
En 1861 Barr Lassiter, un hombre joven de veintidós años, vivía con sus padres y una hermana mayor cerca de Carthage, en Tennessee. La familia estaba en unas circunstancias un tanto humildes, subsistía con el cultivo de una plantación pequeña y no muy fértil. No teniendo esclavos, no eran valorados entre “la mejor gente” de la vecindad, pero eran personas honestas de buena educación, de bastante buenas maneras y tan respetables como podría ser cualquier familia, sin la credencial del dominio personal de Ham sobre los hijos y las hijas. El Lassiter mayor tenía esa severidad de maneras, que tan frecuente confirma una devoción al deber sin compromiso, y oculta una disposición cálida y afectuosa. Era del hierro del que los mártires están hechos, pero en el corazón de la matriz había escondido el metal más noble, fusible a un calor más suave, aunque nunca coloreaba ni suavizaba el duro exterior. Tanto por la herencia como por el ambiente, algo del carácter inflexible del hombre había tocado a los otros miembros de la familia; el hogar de Lassiter, aunque no desprovisto de afecto doméstico, era una verdadera ciudadela del deber, y el deber, ¡ah, el deber era tan cruel como la muerte!
Cuando la guerra llegó encontró en la familia, como en tantas otras de ese Estado, un sentimiento dividido; el joven era leal a la Unión, los otros salvajemente hostiles. Esta división desdichada engendró una insoportable amargura doméstica, y cuando el hijo y hermano ofendido dejó el hogar con el declarado propósito de unirse al Ejército federal, ni una mano fue posada en la suya, ni una palabra de despedida fue dicha, ni un buen deseo lo siguió afuera, hacia el mundo, a donde él fue a encontrarse con el espíritu que pudiera, cualquiera fuera el destino que lo esperara.
El otro lo miró con bastante agudeza, pero no dijo nada.
-Yo sé -continuó Lassiter-, que mis padres no han cambiado, pero…
-En el cielo, espero. A todos los mató el obús.
En su camino a Nashville, ya ocupada por el ejército del general Buell, se alistó en la primera organización que encontró, un regimiento de caballería de Kentucky, y en su debido tiempo pasó por todas las etapas de la evolución militar, desde el recluta crudo hasta el soldado montado experto. Fue un buen soldado montado recto, también, aunque en la narración oral, de la que está hecho este cuento, no se hacía mención de eso; el hecho fue conocido por sus camaradas sobrevivientes. Pues Barr Lassiter había respondido “aquí” al sargento cuyo nombre es Muerte.
Dos años después de haberse unido a éste, su regimiento pasó por la región de donde él había venido. La comarca circundante había sufrido severamente con los estragos de la guerra, habiendo sido ocupada de modo alternativo (y simultáneo) por las fuerzas beligerantes, y una lucha sangrienta se había producido en la vecindad inmediata de la hacienda de Lassiter. Pero de eso el joven soldado montado no estaba enterado.
Hallándose en un campamento cerca de su hogar, sintió el anhelo natural de ver a sus padres y hermana, esperando que en ellos, como en él, la animosidad antinatural del período se hubiera suavizado con el tiempo y la separación. Obteniendo un permiso de ausencia, se dirigió a pie en la tarde del verano tardío, y poco después de la salida de la luna llena estaba caminando por el sendero de gravilla, que conducía a la vivienda en la que había nacido.
Los soldados en la guerra envejecen con rapidez, y en la juventud dos años son mucho tiempo. Barr Lassiter se sentía un hombre viejo, y había casi esperado encontrar el lugar en la ruina y la desolación. Nada, aparentemente, había cambiado. A la vista de cada objeto querido y familiar se afectó de modo profundo. Su corazón latía de forma audible, su emoción casi lo sofocaba, tenía un dolor en la garganta. De modo inconsciente, apuró el paso hasta que casi corrió, su larga sombra haciendo unos esfuerzos grotescos para mantener su lugar a su lado.
La casa estaba no iluminada, la puerta abierta. Cuando se aproximó y se detuvo para recobrar el control de sí mismo, su padre salió y se paró con la cabeza descubierta a la luz de luna.
-¡Padre! -gritó el joven, saltando hacia adelante con la mano extendida -¡Padre!
El hombre mayor lo miró a la cara con severidad, se paró inmóvil un momento y, sin una palabra, se retiró a la casa. Amargamente decepcionado, humillado, herido de modo indecible y enervado por completo, el soldado se dejó caer en un asiento rústico con un profundo desaliento, apoyando la cabeza en su mano trémula. Pero él no lo hubiera querido así: era un soldado demasiado bueno para aceptar el rechazo como una derrota. Se levantó y entró a la casa, pasando directo a la “sala de estar”.
Ésta estaba iluminada vagamente por una ventana sin cortinas al este. En un taburete bajo al costado del hogar, el único artículo mobiliario del lugar, estaba sentada su madre, mirando fijamente una chimenea cubierta de brasas negruzcas y cenizas frías. Le habló a ella con ternura, de modo inquisitivo y con vacilación, pero ella tampoco le respondió, ni se movió, ni pareció sorprendida de ninguna manera. Es verdad, había habido tiempo para que su marido le informara del regreso de su hijo culpable. Se movió más cerca y estaba a punto de posar su mano sobre su brazo, cuando su hermana entró desde una habitación contigua, lo miró a la cara por entero, le pasó por el lado sin un signo de reconocimiento y dejó la habitación por una puerta, que estaba en parte detrás suyo. Él había vuelto la cabeza para mirarla, pero cuando ella se hubo ido sus ojos buscaron a su madre de nuevo. Ella también había dejado el lugar.
Barr Lassiter dio unas zancadas hacia la puerta por la que había entrado. La luz de la luna sobre el césped era trémula, como si la hierba fuera un mar ondulante. Los árboles y sus sombras negras se agitaban como bajo una brisa. Mezclado con sus bordes, el camino de gravilla parecía inestable e inseguro como para pisarlo. Este joven soldado conocía las ilusiones ópticas producidas por las lágrimas. Las sentía en su mejilla, y las vio brillar en el pecho de su chaqueta de soldado montado. Dejó la casa y tomó su camino de regreso al campamento.
Al día siguiente, con una intención no muy definida, sin ningún sentimiento dominante que pudiera haber nombrado de modo correcto, buscó el sitio de nuevo. A media milla de éste encontró a Bushrod Albro, un antiguo amigo de juegos y compañero de escuela, que lo saludó con calidez.
-Yo voy a visitar mi hogar -dijo el soldado.El otro lo miró con bastante agudeza, pero no dijo nada.
-Yo sé -continuó Lassiter-, que mis padres no han cambiado, pero…
-Ha habido cambios -interrumpió Albro-, todo cambia. Yo voy a ir contigo si no te importa. Podemos hablar mientras vamos.
Pero Albro no habló.En lugar de una casa hallaron sólo unos cimientos de piedra negruzcos por el fuego, que rodeaban un área de cenizas compactas hoyosas por las lluvias.
El asombro de Lassiter era extremo.
-Yo no podía encontrar la manera correcta de decírtelo -dijo Albro-. En la lucha de hace un año tu casa fue quemada por un obús federal.
-¿Y mi familia, dónde están ellos?-En el cielo, espero. A todos los mató el obús.
Título original: Three and One are One, publicado por primera vez en Cosmopolitan, octubre de 1908, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Mort Kunstler, Stonewall Jackson on Little Sorrel, XX.