domingo, 8 de julio de 2012

Una vaca almohazada


Mi tía Patience, quien labraba una granja pequeña en el estado de Michigan, tenía una vaca favorita. Esa criatura no era una vaca buena, ni una provechosa, pues en lugar de dedicar una parte de su ociosidad a la secreción de leche y la producción de terneras, concentraba todas sus facultades en el estudio del cocear. Ella coceaba todo el día, y se levantaba en medio de la noche para cocear. Coceaba cualquier cosa: a las gallinas, los puercos, los postes, las piedras sueltas, a los pájaros en el aire y a los peces que saltaban fuera del agua; para esa bovina imparcial y de mente católica todo era igual, todo era similarmente no meritorio. Como el viejo Timotheus, quien “elevó un mortal a los cielos”, era la vaca de mi tía Patience, aunque, en palabras de un poeta más tardío que Dryden, ella lo hacía “más duro y más frecuente”. Era placentero verla abrirse un pasaje para sí misma, a través del corral populoso. Fulminaba a derecha e izquierda, primero con una pata trasera y entonces con la otra, y a veces, bajo condiciones favorables, tenía un considerable número de animales domésticos en el aire a la vez.
Sus coces, también, eran tan admirables en calidad como inagotables en cantidad. Eran sin comparación superiores a esas de las reces indoctas, que no habían hecho del arte un estudio vital, meras amateurs que coceaban “de oído”, como se dice en la música. Yo la vi una vez parada en el camino, quedado dormida profesamente y mascando su bolo de modo mecánico, con una suerte de lasitud de mañana de domingo, como uno masca el bolo de uno en un sueño. Hocicando alrededor a su lado, beatamente inconsciente del peligro inminente y envuelto en los pensamientos sobre su novia, había un cerdo negro gigantesco, un cerdo de alrededor el tamaño y la apariencia general de un rinoceronte añojo. Súbitamente, mientras yo miraba, sin un movimiento visible por parte de la vaca, sin nunca un temblor perceptible de su armazón, ni un lapso en la plácida regularidad de su rumiar, ese cerdo se había ido lejos de allí, había tomado su licencia por completo. Pero lejos hacia el horizonte pálido, una diminuta pizca negra estaba atravesando el empíreo a la velocidad de un meteoro, y en un momento había desaparecido sin un estallido audible, más allá de las colinas distantes. Eso podía haber sido ese cerdo.
Almohazar a las vacas no era, yo pienso, una práctica común incluso en Michigan, pero como ésta nunca había necesitado de ordeño, por supuesto, tenía que ser sometida a alguna forma equivalente de persecución; e irritar su piel con una almohaza se pensaba una atención tan desagradable, como un afecto pensativo podía concebir. Al menos ella lo pensaba así, aunque yo sospecho que su señora, realmente, lo pretendía para una ventaja temporal de la buena criatura. De cualquier modo, mi tía siempre ponía como condición para el empleo de un sirviente de granja, que éste debería almohazar a la vaca cada mañana; pero después de las pruebas justo suficientes, para convencerse a sí mismo de que no era un espasmo súbito, ni un mero disturbio local, el hombre siempre daba aviso de su intención de renunciar, aporreando a la bestia medio muerto con algún cuerpo foráneo, y entonces cojeaba al hogar hacia su sofá. Yo no sé, a cuántos hombres la criatura removió del empleo de mi tía de esa manera, pero a juzgar por el número de personas cojas en esa parte de la comarca, debería decir que a un buen montón; aunque algunas de las cojeras podían haber sido tomadas de segunda mano, de sus sufridores originales por sus descendientes, y algunas podían haber venido por contagio.
Yo pienso que el de mi tía era un sistema de agricultura defectuoso. Es verdad que la labor de su granja no le costaba nada, pues todos los labriegos dejaban su servicio antes de que algún salario se hubiera acumulado, pero como la fama de la vaca se extendió al exterior, a través de los varios estados y territorios, se volvió difícil de forma creciente obtener manos, y después de todo, la favorita estaba imperfectamente almohazada. Se comentaba comúnmente que la vaca había coceado la granja hasta hacerla pedazos, una ruda metáfora, que implicaba que la tierra no estaba cultivada de modo apropiado, ni los edificios y las cercas tenidos en el reparo adecuado.
Era inútil reconvenir a mi tía: ella concedía todo, sin enmendar nada. Su finado esposo había intentado reformar el abuso de esa manera, y había tenido el argumento todo a su propia forma, hasta que se había reconvenido hacia una tumba temprana; y el funeral fue demorado todo el día, hasta que un empresario fresco pudiera ser procurado, el original ocupado, habiendo emprendido de modo confidencial el almohazar a la vaca a petición de la viuda.
Desde ese tiempo mi tía Patience no había estado en el mercado matrimonial, el amor a esa vaca había usurpado en su corazón el lugar de un afecto más natural y provechoso. Pero cuando ella vio sus semillas no sembradas, sus cosechas no recogidas, sus cercas sobrecubiertas por filas de zarzas y sus prados preciosos con los empinados cardos de Canadá, pensó que lo mejor era tomar una pareja.
Cuando trascendió que mi tía Patience intentaba el matrimonio, hubo una intensa excitación popular. Cada varón soltero adulto se volvió de una vez un hombre que se casaba. Las estadísticas criminales del condado de Badger, muestran que en ese único año ocurrieron más casamientos, que en cualquier década antes o desde. Pero ninguno de ésos fue el de mi tía. Los hombres se casaban con sus cocineras, sus lavanderas, las madres de sus esposas difuntas, las hermanas de sus enemigos, se casaban con quienquiera contrajera matrimonio; y todo hombre quien, por medios justos o cortejo, no pudiera obtener una esposa, iba ante el juez de paz y hacía una declaración, de que tenía algunas esposas en Indiana. Tal era el temor a ser casado en vida con mi tía Patience.
Ahora, en lo que concernía al afecto de mi tía ella era, como el lector ya habrá supuesto, una mujer bastante determinada; y la extraordinaria epidemia de casamiento habiendo dejado sólo un varón elegible en todo ese condado, ella había puesto su corazón en ese varón elegible; entonces fue y lo acarreó a su hogar. Resultó ser un largo párroco metodista nombrado Huggins.
Aparte de su irrazonable longitud, el rev. Berosus Huggins no era un tipo tan malo, y no era el tonto de nadie. Era, supongo, el mortal más mal-favorecido, sin embargo, en toda la mitad norteña de América: delgado, angular, cadavérico de visaje y solemne fuera de toda razón. Comúnmente, usaba un sombrero negro de copa baja, puesto tan lejos abajo sobre su cabeza, como para eclipsar parcialmente sus ojos y oscurecer totalmente la amplia gloria de sus orejas. El único otro artículo visible de su atuendo (excepto un par de botas de piel vacuna arrugada, por las cuales la palabra “lustrar” habría sido considerada el fragmento sin sentido de una lengua perdida), era una levita negra estrecho-ajustada, preternaturalmente larga en el talle, cuyos faldones caían alrededor de sus talones, empapados de rocío. Él siempre la usaba abotonada de forma abrigada desde la garganta hacia abajo. Con ese atuendo cortaba una figura tolerablemente espectral. Su aspecto era de modo conspicuo tan innatural e inhumano que, cuando quiera iba a un campo de maíz, los cuervos predadores dejaban su negocio de forma temporal, para posarse sobre él en bandadas, peleando por los mejores puestos sobre su persona, a modo de testificar su desprecio por las débiles invenciones del agricultor.
El día después de la boda mi tía Patience convocó al rev. Berosus a la cámara del consejo, y expresó su mente en el siguiente intento:
-Ahora, Huggy, querido, le voy a decir qué hay para hacer, sobre el lugar. Primero, usted debe reparar todas las cercas, echar fuera los yerbajos y reprimir a las zarzas con mano dura. Luego va a tener que exterminar los cardos canadienses, enmendar la carreta, aparejar un arado o dos, y poner las cosas en buena forma en general. Eso lo va a mantener fuera de la travesura, por la mejor parte de dos años; por supuesto va a tener que renunciar a la prédica, por el presente. Tan pronto como usted tenga… ¡Oh!, yo olvidaba a la pobre Phoebe. Ella…
-Sra. Huggins -la interrumpió su solemne esposo-, yo voy a esperar ser el medio, bajo la Providencia, de efectuación de todas las reformas necesarias en la agricultura de esta granja. Pero la hermana que usted menciona (confío en que no es de la gente del mundo), ¿tengo yo el placer de conocerla? El nombre, en efecto, suena familiar, pero…
-¡No conocer a Phoebe! -gritó mi tía, con asombro no fingido-. Yo pensaba que todo el mundo en Badger conocía a Phoebe. ¡Pues, usted va a tener que rascar sus patas, todas las benditas mañanas de su vida natural!
-Yo le aseguro, madame -respondió el rev. Berosus con dignidad-, me rendiría un sagrado placer ministrar para las necesidades espirituales de la hermana Phoebe, para la extensión de mi habilidad débil e indigna; pero, realmente, yo temo que la ministración meramente secular de la que usted habla, debe ser confiada a unas manos más aptas y, sugeriría con respeto, femeninas.
-¡Cóoomo, tuuú, vieeejo tooonto! -replicó mi tía, extendiendo sus ojos con estupor ilimitado-, ¡Phoebe es una vaca!
-En ese caso -dijo el marido con compostura no fruncida-, será, por supuesto, delegado sobre mí el ver, que su bienestar carnal sea atendido de modo apropiado, y yo voy a estar feliz, de otorgarle a sus patas tanto tiempo como pueda quitarle, sin pecado, a mi lucha con Satán y los cardos canadienses.
Con eso el rev. sr. Huggins se apretujó el sombrero sobre los hombros, pronunció una breve bendición sobre su novia y se encaminó al corral.
Ahora, es necesario explicar que él había sabido desde el principio quién era Phoebe, y estaba familiarizado, de oídas, con todos sus rasgos pecadores. Además, se había hecho ya a sí mismo el honor de hacerle una visita, permaneciendo en la vecindad de su persona, justo fuera de alcance, por más de una hora y permitiendo que ella lo sondeara en su ociosidad desde cada punto de la brújula. En resumen, él y Phoebe se habían reconocido mutuamente y preparado para la acción.
Entre los artículos de confort y lujo que fueron a componer la dote del buen párroco, y que su esposa ya había hecho que fuera llevada a su nuevo hogar, había una bomba de hierro fundido patentada, de alrededor siete pies de altura. Ésta había sido depositada cerca del corral, preparada para ser asentada en los tablones que había encima del pozo del corral. El sr. Huggins buscaba ahora esa invención y, llevándola a su destino, la puso en posición, atornillándola a los tablones con firmeza. Seguido se despojó de su larga gabardina y del sombrero, abotonando la anterior con soltura alrededor de la bomba, a la cual casi ocultaba, y colgando el último sobre la cima de la estructura. La manivela de la bomba, cuando era presionada, se curvaba hacia fuera entre los faldones de la levita, singularmente como una cola pero, con esa no conspicua excepción, cualquier observador no prejuciado hubiera pronunciado, que la cosa del sr. Huggins parecía no comúnmente buena.
Los preliminares completados, el buen hombre cerró con cuidado el portón del corral, sabiendo que tan pronto como Phoebe, quien estaba en campaña en el jardín de la cocina, notara la precaución vendría y brincaría adentro para frustrarla, lo cual eventualmente hizo. Su dueño, mientras tanto, se había acostado sin levita y sin sombrero, a lo largo del lado exterior de la cerca de tablas cercana, donde le puso tiempo de forma placentera, agarrando un resfriado de muerte y atisbando a través de un nudo-agujero.
Al principio, y por algún tiempo, el animal pretendió no ver la figura en la plataforma. En efecto, le había vuelto el lomo a ésta directo cuando arribó, afectando un sueño ligero. Hallando que esa estratagema no alcanzaba el éxito que había esperado, la abandonó y se paró por varios minutos irresoluta, mascando su bolo de una manera a medio-corazón, pero obviamente pensando muy duro. Entonces empezó a olfatear a lo largo del terreno, como si estuviera absorbida totalmente en la búsqueda de algo que había perdido, hilvanando alrededor aquí y allá, pero todo el tiempo dibujando más cerca del objeto de su intención perversa. Arribado a la distancia del habla, se paró por un rato pequeño confrontando a la figura fraudulenta, entonces puso afuera su hocico hacia ésta, como para ser acariciada, tratando de crear la impresión de que el cariño y la dilación eran más para ella que la riqueza, el poder y los aplausos del populacho, de que había sido acostumbrada a éstos en toda su dulce vida joven, y no la podía pasar sin éstos. Entonces se aproximó un poco más, como para estrechar las manos, todo el rato manteniendo la más amable expresión de semblante, y ejecutando todo tipo de asentimientos seductores, guiños y sonrisas. Súbitamente, dio media vuelta y con la rapidez de un relámpago asestó una coz terrible, una coz de fuerza y furia inconcebibles, comparable con nada en la naturaleza, ¡salvo un golpe de parálisis desde un cielo claro!
¡El efecto fue mágico! Las vacas cocean no hacia atrás, sino de costado. El impacto que había intentado proyectar al teólogo contrahecho, hacia el medio de la sucediente semana de conferencia, reaccionó sobre el animal mismo, y éste y el dolor juntos lo pusieron a girar como una peonza. Tal era la velocidad de su revolución, que parecía como una vaca difusa, circular, rodeada por un anillo continuo como el del planeta Saturno, ¡el mechón blanco en la extremidad de su cola barredora! De repente, mientras que la sostenida fuerza centrífuga disminuía y fallaba, empezó a balancearse y bambolearse de un lado a otro, y finalmente, volcándose sobre su lado, rodó de modo convulsivo sobre su lomo y yació sin moverse con todas sus patas en el aire, creyendo honestamente que el mundo de alguna forma se había puesto encima de ella, y que lo estaba soportando con un gran sacrificio de su confort personal. Entonces se desmayó.
Cuán largo tiempo yació inconsciente ella no sabía, pero por último abrió los ojos y, captando una vista de la puerta abierta de su establo, “más dulce que todo el paisaje sonriente cerca”, forcejeó hacia arriba, se paró vacilando sobre tres patas, se restregó los ojos, y estuvo visiblemente aturdida en cuanto a los puntos de la brújula. Al observar al clérigo de hierro parado firme junto a su fe, le lanzó una mirada de reproche apenado, y rengueó con el corazón partido hacia su habitat humilde, como vaca subyugada.
Por varias semanas, la pata trasera derecha de Phoebe estuvo hinchada hasta un crecimiento monstruoso, pero con una estación de cuidado juicioso ella fue “traída de vuelta bien del todo”, como su simpática y perpleja señora lo expresaba, o “hecha en total”, como el reticente hombre de Dios prefería decir. Estaba ahora tan tratable e inofensiva “en su paseo y conversación diarios” (Huggins), como un niño pequeño. Su nuevo dueño solía tomar su pata doliente en su regazo de modo confiado, y para ese asunto, podía haberla tomado en su boca si lo hubiera deseado así. Su entero carácter parecía estar cambiado de forma radical, y tan alterado que un día mi tía Patience, quien, con el cariño que la amaba, nunca antes se había aventurado a tanto, como tocarle el dobladillo de su prenda, así como fuera, fue hacia ella con confianza para sosegarla con una cazuela de nabos. ¡Dios!, ¡cuán finamente extendió a esa buena vieja dama, sobre la cara de un muro de piedra adyacente! Usted no podría haberlo hecho tan parejo con una paleta.

Título original: Curried Cow, publicado por primera vez en Tom Hood's Comic Annual for 1874, con el seudónimo: "Dod Grile".
Imagen: Edward Mitchell Bannister, Woman walking with cow, XIX.