martes, 30 de agosto de 2011

Feodora


Madame Yonsmit era una mujer gentil decaída, que llevaba su descomposición en una modesta cabaña al borde del camino, en Turingia. Era una muestra excelente de la viuda turingia, una especie no extinta aún, pero que trataba mucho de volverse eso. Lo mismo podía ser dicho de todo el género. Madame Yonsmit era bastante joven, muy garbosa, cultivada, graciosa y agradable. Su hogar era un nido de virtudes domésticas, aunque tenía una hija que reflejaba, pero acreditaba poco en el nido. Feodora era en efecto un “huevo podrido”, un huevo muy malvado e ingrato. Usted podía ver que lo era por su rostro. La muchacha tenía el semblante más vicioso, ¡era repulsivo! Era un rostro en el que la audacia luchaba por la supremacía con la astucia, y ambas estaban revueltas en la sujeción por la avaricia. Era esa última virtud de Feodora, la que impedía a su madre tener un ingreso gravable.
El negocio de Feodora era mendigar en la carretera. Le encogía el corazón a la mujer gentil, honesta y amable tener a su hija haciendo eso, pero habiendo sido la arpía criada en el lujo, consideraba que laborar era degradante -que lo es-, y no había mucho que robar en esa parte de Turingia. La mendicidad de Feodora hubiera provisto un fondo amplio para el soporte de ambas, pero infelizmente la ingrata apenas, jamás traía al hogar más de dos o tres chelines a la vez. Dios sabía qué hacía con el resto.
En vano la buena mujer señalaba el pecado de la codicia, en vano se paraba en la puerta de la cabaña a esperar el retorno de la niña, y empezaba a argumentar el punto con ella en el momento que se ponía a la vista: los ingresos disminuían a diario, hasta que el promedio fue menos de diez peniques, una suma con la que ninguna mujer gentil nacida se hubiera dignado a existir. Así se convirtió en un asunto de cierta importancia saber dónde Feodora mantenía su cuenta bancaria. Madame Yonsmit pensó al principio que la seguiría y lo vería, pero aunque la buena dama estaba tan vigorosa y animada como siempre, llevando una muleta más para el ornamento que para el uso, abandonó ese plan, porque no parecía adecuado a la dignidad de una mujer gentil decaída. Ella empleó a un detective.
Los particulares anteriores yo los tengo de madame Yonsmit misma, por los ulteriores de inmediato estoy endeudado con el detective, un hábil oficial llamado Bowstr.
Tan pronto como la escuálida vieja arpía le comunicó sus sospechas, el oficial supo exactamente qué hacer. Primero distribuyó volantes por toda la comarca, indicando que a cierta persona, sospechosa de ocultar dinero, era mejor mirarla con agudeza. Entonces fue a ver al secretario del interior, y por no buscar subestimar las dificultades reales del caso, indujo a ese funcionario a ofrecer una recompensa de mil libras por el arresto del malhechor. Seguido procedió a una ciudad distante y tomó en custodia a un clérigo, que se semejaba a Feodora respecto a los zapatos gastados. Después de estos preliminares formales, tomó el caso con algún celo. No había actuado en absoluto por el deseo de obtener la recompensa, sino por puro amor a la justicia. La idea de asegurar la reserva privada de la muchacha para sí mismo, nunca le entró en la cabeza por un momento.
Empezó a hacer visitas frecuentes a la cabaña de la viuda, cuando Feodora estaba en casa, cuando, con una conversación aparentemente descuidada, él se esforzaba por arrastrarla afuera, pero era frustrado comúnmente por la vieja bestia de su madre quien, cuando las respuestas de la muchacha no le venían, le pegaba sin misericordia. Así que agarró por juntarse con Feodora en la carretera, y darle sus cobres cuidadosamente marcados. Por meses mantuvo eso con un auto-sacrificio maravilloso, siendo la muchacha un mero ángel no interesante. Él se juntaba con ella a diario en los caminos y la foresta. Su paciencia nunca se agotaba, su vigilancia nunca flaqueaba. Las miradas más descuidadas de ella eran notadas de forma concienzuda, sus palabras más ligeras atesoradas en su memoria. Mientras tanto (el clérigo habiendo sido injustamente absuelto), arrestó a todo al que podía echarle mano. Los asuntos fueron por ese camino, hasta que fue tiempo para la gran copa.
Los siguientes particulares yo los tengo de los labios de Feodora misma.
Cuando ese horrendo Bowstr fue por primera vez a la casa, Feodora pensó que era algo impudente, pero le dijo poco sobre eso a su madre, no deseando tener la espalda quebrada. Ella meramente lo evitaba tanto como se atrevía, él era espantosamente feo. Pero se las arreglaba para soportarlo, hasta que él agarró por acecharla en la carretera, rondando alrededor de ella todo el día, interfiriendo con los clientes y caminando a su hogar con ella por la noche. Entonces su desagrado se profundizó en un disgusto, y salvo por unas aprensiones no desconectadas por completo de cierta muleta, ella lo habría mandado con su negocio en orden breve. Más de mil millones de veces le dijo que se fuera y la dejara sola, pero los hombres eran tan tontos, en particular éste.
Lo que hacía a Bowstr excepcionalmente desagradable, era su hábito sin vergüenza de hacer burlas de la madre de Feodora, a quien declaraba loca como una cabra. Pero la doncella aguantaba todo tan bien como podía, hasta que un día la cosa asquerosa le puso el brazo alrededor de la cintura, y la besó en la propia cara de ella; entonces se sintió... bueno, no está claro cómo se sintió, pero de una cosa estaba bastante segura: después de la vergüenza que ese bruto insolente le había hecho pasar, ella nunca volvería bajo el techo de su querida madre, nunca. Era demasiado orgullosa para eso, en cualquier caso. Así que se escapó con el sr. Bowstr y se casó con él.
La conclusión de esta historia yo la extraje por mí mismo.
Al oír sobre la deserción de su hija, madame Yonsmit se quedó totalmente aturdida. Ella juró que podía aguantar la traición, podía soportar lo decaído, podía resistir ser una viuda, no quejarse de ser dejada sola a su vieja edad (cuando quiera debiera volverse vieja), y que se podía someter de modo paciente a lo más aguzado, que a las gracias de una serpiente por tener una niña sin dientes en general. ¡Pero ser una suegra! No, no, ese era un plano de degradación al que ella, positivamente, no iba a descender. Así que me empleó para que le cortara la garganta. Fue la garganta más dura que jamás he cortado en toda mi vida.

Título original: Feodora, publicado por primera vez en Cobwebs from an Empty Skull, 1874, con el seudónimo: "Dod Grile".
Imagen: Gypsy Woman painting, XX.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Una de gemelos


Una carta hallada entre los papeles del finado Mortimer Barr

Usted me pregunta si, en mi experiencia como uno de una pareja de gemelos, yo observé jamás algo inexplicable por las leyes naturales, con las que hemos percibido. En cuanto a eso va a juzgar, acaso no hemos percibido todo con las mismas leyes naturales. Usted puede conocer algunas que yo no conozco, y lo que es inexplicable para mí puede ser muy claro para usted.
Usted conocía a mi hermano John, o sea, lo conocía cuando sabía que yo no estaba presente, pero ni usted ni, creo, ningún ser humano podía distinguir entre él y yo, si nosotros elegíamos parecer igual. Nuestros padres no podían, la nuestra es la única instancia de la que tengo algún conocimiento, de una semejanza tan cercana como esa. Yo hablo de mi hermano John, pero no estoy del todo seguro, de que su nombre no fuera Henry y el mío John. Nosotros fuimos bautizados de forma regular, pero después, en el mismo acto de tatuarnos unas marcas menudas que nos distinguían, el operador perdió la cuenta; y aunque yo llevo en mi antebrazo una “H” menuda y él lleva una “J”, no es de ningún modo cierto que las letras no deban haber sido transpuestas. Durante nuestra infancia nuestros padres nos trataban de distinguir, más obviamente, por nuestra ropa y otros simples dispositivos, pero nosotros nos cambiábamos los trajes con tal frecuencia, y eludíamos al enemigo de tal forma, que ellos abandonaron todos esos intentos ineficaces, y durante todos los años que vivimos juntos en el hogar, todo el mundo reconocía la dificultad de la situación, y hacían lo mejor al llamarnos a ambos “Jehnry”. Yo me he asombrado a menudo de la temperancia de mi padre, al no marcarnos de modo conspicuo en nuestras frentes indignas, pero como éramos tolerables buenos muchachos, y usábamos nuestro poder de embarazo y fastidio con comendable moderación, escapamos al hierro. Mi padre era, de hecho, un hombre de singular buena naturaleza, y yo pienso que disfrutaba tranquilo la broma pesada de la naturaleza.
Pronto después de haber llegado a California, y asentado en San José (donde la única buena fortuna que nos esperaba, era nuestro encuentro con tal suerte de amigo como usted), la familia, como sabe, fue quebrada por la muerte de ambos padres míos en la misma semana. Mi padre murió insolvente y la hacienda fue sacrificada para pagar sus deudas. Mis hermanas retornaron a los parientes en el Este, pero debido a vuestra amabilidad John y yo, entonces con veintidós años de edad, obtuvimos empleo en San Francisco, en diferentes barrios de la ciudad. Las circunstancias no nos permitían vivir juntos, y nos veíamos el uno al otro de forma infrecuente, a veces no más a menudo que una vez a la semana. Como teníamos pocos conocidos en común, el hecho de nuestro extraordinario parecido era poco sabido. Yo llego ahora al asunto de su pesquisa.
Un día poco después de haber llegado a esta ciudad, yo estaba caminando por la calle Market a la caída de la tarde, cuando fui abordado por un hombre bien vestido de mediana edad, quien después de saludarme cordialmente dijo: -Stevens, yo sé, por supuesto, que no sale mucho, pero le he dicho a mi esposa sobre usted, y ella se va a alegrar de verlo en la casa. Yo tengo la noción también, de que mis muchachas son dignas de ser conocidas. Supongamos, que usted viene mañana a las seis y cena con nosotros, en famille; y luego, si las damas no lo pueden divertir después, yo me quedaré con unos pocos juegos de billar.
Esto fue dicho con una sonrisa tan brillante y una manera tan atractiva, que yo no tuve corazón para negarme, y aunque nunca había visto al hombre en mi vida, le repliqué con prontitud: -Usted es muy bueno, señor, y me dará un gran placer aceptar la invitación. Por favor, presente mis cumplidos a la sra. Margovan, y pídale que me espere.
Con un apretón de mano y una agradable palabra de despedida, el hombre pasó de largo. Que me había tomado por mi hermano era lo suficiente llano. Ese era un error al que yo estaba acostumbrado, y que no era mi hábito rectificar, a menos que el asunto pareciera importante. ¿Pero cómo yo había sabido que el nombre de ese hombre era Margovan? Ciertamente, no era un nombre que uno aplicaría a un hombre al azar, con una probabilidad de que eso sería correcto. En el punto del hecho, el nombre era tan extraño para mí como el hombre.
A la mañana siguiente me apuré a donde mi hermano estaba empleado, y lo encontré saliendo de la oficina con un número de cuentas que iba a cobrar. Le dije cómo lo había “comprometido”, y agregué que si a él no le importaba mantener el compromiso, yo estaría encantado de continuar la personificación.
-Eso es raro -dijo pensativo-. Margovan es el único hombre aquí en la oficina, a quien yo conozco bien y me agrada. Cuando él llegó esta mañana, y habíamos pasado por los saludos usuales, algún impulso singular me provocó a decir: "Oh, le pido perdón, señor Margovan, pero me descuidé de pedirle su dirección." Yo tengo la dirección, pero qué iba a hacer con ésta bajo el sol, hasta ahora no lo sé. Es bueno de tu parte que te ofrezcas a aceptar la consecuencia de tu impudencia, pero yo mismo me voy a comer esa cena, si te place.
Él se comió un número de cenas en el mismo lugar; más de las que eran buenas para él, yo puedo agregar sin despreciar su calidad, pues se enamoró de la sta. Margovan, le propuso matrimonio y fue aceptado sin corazón.
Varias semanas después de yo haber sido informado del compromiso, pero antes de haber sido conveniente para mí ir a conocer a la joven y su familia, encontré un día en la calle Kearney a un hombre buen mozo, pero de aspecto un tanto disipado, a quien algo me provocó a seguir y vigilar, lo que hice sin algún escrúpulo cualquiera. Éste volteó por la calle Geary y la siguió hasta que llegó a la plaza Union. Allí miró su reloj, luego entró a la plaza. Merodeó por los senderos algún tiempo, evidentemente, esperando a alguien. De repente, se le unió una bella mujer joven y vestida a la moda, y los dos se alejaron caminando hacia la calle Stockton, yo siguiendo. Ahora sentía la necesidad de una cautela extrema, pues aunque la muchacha era una extraña, me pareció que me había reconocido de un vistazo. Dieron varias vueltas de una calle a otra y, finalmente, después que ambos habían echado una mirada apurada a todo alrededor, -que yo apenas evadí al pasar a un portal-, entraron a una casa, de la que no me importa declarar la locación. Su locación era mejor que su carácter.
Yo protesto que mi acción de jugar al espía con esos dos extraños, fue sin un motivo asignable. Fue una de la que podría o no podría tener vergüenza, de acuerdo con mi estimado del carácter de la persona que la averigue. Como una parte esencial de la narración educida por su pregunta, es relatada aquí sin vacilación o vergüenza.
Una semana más tarde John me llevó a la casa de su presunto suegro, y de la sta. Margovan, como usted ya ha supuesto pero, para mi profundo asombro, yo reconocí a la heroína de la aventura deshonrosa. Una gloriosa bella heroína de una aventura deshonrosa, debo admitir en justicia que era ella, pero ese hecho tiene sólo esta importancia: su belleza fue tal sorpresa para mí, que ésta arrojaba una duda sobre su identidad, con la mujer joven que yo había visto antes; ¿cómo podría la fascinación maravillosa de su rostro, haber dejado de golpearme en ese momento? Pero no, ahí no había posibilidad de error, la diferencia se debía al traje, la luz y el entorno general.
John y yo pasamos la tarde en la casa, soportando, con la fortaleza de la larga experiencia, las burlas lo suficiente delicadas que nuestro parecido, naturalmente, sugería. Cuando la joven dama y yo fuimos dejados solos por unos pocos minutos, yo la miré al rostro en escuadra y dije con súbita gravedad:
-Usted también, señorita Margovan, tiene una doble: yo la vi por la tarde el martes pasado, en la plaza Union.
Ella apuntó sus grandes ojos grises hacia mí por un momento, pero su vistazo fue un ápice menos estable que el propio mío, y lo retiró, fijando éste en la punta de su zapato.
-¿Era ella muy parecida a mí? -preguntó, con una indiferencia que yo pensé un poco exagerada.
-Tan parecida -dije-, que yo la admiré bastante, y no estando deseoso de perderla de vista, le confieso que la seguí hasta allí; señorita Margovan, ¿usted está segura de que entiende?
Ella ahora estaba pálida, pero calmada por entero. Levantó sus ojos hacia los míos de nuevo, con una mirada que no titubeó.
-¿Qué usted desea que yo haga? -preguntó-. Usted no necesita temer nombrar sus términos. Yo los acepto.
Era llano, incluso en el breve tiempo dado a mí para la reflexión, que al tratar con esta muchacha los métodos ordinarios no la harían, y las exacciones ordinarias no eran necesarias.
-Señorita Margovan -dije, sin dudas con algo en mi voz de la compasión que tenía en el corazón-, es imposible no pensar que usted, es la víctima de alguna compulsión horrible. En lugar de imponerle nuevos embarazos, yo preferiría ayudarla a recobrar su libertad.
Ella sacudió la cabeza con tristeza y sin esperanza, y yo continué con agitación:
-Su belleza me enerva. Yo estoy desarmado por su franqueza y angustia. Si usted es libre de actuar a conciencia hará, creo, lo que conciba sea lo mejor; si no lo es, bueno, ¡que el cielo nos ayude a todos! Usted no tiene nada que temer de mí, salvo esa oposición a este matrimonio, que yo pueda tratar de justificar en... en otros terrenos.
Esas no fueron mis palabras exactas, pero ese era el sentido de éstas, tan cerca como mis súbitas emociones en conflicto me permitían expresarlo. Me levanté y la dejé sin otra mirada a ella, me encontré con los otros mientras re-entraban a la habitación, y dije tan calmado como podía: -Yo le he estado deseando buenas noches a la señorita Margovan, es más tarde de lo que pensaba.
John decidió ir conmigo. En la calle me preguntó si había observado algo singular en la manera de Julia.
-Yo pensé que estaba enferma -repliqué-, por eso es que me fui. Nada más fue dicho.
La tarde siguiente llegué tarde a mi alojamiento. Los eventos de la tarde anterior me habían puesto nervioso y enfermo, yo había tratado de curarme y alcanzar a aclarar el pensamiento caminando al aire libre, pero estaba oprimido por un horrible presagio del mal, un presagio que no podía formular. Era una noche fresca, de niebla, mi ropa y cabello estaban húmedos y me sacudía con frío. Con mi bata-peinador y zapatillas, delante de una ardiente parilla de carbones, estaba incluso más incómodo. Ya no temblaba más sino me estremecía, hay una diferencia. El espanto de alguna calamidad inminente era tan fuerte y desalentador, que traté de ahuyentarlo invitando a un pesar real, traté de disipar la concepción de un futuro terrible, sustituyendo la memoria de un pasado doloroso. Recordé la muerte de mis padres, y me esforcé para fijar mi mente en las últimas escenas tristes, al lado de sus camas y sus tumbas. Todo parecía vago e irreal, como si hubiera ocurrido eras atrás y a otra persona. Súbitamente, golpeando a través de mi pensamiento, y partiéndolo como una cuerda tensa es partida por el golpe de un acero -no puedo pensar en otra comparación-, ¡oí un grito agudo, como de uno en una agonía mortal! La voz era la de mi hermano, y parecía venir de la calle afuera de mi ventana. Salté hacia la ventana y la abrí de golpe. Una lámpara de calle, opuesta de modo directo, arrojaba una luz lánguida y fantasmal sobre el pavimento mojado y las fachadas de las casas. Un único policía, con el cuello de la camisa alzado, estaba recostado contra un poste de portón, fumando un puro de forma tranquila. No había nadie más a la vista. Yo cerré la ventana y jalé abajo la persiana, me senté delante del fuego y traté de fijar mi mente en mi entorno. A modo de asistencia, como la ejecución de algún acto familiar, miré mi reloj, éste marcaba las once y media. ¡De nuevo oí ese grito horrendo! Parecía en la habitación, a mi costado. Estaba asustado, y por unos momentos no tuve el poder de moverme. Unos pocos minutos más tarde -no tengo un recuerdo del tiempo intermedio-, me encontré apremiado a lo largo de una calle no familiar, tan rápido como podía caminar. Yo no sabía dónde estaba, ni adónde iba, pero de repente saltaba por los peldaños de una casa, delante de la que había dos o tres carruajes, y en la que había luces móviles y una sometida confusión de voces. Era la casa del sr. Margovan.
Usted conoce, buen amigo, lo que había ocurrido allí. En una cámara yacía Julia Margovan, horas de muerta por un veneno; en la otra John Stevens, sangrando por una herida de pistola en el pecho, infligida por su propia mano. Cuando yo irrumpí en la habitación, empujé a los médicos a un lado y puse mi mano sobre su frente, él abrió los ojos, miró en blanco, los cerró con lentitud y murió sin un signo.
Yo no conocí más hasta seis semanas después, cuando había sido cuidado, devuelto a la vida por su propia santa esposa en su propio bello hogar. Todo eso usted lo conoce, pero lo que no conoce es esto -que, sin embargo, no lleva al sujeto de sus investigaciones psicológicas- al menos, no a esa rama de éstas en la que, con una delicadeza y consideración todas propias suyas, usted ha pedido menos asistencia, de la que yo pienso le he dado.
Una noche de luna varios años después, yo estaba pasando por la plaza Union. Era una hora tardía y la plaza estaba desierta. Ciertas memorias del pasado, naturalmente, vinieron a mi mente al llegar al sitio, donde una vez había sido testigo de esa asignación fatal, y con esa perversidad inexplicable, que nos provoca a habitar con pensamientos del más doloroso carácter, me senté en uno de los bancos para gustarlos. Un hombre entró a la plaza, y vino a lo largo del paseo hacia mí. Sus manos estaban apretadas detrás de él, su cabeza estaba bajada, parecía no observar nada. Al aproximarse a la sombra en la que yo estaba sentado, lo reconocí como el hombre a quien había visto encontrar a Julia Margovan, años antes en ese sitio. Pero estaba alterado de una forma terrible, gris, desgastado y demacrado. La disipación y el vicio estaban en evidencia en cada mirada, la enfermedad no era menos aparente. Su ropa estaba en desorden, su cabello caía sobre su frente con un desarreglo, que una vez fue extraño y pintoresco. Parecía más ajustado a la restricción que a la libertad, la restricción de un hospital.
Sin un propósito definido, me levanté y lo confronté. Él levantó la cabeza y me miró de lleno al rostro. Yo no tengo palabras para describir, el cambio fantasmal que se produjo en él mismo, era una mirada de terror indecible, se pensaba cara a cara con un fantasma. Pero era un hombre corajudo. -¡Maldito seas, John Stevens! -gritó, y alzando su brazo trémulo lanzó su puño a mi rostro débilmente, y cayó de cabeza sobre la gravilla, mientras yo me alejaba caminando.
Alguien lo encontró allí, muerto como una piedra. Nada más se conoce de él, ni incluso su nombre. Conocer de un hombre que éste está muerto, debería ser suficiente.

Título original: One of Twins, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, octubre de 1888, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Karl Witkowski, Playing With Fire, XX.