martes, 19 de julio de 2011

La ciudad del irse lejos


Yo nací de unos padres pobres por honestos, y hasta que tuve veintitrés años de edad, nunca supe las posibilidades de felicidad que latían en las monedas de otra persona. Por ese tiempo la providencia me lanzó a un dormir profundo, y me reveló en un sueño la locura de laborar. "Contempla -dijo la visión del santo ermitaño-, la pobreza y el escualor de tu lote, y escucha las enseñanzas de la naturaleza. Tú te levantas en la mañana de tu jergón de paja, y vas a tu labor diaria en los campos. Las flores asienten con sus cabezas en salutación amistosa a tu paso. La alondra te recibe con un estallido de canto. El sol temprano derrama sus rayos temperados sobre ti, y de la hierba con rocío inhalas una atmósfera fresca y grata a tus pulmones. Toda la naturaleza parece saludarte, con el júbilo de un sirviente generoso que da la bienvenida a un amo fiel. Tú estás en armonía con su humor gentil y tu alma canta dentro de ti. Tú empiezas tu tarea diaria con el arado, esperando que el mediodía cumplirá la promesa de la mañana, madurando los encantos del paisaje y confirmando su bendición sobre tu espíritu. Tú sigues el arado hasta que la fatiga invoca el reposo y, sentándote en la tierra al final de tu surco, esperas disfrutar a plenitud las delicias, de lo que apenas has probado.
¡Alas!, el sol se ha elevado a un cielo bronceado, y sus rayos se han convertido en un torrente. Las flores han cerrado sus pétalos, confinando su perfume y negando sus colores al ojo. La frescura no exhala más de la hierba: el rocío se ha desvanecido, y la seca superficie de los campos repite el feroz calor del cielo. Los pájaros del cielo no te saludan más con una melodía, pero el arrendajo te reprende con aspereza desde el linde del boscaje. ¡Hombre infeliz!, todas las gentiles y curativas ministraciones de la naturaleza te son negadas, en castigo a tu pecado. Tú has violado el primer mandamiento del Decálogo natural: ¡tú has laborado!”
Al despertar de mi dormir recogí mis pocas pertenencias, solté un adieu a mis padres errados y partí de esa tierra, deteniéndome en la tumba de mi abuelo, quien había sido sacerdote, para hacer el juramento de que nunca más, ayudándome el cielo, ganaría yo un penique honesto.
Cuánto tiempo viajé no lo sé, pero llegué por último a una gran ciudad junto al mar, donde me establecí como médico. El nombre de ese lugar no lo recuerdo ahora, pues tales fueron mi actividad y renombre en mi nueva profesión, que los concejales, movidos por la presión de la opinión pública, lo alteraron, y desde entonces el lugar fue conocido como la Ciudad del irse lejos. No es necesario decir que yo no tenía conocimiento de medicina pero, tras asegurar el servicio de un eminente falsificador, obtuve un diploma que pretendía haber sido otorgado por la Real curandería del empirismo charlatán de los gafes, que enmarcado en siemprevivas, y suspendido con un poco de crêpe de un sauce enfrente de mi oficina, atrajo a los enfermos en gran número. En conexión con mi dispensario, conduje uno de los más grandes establecimientos empresariales jamás conocido, y tan pronto como mis medios lo permitieron, adquirí un amplio tracto de tierra y lo hice un cementerio. Yo poseía asimismo algunas obras de mármol muy provechosas, a un lado del portón del cementerio, y en el otro un extenso jardín de flores. Mi emporio doliente estaba patrocinado por la belleza, la moda y la tristeza de la ciudad. En resumen, estaba en una muy próspera forma de negocio, y al año fui capaz de enviar por mis padres, y de establecer a mi viejo padre de un modo muy confortable, como recibidor de bienes robados; un acto que, lo confieso, se salvó del reproche de la gratitud filial sólo, por mi exacción de todos los provechos.
Pero las vicisitudes de la fortuna son evitables sólo, con la práctica de la más severa indigencia: la previsión humana no puede proveer, contra la envidia de los dioses y las incansables maquinaciones del destino. El círculo ampliado de la prosperidad se hace débil mientras se expande, hasta que las fuerzas antagónicas que éste ha empujado atrás, se hacen poderosas por compresión para resistir y finalmente arrollar. Tan grande se hizo el renombre de mi habilidad en la medicina, que los pacientes me eran llevados de todas las cuatro partes del globo. Inválidos gravosos, cuya tardanza en morir era un pesar perpetuo para sus amigos; testadores acaudalados, cuyos legatarios estaban deseosos de venir por sus propios; niños superfluos de padres penitentes y padres dependientes de niños frugales; esposas de maridos con la ambición de volver a casarse, y maridos de esposas sin parada en las cortes de divorcio; éstas, y todas las clases concebibles de la población sobrante, eran conducidas a mi dispensario en la Ciudad del irse lejos. Venían en multitudes incalculables.
Los agentes de gobierno me traían caravanas de huérfanos, páuperos, lunáticos y a todo quien se había convertido en una carga pública. Mi habilidad en curar la orfandad y el pauperismo fue reconocida, en particular, por el parlamento agradecido.
Naturalmente, todo esto promovía la prosperidad pública, pues aunque yo obtenía la mayor parte del dinero que los extraños gastaban en la ciudad, el resto iba a los canales del comercio, y yo mismo era un liberal inversor, comprador y empleador, y un patrón de las artes y las ciencias. La Ciudad del irse lejos creció tan rápido, que en unos pocos años había encerrado mi cementerio, a despecho de su propio crecimiento constante. En ese hecho estaba el león que me rentaba.
Los concejales declararon mi cementerio un mal público y decidieron quitármelo, remover los cuerpos a otro lugar y hacer un parque de éste. Me iban a pagar por éste, y yo podía sobornar a los tasadores fácilmente para fijar un precio alto, pero por una razón que iba a aparecer la decisión me dio un pequeño júbilo. Fue en vano que protesté contra el sacrilegio de disturbar a los santos muertos, aunque era una apelación poderosa, pues en esa tierra los muertos eran tenidos en veneración religiosa. Los templos eran construídos en su honor y un separado sacerdocio mantenido a expensas del público, cuyo único deber era la realización de unos servicios memoriales de la clase más solemne y conmovedora. Por cuatro días al año había un festival del bien, como era llamado, cuando toda la gente dejaba a un lado su trabajo o negocio y, encabezada por los sacerdotes, marchaba en procesión por los cementerios, adornando las tumbas y rezando en los templos. Por mala que la vida de un hombre pudiera ser, se creía que cuando moría entraba en un estado de felicidad eterna e indecible. El expresar una duda de eso era una ofensa punible con la muerte. El negarle el entierro a los muertos o el exhumar un cuerpo enterrado, excepto bajo sanción de la ley por una dispensa especial y con una ceremonia solemne, era un crimen que no tenía una penalidad establecida, porque nadie había tenido nunca la audacia de cometerlo.
Todas esas consideraciones estaban a mi favor, pero la gente y sus oficiales cívicos estaban tan seguros, de que mi cementerio era injurioso para la salud pública, que éste fue condenado y tasado, y con terror en mi corazón recibí tres veces su valor y empecé a arreglar mis affairs a toda velocidad.
Una semana más tarde fue el día señalado, para la formal inauguración de la ceremonia de remoción de los cuerpos. El día estaba bonito, y la entera población de la ciudad y la comarca del entorno estaba presente en los imponentes ritos religiosos. Éstos fueron dirigidos por el mortuorio sacerdocio con todos los canónicos. Hubo un sacrificio propiciatorio en los templos del uno, seguido por un desfile procesional de gran esplendor, que terminó en el cementerio. El gran alcalde con su toga de Estado lideraba la procesión. Estaba armado con una pala dorada y seguido por un centenar de varones y hembras cantores, todos vestidos de blanco y cantando el himno del irse lejos. Detrás de éstos iba el sacerdocio menor de los templos, todas las autoridades cívicas, ataviadas con sus ropajes oficiales, cada uno llevando un cerdo vivo como ofrenda a los dioses de los muertos. De las muchas divisiones de la línea, la última estaba formada por un populacho con las cabezas descubiertas, que se cernía polvo en los cabellos en señal de humildad. Enfrente de la capilla mortuoria en medio de la necrópolis, estaba parado el sumo sacerdote con unas vestiduras preciosas, apoyado a cada mano por una línea de obispos y otros altos dignatarios de su prelacía, todos fruncidos con una extrema austeridad. Mientras el gran alcalde se detenía en la audiencia, el clero menor, las autoridades cívicas, el coro y el populacho cerraron y cercaron el sitio. El gran alcalde, poniendo su pala dorada a los pies del sumo sacerdote, se arrodilló en silencio.
-¿Por qué vienes aquí, presuntuoso mortal? -dijo el sumo sacerdote en tonos claros, deliberados-. ¿Es tu propósito sacrílego, con ese implemento, descubrir los misterios de la muerte y violar el reposo del bien?
El gran alcalde, aún de rodillas, sacó de su toga un documento con sellos portentosos: -Contempla, oh inefable; tu siervo, teniendo una orden de su pueblo, entrega en tus santas manos la custodia del bien, con el fin y el propósito de que éste yazga en la tierra más justa, debidamente preparada por consagración en contra de su venida.
Con eso colocó en las manos sacerdotales la orden del Consejo de concejales, que había decretado la remoción. Tocando meramente el pergamino, el sumo sacerdote lo pasó al Cabeza de la necrópolis a su lado, y elevando las manos relajó la severidad de su semblante, y exclamó: -Los dioses cumplen.
Abajo por la línea de los prelados a cada lado, sus gestos, miradas y palabras fueron repetidos de modo sucesivo. El gran alcalde se puso de pie, el coro empezó un cántico solemne y, oportunamente, un coche fúnebre tirado por diez caballos blancos con penachos negros, rodó adentro por el portón y se abrió camino a través de la multitud partida, hacia la tumba selecta para la ocasión, la de un alto oficial a quien yo había tratado por incumbencia crónica. El gran alcalde tocó la tumba con su pala dorada (que luego presentó al sumo sacerdote), y dos excavadores forzudos, con unas de hierro, se pusieron a trabajar con vigor.
En ese momento se observó que yo dejaba el cementerio y la comarca; por el reporte del resto de los procesos estoy endeudado con mi santo padre, quien me lo relató en una carta, escrita en la cárcel la noche antes de que tuviera el irreparable infortunio, de poner el rizo fuera de la soga.
Mientras los obreros procedían con su excavación, cuatro obispos se situaron en las esquinas de la tumba y, en el profundo silencio de la multitud, violado sólo por el áspero, crujiente sonido de las palas, repitieron de forma continua, una tras otra, las solemnes invocaciones y responsos del ritual del disturbado, implorando al hermano bendito el perdonar. Pero el hermano bendito no estaba allí. Dos toesas llenas zaparon por él en vano, luego lo dejaron. Los sacerdotes estaban visiblemente desconcertados, el populacho estaba horrorizado, pues esa tumba de modo indudable estaba vacante.
Después de una breve consulta con el sumo sacerdote, el gran alcalde le ordenó a los obreros abrir otra tumba. El ritual se omitió esta vez hasta que el ataúd fuera descubierto. No había un ataúd, ni un cuerpo.
El cementerio era ahora una escena de la más salvaje confusión y desánimo. La gente gritaba y corría aquí y allá, gesticulaba, clamaba, todos hablaban a la vez, nadie escuchaba. Algunos corrían por palas, paletas, azadas, palos, cualquier cosa. Algunos traían azuelas de carpintero, incluso cinceles de las obras marmóreas, y con esos utensilios inadecuados se ponían a trabajar en las primeras tumbas a que llegaban. Otros caían sobre los montículos con las manos desnudas, arañando la tierra con tal ansiedad como perros cavando en busca de marmotas. Antes del anochecer, la superficie de la mayor parte del cementerio había sido volteada; cada tumba había sido explorada hasta el fondo, y miles de hombres estaban desgarrando los espacios intermedios, con un frenesí tan furioso como la extenuación se lo permitiera. Cuando vino la noche las antorchas fueron prendidas, y bajo su resplandor siniestro esos mortales frenéticos, que parecían como una legión de demonios que realizaran algún rito sacrílego, prosiguieron con su trabajo decepcionante hasta que hubieron devastado el área entera. Pero no hallaron ningún cuerpo, ni incluso un ataúd.
La explicación es excesivamente simple. Una parte importante de mis ingresos se había derivado de la venta de cadavres a los colegios médicos, que nunca antes habían sido tan bien abastecidos, y que, en adicional reconocimiento de mis servicios a la ciencia, todos me habían otorgado diplomas, títulos y becas sin número. Pero su demanda de cadavres era desigual a mi abastecer: ni incluso con las más pródigas extravagancias, podían consumir una mitad de los productos de mi habilidad como médico. En cuanto al resto, yo había poseído y operado la jabonera más extensa y equipada por completo de toda la comarca. La excelencia de mi "Toilet Homoline" fue atestiguada por los certificados de veintenas de los más santos teólogos, y yo tenía uno en autógrafo de Badelina Fatti, la más famosa soprano viva.

Título original: The Gone Away: A Tale of Medical Science and Commercial Thrift, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, diciembre de 1888, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Grand Wood, American Gothic, 1930.