lunes, 18 de julio de 2011

El niño andariego


Si ustedes hubieran visto al pequeño Jo parado en la esquina de una calle en la lluvia, apenas lo habrían admirado. Era al parecer una ordinaria tormenta lluviosa de otoño, pero el agua que caía sobre Jo (quien era apenas lo suficiente viejo para ser justo o injusto, y así acaso no caía bajo la ley de la distribución imparcial), parecía tener cierta propiedad peculiar en sí misma: uno habría dicho que era oscura y adhesiva, pegajosa. Pero eso apenas podía ser así incluso en Blackburg, donde ocurrían cosas que, ciertamente, estaban en una buena porción fuera de lo común.
Por ejemplo, diez o doce años antes había caído una lluvia de ranas menudas, como fue atestiguado creíblemente por una crónica contemporánea, concluyendo el registro con una declaración un tanto oscura, al efecto de que el cronista lo consideraba un creciente buen tiempo para los franceses.
Algunos años más tarde Blackburg tuvo una caída de nieve carmesí, hacía frío en Blackburg cuando estaba en invierno, y las nieves eran frecuentes y profundas. No podía haber duda de eso: la nieve en esa instancia fue del color de la sangre, y se derretía en un agua del mismo tono, si era agua y no sangre. El fenómeno había atraído una amplia atención, y la ciencia tenía tantas explicaciones, como había científicos que no supieran nada de eso. Pero los hombres de Blackburg, hombres que por muchos años habían vivido justo allí, donde la nieve rojiza cayó, y se podía suponer que supieran una buena porción sobre el asunto, sacudieron sus cabezas y dijeron que algo podía salir de eso.
Y algo salió, pues el verano siguiente se hizo memorable por la prevalencia de una enfermedad misteriosa -epidémica, endémica o el Señor sabía qué, aunque los médicos no-, que se llevó a una buena mitad de la población. La mayoría de la otra mitad se llevó a sí misma lejos, y fue lenta en retornar pero finalmente volvió, y ahora se estaba aumentando y multiplicando como antes, aunque Blackburg no había sido desde entonces el mismo por completo.
De muy otra suerte, aunque igualmente “fuera de lo común”, fue el incidente del fantasma de Hetty Parlow. El nombre de soltera de Hetty Parlow había sido Brownon, y en Blackburg eso significaba más de lo que uno podía pensar.
Los Brownon habían sido desde tiempo inmemorial -desde lo más temprano de los viejos días coloniales- la familia líder del pueblo. Era la más rica y era la mejor, y Blackburg habría derramado la última gota de su sangre plebeya, en defensa de la justa fama de los Brownon. Como jamás se había conocido, que unos miembros de la familia vivieran lejos de Blackburg de forma permanente, aunque la mayoría se había educado en otra parte y casi todos habían viajado, había allí un buen número de ellos. Los hombres mantenían la mayoría de las oficinas públicas, y las mujeres eran las primeras en todos los buenos trabajos. De éstas últimas, Hetty era la más querida por razón de la dulzura de su disposición, la pureza de su carácter y su singular belleza personal. Se casó en Boston con un pícaro llamado Parlow, y como una buena Brownon lo llevó a Blackburg en seguida, e hizo de él un hombre y el concejal del pueblo. Tuvieron un niño al que llamaron Joseph y quisieron con ternura, como era entonces la moda entre los padres de toda esa región. Luego ellos murieron del misterioso trastorno ya mencionado, y a la edad de sólo un año Joseph se quedó como un huérfano.
Por infortunio para Joseph, la enfermedad que había segado a sus padres no se detuvo ahí, sino que continuó y extirpó a casi todo el contingente Brownon y a sus aliados en matrimonio, y los que huyeron no retornaron. La tradición se rompió, los bienes de los Brownon pasaron a manos extrañas, y los únicos Brownon que quedaron en el lugar estaban bajo tierra, en el cementerio de la Colina del roble donde, en efecto, había una colonia de ellos lo suficiente poderosa para resistir la invasión de las tribus circundantes, y mantener la mejor parte de los terrenos. Pero sobre el fantasma:
Una noche, unos tres años después de la muerte de Hetty Parlow, un número de jóvenes de Blackburg estaba pasando en una carreta, por el cementerio de la Colina del roble; si ustedes han estado allí van a recordar, que el camino a Greenton corre al costado de éste por el sur. Éstos habían estado asistiendo al festival del día de mayo en Greenton, y eso sirve para fijar la fecha. Todos juntos podían haber sido una docena y eran una partida jovial, considerando el legado de tristeza dejado por las recientes experiencias sombrías del pueblo. Mientras pasaban por el cementerio, el hombre que conducía refrenó su pareja de súbito, con una exclamación de sorpresa. Fue lo suficiente sorpresivo, sin dudas, pues justo adelante y casi al borde del camino, aunque dentro del cementerio, estaba parado el fantasma de Hetty Parlow. No podía haber duda de eso, pues ella había sido conocida en persona por cada joven y doncella de la partida. Eso estableció la identidad de la cosa, su carácter de fantasma fue expresado por todos los signos de costumbre: el sudario, el cabello largo, desatado, la “mirada lejana”, todo. La inquietante aparición estaba tendiendo sus brazos hacia el oeste, como en súplica a la estrella del atardecer que, ciertamente, era un objeto seductor, aunque obviamente fuera de alcance. Mientras todos estaban sentados en silencio (como va la historia), cada miembro de esa partida de juerguistas -habían juergueado sólo con café y limonada- oyó con distinción que el fantasma gritaba el nombre “¡Joey, Joey!” Un momento más tarde no había nada allí. Por supuesto, uno no tiene que creer todo esto.
Ahora, en ese momento, como se averiguó después, Joey estaba vagando por una maleza de salvia, en el lado opuesto del continente, cerca de Winnemucca, en el Estado de Nevada. Había sido llevado a ese pueblo por ciertas buenas personas, parientes lejanos de su padre muerto, y adoptado por ellos y cuidado con ternura. Pero ese atardecer el pobre niño se había apartado del hogar y estaba perdido en el desierto.
Su historia posterior está envuelta en la oscuridad, y tiene lagunas que sólo pueden ser llenadas con conjeturas. Se conoce que fue hallado por una familia de indios piute, que retuvo al pequeño miserable consigo por un tiempo, y luego lo vendió; realmente, lo vendió por dinero a una mujer en uno de los trenes con destino al este, en una estación muy lejos de Winnemucca. La mujer declaró haber hecho todo tipo de indagaciones, pero que todo fue en vano: así, siendo sin hijos y viuda, lo adoptó ella misma. En este punto de su carrera, Jo parecía ser llevado muy lejos de la condición de orfandad; la interposición de una multitud de padres, entre sí mismo y ese estado lastimero, le prometía una larga inmunidad a sus desventajas.
La sra. Darnell, su madre más nueva, vivía en Cleveland, Ohio. Pero su hijo adoptivo no permaneció largo tiempo con ella. Fue visto una tarde por un policía, nuevo en esa ronda, alejándose con titubeo de su casa, de modo deliberado, y al ser preguntado respondió que estaba “yendo a su hogar”. Debió haber viajado en tren de alguna forma, pues tres días más tarde estaba en el pueblo de Whiteville que, como ustedes saben, está muy lejos de Blackburg. Su ropa estaba en una condición bastante buena, pero él estaba pecadoramente sucio. Incapaz de dar alguna cuenta de sí mismo, fue arrestado como vagabundo y sentenciado a ser encarcelado en el Hogar de refugio de infantes, donde fue lavado.
Jo corrió lejos del Hogar de refugio de infantes en Whiteville; simplemente, tomó hacia el bosque un día, y el Hogar no supo de él más nunca.
Lo hallamos seguido, o más bien volvemos a él, parado olvidado en la fría lluvia de otoño, en la esquina de una calle suburbana en Blackburg; y parece correcto explicar ahora, que las gotas de lluvia que caían sobre él allí no eran, realmente, oscuras y gomosas, éstas sólo caían para hacer su rostro y manos menos eso. Jo estaba, en efecto, temible y maravillosamente maculado, como por la mano de un artista. Y el olvidado, pequeño andariego no tenía zapatos, sus pies estaban descalzos, rojizos e hinchados, y cuando caminaba cojeaba de ambas piernas. En cuanto a la ropa, ah, ustedes apenas habrían tenido la habilidad de nombrar una única prenda de las que llevaba, o de decir por cuál magia la retenía sobre sí. De que tenía frío por todo y a través de todo, no se admitía una duda, él mismo lo sabía. Cualquiera hubiera tenido frío allí ese atardecer, pero por esa razón no había nadie más allí. ¿Cómo Jo llegó a estar allí él mismo?, por su pequeña vida vacilante no podía haberlo dicho, incluso si estando dotado con un vocabulario que excediera las cien palabras. Por la manera en que miraba a su alrededor, uno podía haber visto que no tenía la más tenue noción de dónde (ni por qué) estaba.
Aunque no era un tonto por completo para su día y generación, teniendo frío y hambre, y aún capaz de caminar un poco doblando mucho las rodillas, en efecto, y poniendo primero los dedos de los pies, decidió entrar a una de las casas que flanqueaban la calle a largos intervalos, y parecía tan brillante y cálida. Pero cuando intentó llevar a cabo esa muy sensible decisión, un perro fornido vino ladrando y le disputó su derecho. Indeciblemente asustado y creyendo sin dudas (con alguna razón también), que lo bruto por fuera significaba brutalidad por dentro, cojeó lejos de todas las casas, y con unos campos grises, mojados a su derecha, y unos campos grises, mojados a su izquierda, con la lluvia cegándolo a medias y la noche viniendo con niebla y oscuridad, mantuvo su ruta a lo largo del camino que llevaba a Greenton. Es decir, el camino llevaba a Greenton a esos, que tenían éxito al pasar por el cementerio de la Colina del roble. Un número considerable cada año no lo tenía.
Jo no lo tuvo.
Lo hallaron allí a la mañana siguiente, muy mojado, muy frío, pero no más hambriento. Había entrado al parecer por el portón del cementerio, esperando, acaso, que éste lo llevara a una casa donde no hubiera un perro, e ido tropezando por alrededor en la oscuridad, cayendo sobre muchas tumbas sin dudas, hasta que se había cansado de todo eso y rendido. El pequeño cuerpo yacía de un costado, con una mejilla manchada sobre una mano manchada, la otra mano metida entre los harapos para hacerla calentar, la otra mejilla lavada, limpia y blanca por último, como por el beso de uno de los grandes ángeles de Dios. Se observó -aunque nada se pensó de eso en ese tiempo, estando el cuerpo aún no identificado-, que el pequeño muchacho estaba yaciente sobre la tumba de Hetty Parlow. La tumba, sin embargo, no se había abierto para recibirlo. Esa es una circunstancia que, sin una real irreverencia, uno podía desear que hubiera sido ordenada de otro modo.

Título original: A Baby Tramp, publicado por primera vez en The Wave, agosto de 1891, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Charles Chaplin, El chico, XX.