sábado, 2 de julio de 2011

Una intimación providencial


El sr. Algernon Jarvis, de San Francisco, se levantó cruzado. El mundo del sr. Jarvis había sido malo con él por la noche, como el mundo de uno es probable que haga, cuando uno se sienta con unos amigos joviales hasta la mañana, para velarlo, y él era propenso al resentimiento. Tan pronto, por lo tanto, se hubo metido en un pulcro traje de vestir a la moda, y seleccionó su bastón de paseo matinal, salió hacia el pueblo con la vaga determinación general de atacar algo. Su primera víctima, naturalmente, hubiera sido su desayuno pero, lo suficiente singular, cayó sobre éste con una energía tan débil que él mismo fue abatido, para el apenado asombro del digno rôtisseur, quien debió registrar la derrota de doncella de su hasta ahora pujante patrón. Tres o cuatro tazas de café noir, fueron los únicos cautivos que agraciaron el gástrico carro de ruedas del sr. Jarvis esa mañana.
Prendió un puro largo y andorreó mal humorado calle abajo, tan ocupado con los esquemas de la represalia universal, que sus pies la tuvieron toda a su propia manera, a consecuencia de lo cual, su dueño pronto se encontró en la sala de billar del Hotel Occidental. No había nadie allí, pero el sr. Jarvis era una persona privilegiada; así que, yendo a la mesa del marcador, sacó una pequeña caja de bolas de marfil, las derramó con descuido sobre una mesa y, con languidez, las asaltó con un palo largo.
De repente, por mera casualidad, ejecutó un golpe maravilloso. Esperado a que las bolas asombradas hubieran reasumido su compostura, las reunió, volviendo a situarlas en su posición anterior. Intentó el golpe de nuevo y, naturalmente, no lo hizo. De nuevo situó las bolas, y de nuevo fracasó malamente. Con un aire vejado y humillado, una vez más, puso los globos indóciles en posición, se inclinó sobre la mesa y estaba a punto de golpear, cuando sonó una voz solemne desde atrás:
-¡Le apuesto dos quintos a que no lo hace!
El sr. Jarvis se irguió, se volteó a medias y miró al hablante, quien encontró era un extraño, uno que la mayoría de las personas hubieran preferido se quedara como un extraño. El sr. Jarvis no hizo una réplica. En primer lugar, era un hombre de gusto aristocrático, para quien una apuesta de “dos quintos” era simplemente vulgar. En segundo, el hombre que la había proferido, evidentemente, no tenía el dinero. Aún, era enojoso tener la habilidad de uno cuestionada por uno socialmente inferior, en particular cuando uno tenía dudas de ésta uno mismo, y estaba de otra forma mal templado. Así que el sr. Jarvis paró su taco contra la mesa, se quitó su abrigo matinal de moda, reasumió su palo, extendió su fina figura sobre la mesa, con la espalda hacia el techo y tomó puntería de modo deliberado.
En este punto el sr. Jarvis se esfuma de esta historia, y no es visto más para siempre. Las personas de la clase a la que él añade lustre, son sagradas para la pluma del humorista, éstas son ridículas pero no divertidas. Así que ahora vamos a despedir a este joven aristócrata no interesante, reteniendo meramente su cáscara exterior, el abrigo matinal de moda que el sr. Stenner, el caballero que había ofrecido la apuesta, había lanzado tranquilo a través de su brazo y conducido lejos para su propia ventaja.
Una hora más tarde el sr. Stenner se sentaba en su humilde alojamiento de North Beach, con la prenda hurtada sobre sus rodillas. Él ya había tomado la opinión de un eminente prestamista sobre su valor, y sólo quedaba buscar en los bolsillos. Las nociones del sr. Stenner concernientes a los abrigos de los caballeros, no eran tan claras como podían haber sido. En términos generales, eran que esas prendas abundaban en bolsillos secretos, repletos de un caudal de billetes de banco entremezclados con monedas de oro. Fue por lo tanto decepcionado, cuando su búsqueda cuidadosa fue recompensada sólo con un pañuelo delicadamente perfumado, por el que no podía esperar obtener un préstamo de más de diez céntimos; un par de guantes demasiado pequeños para el uso y un trozo de papel que no era un cheque. Una segunda mirada a éste, sin embargo, despertó una esperanza. Era sobre el tamaño de un flounder, que estaba reglado con líneas anchas y portaba en caracteres conspicuos las palabras “Western Union Telegraph Company”. Inmediato debajo de esta interesante leyenda había mucho más material impreso, el propósito del cual era, que la compañía no se hacía responsable por la corrección verbal de “el siguiente mensaje”, y no se consideraba moral o legalmente obligada a enviarlo o entregarlo, ni, en resumen, a prestar cualquier tipo de servicio por el dinero pagado por el remitente.
No familiarizado con la telegrafía, el sr. Stenner supuso, naturalmente, que un mensaje sujeto a esas arduas condiciones, debía ser uno no sólo de grave importancia, sino de carácter cuestionable. Así que determinó descifrarlo en ese tiempo y lugar. En el curso del día tuvo éxito en hacer eso. Éste decía como sigue, omitiendo la fecha y los nombres de las personas y los lugares, que estaban, por supuesto, bastante ilegibles:
“¡Compra a Sally Meeker!”
Si la plena fuerza de esa notable adjuración hubiera estallado sobre el sr. Stenner toda de una vez, podría haberlo llevado lejos, lo que no hubiera sido una cosa tan mala para San Francisco, pero como el sentido tenía que filtrarse con lentitud a través del denso dique de la ignorancia, éste no produjo otro efecto inmediato que la exclamación: “¡Bueno, yo voy a ser tronado!"
En las bocas de algunas personas esa forma de expresión implicaba un gran asunto. En la lengua de Stenner ésta significó la naturaleza sin esperanza de la confusión mental de Stenner.
Se debe confesar -por las personas ajenas a cierto círculo limitado y sórdido- que el mensaje carecía de amplificación y elaboración; en su dicción tersa, desnuda había una sugestión horrenda de tráfico de carne humana, para la que en California no había mercado desde la abolición de la esclavitud y la importación de novillos pura sangre. Si el sufragio femenino se hubiera establecido todo hubiera estado claro, el sr. Stenner hubiera entendido a la vez el tipo de adquisición aconsejada, pues en las transacciones políticas él mismo había cambiado de manos muy a menudo. Pero todo era un embrollo y, resuelto a despedir el material de sus pensamientos, se fue a la cama no pensando en nada más; por muchas horas su imaginación excitada no hizo nada más, que adquirir a la levemente dañada Sally Meeker por una bala, y revenderla con un enorme provecho para sí mismo.
Al día siguiente destelló en su memoria quién era Sally Meeker, ¡una yegua de carrera! En esta obvia por entero solución del problema, fue superado con estupor en su propia sagacidad. Arrojándose a la calle adquirió no a Sally Meeker, sino un periódico deportivo, y en éste encontró el anuncio de una carrera que iba a ser la semana siguiente; y, lo suficiente seguro, allí estaba:
“Budd Doble entra g.g. Clipper; Bob Scotty entra b.g. Lightnin; Staley Tupper entra s.s. Upandust; Sim Salper entra b.m. Sally Meeker.”
Estaba claro ahora, el remitente del despacho estaba “en el sabido”. Sally Meeker iba a ganar, y su dueño, quien no lo sabía, la había ofrecido en venta. ¡En ese momento supremo el sr. Stenner hubiera sido a voluntad un hombre rico! De hecho resolvió serlo. De una vez acudió a Vallejo, donde había vivido hasta que fue invitado afuera por algunos ciudadanos influyentes del lugar. Allí buscó de inmediato a un amigo industrioso, quien tenía una amable debilidad por el poker tapado, y en quien el sr. Stenner alentaba esa pasión de modo regular, yendo contra él cada día de pago, y despojándolo de sus arduos ingresos. Él hizo eso esta vez, por la suma de cien dólares.
Tan pronto se hubo forrado en su último billar, y rechazado la apelación de su amigo, para un préstamo trivial con cual pagar el desayuno, compró un cheque en el Banco de California, lo encerró en una carta que contenía, meramente, las palabras “Conpra a Saly Meker", y lo despachó por correo, al único clérigo de San Francisco cuyo nombre conocía. El sr. Stenner tenía la vaga noción, de que todo tipo de negocio requería de una estricta honestidad, y la fidelidad podía ser provechosa siendo confiada al clero, de otra forma ¿cuál era el uso de la religión? Yo espero no voy a ser acusado de falta de respeto al hábito, en esta puesta llana del estimado de los párrocos del sr. Stenner, tanto más que no lo comparto.
Este negocio fuera de su mente, el sr. Stenner lo desdobló en la juerga de una semana”; al final de la cual trabajó su pasaje hasta San Francisco, para asegurar sus ganancias de la carrera y hacerse cargo de su yegua sin par. Va a ser observado, que sus nociones concernientes a las carreras eran un tanto confusas; su experiencia de éstas hasta ahora había sido confinada a esa rama del negocio, que requiere no el conocimiento técnico sino la destreza manual. En resumen, no había hecho más que escarbar en los bolsillos de los espectadores. Arribado a San Francisco se estaba apurando a la vivienda de su agente clerical, cuando encontró a un conocido a quien le soltó la pregunta triunfante: -¿Qué hay de Sally Meeker?
-¿Sally Meeker? ¿Sally Meeker? -fue la réplica-. Oh, ¿usted se refiere a la yegua? Pues se ha ido por el canal. Se rompió el cuello en la primera vuelta. Pero el viejo Sim Salper nunca se va a enojar una pizca por eso. Él la pegó de pieza en la mina, ella fue nombrada después, y las acciones se fueron arriba de nada a fuera de vista. ¡Usted no podría tocar esas acciones con un palo de diez pies!
Cual fue un golpe para el sr. Stenner. Él vio su error, el mensaje del abrigo había sido, evidentemente, enviado a un corredor, y se refería a las acciones de la mina “Sally Meeker”. ¡Y él, Stenner, era un hombre arruinado!
¡Súbitamente, un juramento grande, monstruoso, ilegítimo e indecible rodó desde la lengua del sr. Stenner, como un disparo de cañón lanzado a lo largo de un suelo desigual! ¿No podía ser que el rev. sr. Boltright hubiera asimismo entendido mal el mensaje, y hubiera comprado no la yegua, sino las acciones? El pensamiento fue eléctrico: ¡el sr. Stenner corrió, él voló! ¡No se detuvo en los muros y las clases de casas pequeñas, sino fue a través o por arriba de éstas! En cinco minutos estaba parado delante del buen clérigo, y en uno más le había preguntado, en un susurro ronco, si él había comprado alguna “Sally Meeker”.
-Mi buen amigo -fue la blanda réplica-, mi compañero de viaje hacia el tribunal de Dios, comportaría mejor con sus necesidades espirituales, el inquirir qué debería usted hacer para ser salvado. Pero ya que me pregunta, le voy a confesar que, habiendo recibido lo que estoy compelido a considerar como una intimación providencial, acompañada de los seculares medios de obediencia, yo puse un margen pequeño y adquirí con amplitud de las acciones que usted menciona. La ventura, estoy constreñido a declarar, no fue por completo no provechosa.
¿No provechosa? ¡El buen hombre había hecho veinticinco mil dólares cuadrados con ese margen pequeño! Para concluir, él los tiene aún.

Título original: A Providential Intimation, publicado por primera vez como The Tale of a Coat en Fun, marzo de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Edgar Degas, The Billiard Room at Menil-Hubert, 1892.