, C.S.A., al Secretario de guerra confederado.

Iodine, Kentucky, 6 de febrero de 1862.

...Justo entonces algo ocurrió, yo no sé qué fue, algo magnífico, pero no era la guerra, y me encontré a mí mismo, después de poco rato, en este lugar, sin un caballo y no encontré hombres ni cañones. El general Peelows está muerto. Usted por favor sea tan bueno, como para resignarme. Yo no soy más persona en una comarca maldita, donde me limpiaron y no sé cómo fue hecho eso.

Resoluciones del Congreso, 15 de febrero de 1862.

Resuelto, que una gratitud del Congreso es debida, y por esta tendida, al brigadier general Jupiter Doke y a los gallardos hombres bajo su comando, por su proeza sin paralelo al atacar -ellos mismos sólo con una fuerza de 2,000- a un ejército de 25,000 hombres y derrotarlo por completo, matando a 5327, haciendo prisioneros a 19,003, de quienes más de la mitad estaban heridos, tomando 32 cañones, 20,000 stands de armas pequeñas y, en resumen, el equipo entero del enemigo.

Resuelto, que por esta victoria ejemplar, al Presidente se le solicite designar un día de acción de gracias, y una celebración pública de ritos religiosos en las diversas iglesias.

Resuelto, que se le solicite, en muy conmemoración del gran evento, y en recompensa de los gallardos espíritus, cuyos hechos han agregado tal lustre imperecedero a las armas de América, nombrar, con el consejo y el consentimiento del Senado, al oficial siguiente:

Un mayor general.

Declaración del sr. Hannibal Alcazar Peyton, de Jayhawk, Kentucky.

Esa fue una noche oscura todopoderosa, lo fue, y así aquí todos los ojos no valían una cáscara, pero yo agarré y oí como un aullido, y cuando capté el murmullo de voces, supe que la pandilla pertenecía al lado lejano del río. Así yo justo corrí a la casa, y desperté al mariscal Doke y le dije: "¡Afuera con su pellejo, por su vida!" ¡Y el Señor bendiga mi alma!, si ese hombre no fue directo por la ventana, con su cola encogida, ¡y se lanzó para cruzar la parcela de mulas! Y allí había veintitrés mulas hambrientas, ellas justo pensaron que era el diablo mismo con un hierro candente, y corrieron afuera de esa parcela como un terremoto, y se apilaban unas arriba de otras por el camino, y cinco se dispararon abajo a lo profundo, ¡y estaba lleno de confederados de una punta a otra1!..

1Ofrezco traducción aproximada (casi inventada) debido al slang enigmático del original. Si algún anglófono se dignara a contribuir a la exactitud de la traducción... (N. del T.).  

Título original: Jupiter Doke, Brigadier General, publicado por primera vez en The Wasp, diciembre de 1885, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Mort Kunstler, General John Hunt Morgan Inspecting his Troops, XX.