miércoles, 13 de julio de 2011

Un naufragio psicológico


En el verano de 1874 estaba en Liverpool, a donde había ido de negocio por la casa mercantil de Bronson & Jarrett, en Nueva York. Yo soy William Jarrett, mi socio era Zenas Bronson. La firma fracasó el año pasado, e incapaz de soportar la caída de la opulencia a la pobreza, él murió.
Habiendo terminado mi negocio, y sintiendo una lasitud y extenuación incidente en su despacho, sentí que un prolongado viaje por mar sería ambos agradable y benéfico; así que, en lugar de embarcar para mi retorno en uno de los muchos finos vapores de pasajeros, reservé para Nueva York en el zarpante bajel Morrow, en el que había expedido una grande y valiosa factura de los bienes que había comprado. El Morrow era un barco inglés con, por supuesto, sólo un pequeño alojamiento para los pasajeros, de quienes estaban allí sólo yo, una mujer joven y su sirviente, quien era una negra de mediana edad. Yo pensé era singular que una viajante muchacha inglesa debiera estar tan atendida, pero ella me explicó después que la mujer había sido dejada con su familia, por un hombre y su esposa de Carolina del Sur, quienes ambos habían muerto el mismo día, en la casa del padre de la dama joven en Devonshire; una circunstancia en sí misma lo suficiente poco común, para quedarse con bastante distinción en mi memoria, incluso si no hubiera después translucido en la conversación con la dama joven, que el nombre del hombre era William Jarrett, el mismo que el mío. Yo sabía que una rama de mi familia se había asentado en Carolina del Sur, pero de ellos y su historia era ignorante.
El Morrow zarpó de la boca del Mersey el 15 de junio, y por varias semanas tuvimos brisas limpias y un cielo no nuboso. El patrón, un marinero admirable pero nada más, nos favoreció con muy poco de su sociedad, excepto en su mesa; y la joven, la señorita Janette Harford, y yo nos hicimos muy buenos conocidos. Nosotros estábamos, en verdad, casi siempre juntos y, siendo de un giro de mente introspectivo, yo a menudo me esforzaba para analizar y definir la sensación novelesca que ella me inspiraba: una atracción secreta, sutil pero poderosa que me impelía a buscarla de forma constante, aunque era un intento sin remedio. Sólo podía estar seguro de que, al menos, no era amor. Habiéndome asegurado yo mismo de eso, y teniendo la certeza de que ella era muy de todo corazón, me aventuré un atardecer (recuerdo que fue el 3 de julio), mientras estábamos sentados en la cubierta, a preguntarle de modo risueño, si ella podía asistirme en resolver mi duda psicológica.
Por un momento se quedó en silencio, con el rostro desviado, y yo empecé a temer que había sido rudo y no delicado en extremo; entonces ella fijó sus ojos en los míos con gravedad. En un instante mi mente fue dominada por una fantasía tan extraña, como jamás penetró la conciencia humana. Parecía como si me estuviera mirando no con, sino a través de sus ojos -desde una distancia inmensurable detrás de éstos-, y que un número de otras personas, hombres, mujeres y niños, en cuyos rostros yo captaba unas expresiones evanescentes, extrañamente familiares se agrupaban a su alrededor, luchando con una gentil ansiedad para mirarme a través de los mismos orbes. El barco, el océano, el cielo, todo se había desvanecido. Yo no era consciente de nada, salvo de las figuras de esa escena extraordinaria y fantástica. Entonces, vuelto oscuridad a la vez, todo cayó sobre mí, y luego desde afuera de eso, como uno que se va acostumbrando por grados a una luz tenue, mis entornos anteriores de la cubierta, el mástil y el cordaje se resolvieron con lentitud. La señorita Harford había cerrado los ojos y estaba recostada en su silla, al parecer dormida, el libro que había estado leyendo abierto en su regazo. Impelido por no puedo decir seguro qué motivo, eché una mirada a la cima de la página; era una copia de esa obra rara y curiosa, Las meditaciones de Denneker, y el dedo índice de la dama descansaba en este pasaje:
“A varios les es dado ser arrastrados, y ser apartados del cuerpo por una temporada; pues, como arroyuelos convergentes que fluyen a través el uno del otro, el débil es llevado de largo por el fuerte; así se tiene la certeza de parientes cuyas sendas se interceptan, sus almas llevan compañía, mientras sus cuerpos van por caminos antes señalados, no sabiendo.”
La señorita Harford se despertó temblando, el sol se había hundido bajo el horizonte, pero no hacía frío. No había ni un soplo de viento, no había nubes en el cielo, aún ni una estrella era visible. Un pataleo apurado resonó en la cubierta, el capitán, llamado desde abajo, se unió al primer oficial, quien se quedó mirando el barómetro. -¡Dios, Dios! -lo oí exclamar.
Una hora más tarde la forma de Janette Harford, invisible entre la oscuridad y la espuma, era arrancada de mi agarre por el cruel vórtice del barco al hundirse, y yo me desmayaba sobre el cordaje del mástil flotante al que me había amarrado.
Fue por la luz de una lámpara que me desperté. Yo yacía en una litera, en medio del entorno familiar del camarote de un vapor. En el diván opuesto estaba sentado un hombre, medio desvestido para la cama, leyendo un libro. Reconocí el rostro de mi amigo Gordon Doyle, a quien había conocido en Liverpool el día de mi embarque, cuando él mismo estaba a punto de zarpar en el vapor City of Prague, al cual me había urgido a que lo acompañara.
Después de algunos momentos dije ya su nombre. Él simplemente dijo: -Bueno-, y volvió una hoja de su libro sin remover los ojos de la página.
-Doyle -repetí-, ¿la salvaron a ella?
Él ahora se dignó a mirarme y sonrió como si estuviera divertido. Evidentemente, me creía sólo medio despierto.
-¿A ella? ¿A quién se refiere?
-A Janette Harford.
Su diversión se volvió asombro, me miró fijamente, sin decir nada.
-Usted me va a decir después de un rato -continué-, yo supongo que me va a decir después de un rato.
Un momento más tarde pregunté: -¿Qué barco es éste?
Doyle me miró de nuevo. -El vapor City of Prague, con destino de Liverpool a Nueva York, tres semanas fuera con un eje roto. Pasajero principal, el sr. Gordon Doyle, ídem lunático, el sr. William Jarrett. Esos dos viajeros distinguidos embarcaron juntos, pero están a punto de separarse, siendo la intención resoluta del anterior tirar por la borda al último.
Me senté derecho como un tornillo. -¿Usted quiere decir, que yo he sido por tres semanas un pasajero de este vapor?
-Sí, bastante cerca, es el 3 de julio.
-¿Yo he estado enfermo?
-Justo como un trébedes todo el tiempo, y puntual en sus comidas.
-¡Dios mío! Doyle, aquí hay algún misterio, tenga la bondad de ser serio. ¿No fui yo rescatado del naufragio del barco Morrow?
Doyle cambió de color y, aproximado a mí, puso sus dedos en mi muñeca. Un momento más tarde: -¿Qué sabe usted de Janette Harford? -preguntó muy calmado.
-Primero dígame ¿qué sabe usted de ella?
El sr. Doyle me miró fijamente por unos momentos, como si estuviera pensando qué hacer, entonces, sentándose de nuevo en el diván, dijo:
-¿Por qué no habría? Yo estoy comprometido para casarme con Janette Harford, a quien conocí hace un año en Londres. Su familia, una de las más acaudaladas de Devonshire, se hizo pedazos con eso, y nosotros nos fugamos; nos estamos fugando más bien, pues el día que usted y yo andábamos a la plataforma de embarque, para ir a bordo de este vapor, ella y su fiel sirvienta, una negra, nos pasaron, yendo en coche al barco Morrow. Ella no había consentido en ir en el mismo bajel conmigo, y se había pensado mejor que tomara un bajel que zarpaba, en orden de evitar la observación y disminuir el riesgo de detección. Yo ahora estoy alarmado, no sea que esa maldita rotura de nuestra maquinaria nos pueda detener tanto, que el Morrow vaya a llegar a Nueva York antes que nosotros, y la pobre muchacha no vaya a saber a dónde ir.
Yo yacía quieto en mi litera, tan quieto que apenas respiraba. Pero el sujeto, evidentemente, no era desagradable a Doyle, y después de una breve pausa reasumió:
-Por cierto, ella es sólo una hija adoptiva de los Harfords. Su madre murió en el lugar de ellos, al ser lanzada de un caballo mientras cazaba, y su padre, loco de dolor, se lo hizo a sí mismo el mismo día. Nadie jamás reclamó a la niña, y después de un tiempo razonable ellos la adoptaron. Ella ha crecido en la creencia de que es su hija.
-Doyle, ¿qué libro está leyendo?
-Oh, se llama Las meditaciones de Denneker. Es un lote de ron, Janette me lo dio, ella por casualidad tenía dos copias. ¿Quiere verlo?
Me tiró el volumen, que se abrió al caer. En una de las páginas expuestas había un pasaje marcado:
“A varios les es dado ser arrastrados, y ser apartados del cuerpo por una temporada; pues, como arroyuelos convergentes que fluyen a través el uno del otro, el débil es llevado de largo por el fuerte; así se tiene la certeza de parientes cuyas sendas se interceptan, sus almas llevan compañía, mientras sus cuerpos van por caminos antes señalados, no sabiendo.”
-Ella tenía, ella tiene, un gusto singular por la lectura -me las arreglé para decir, dominando mi agitación.
-Sí. Y ahora, acaso, usted va a tener la amabilidad de explicar, cómo sabía su nombre y el del barco en que ella zarpó.
-Usted habló de ella en su sueño -dije.
Una semana más tarde fuimos remolcados hacia el puerto de Nueva York. Pero del Morrow nunca más se oyó.

Título original: My Shipwreck, publicado por primera vez en The Argonaut, mayo de 1879, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Franz Hünten, Shipping on the Bosphorus off the Turkish coast, 1869.