martes, 12 de julio de 2011

El hombre afuera de la nariz


En la intersección de dos ciertas calles en esa parte de San Francisco, conocida por el aplicado con bastante holgura nombre de North Beach, hay un lote vacante, que está bastante más nivelado de lo usualmente en el caso de los lotes, vacantes o de otro modo en esa región. Inmediato atrás de éste hacia el sur, sin embargo, el terreno se inclina de forma escarpada hacia arriba, estando el ascenso partido por tres terrazas cortadas en la roca blanda. Es un lugar para las cabras y las personas pobres, varias familias de cada clase habiendo ocupado éste de modo conjunto y amistoso “desde la fundación de la ciudad”. Uno de los humildes habitáculos de la terraza inferior, es notable por su ruda semejanza a un rostro humano, o más bien al simulacro de éste que un muchacho podría recortar en una calabaza ahuecada, con sentido de no ofensa a su raza. Los ojos son dos ventanas circulares, la nariz es una puerta, la boca una abertura causada por la remoción de un tablón debajo. No hay umbrales. Como rostro la casa es demasiado grande, como vivienda demasiado pequeña. La mirada en blanco, sin sentido de sus ojos sin párpados ni cejas es extraña.
A veces un hombre sale de la nariz, se voltea, pasa por el lugar donde la oreja derecha debe estar y, haciendo su camino a través del tropel de niños y cabras, que obstruyen el estrecho sendero entre las puertas de sus vecinos y el borde de la terraza, gana la calle descendiendo por el tramo de una escalera raquítica. Aquí se detiene para consultar su reloj, y el extraño que pasa por casualidad se pregunta, por qué a tal hombre como ese le puede importar qué hora es. Una observación más alargada mostraría, que el tiempo del día es un elemento importante en los movimientos del hombre, pues es precisamente a las dos en punto de la tarde, que él sale afuera 365 veces cada año.
Habiéndose satisfecho a sí mismo por que no ha cometido un equívoco con la hora, él repone el reloj y camina con rapidez hacia el sur, calle arriba dos plazas, se voltea a la derecha y, mientras se aproxima a la esquina siguiente, fija sus ojos en la ventana superior de un edificio de tres pisos, a través del camino. Ésta es una estructura un tanto deslucida, originalmente de ladrillo rojo y ahora grisáceo. Muestra el toque de la edad y el polvo. Construida para una vivienda, es ahora una fábrica. Yo no sé qué se hace ahí, las cosas que se hacen comúnmente en una fábrica, supongo. Sólo sé que a las dos en punto de la tarde cada día, menos el domingo, está llena de actividad y estrépito; las pulsaciones de algún gran ingenio la sacuden, y están los gritos recurrentes de la madera atormentada por la sierra. En la ventana en la que el hombre fija una mirada intensa, expectante nunca aparece nada; el cristal, en verdad, tiene tal capa de polvo, que hace tiempo ha dejado de ser transparente. El hombre lo mira sin pararse; meramente, se mantiene volviendo la cabeza más y más hacia atrás, mientras deja el edificio atrás. Pasando de largo hacia la esquina siguiente, se voltea a la izquierda, va alrededor de la manzana, y viene atrás hasta que alcanza un punto, en diagonal a la calle desde la fábrica, un punto de su curso anterior, que entonces rerastrea, mirando con frecuencia hacia atrás, por encima de su hombro derecho, a la ventana mientras está a la vista. Por muchos años no se ha conocido que él varíe su ruta, ni introduzca una única innovación en su acción. En un cuarto de hora está de nuevo en la boca de su vivienda, y una mujer, que ha estado por algún tiempo parada en la nariz, lo asiste al entrar. Él no es visto más hasta las dos en punto del día siguiente. La mujer es su esposa. Ella se apoya a sí misma y a él, lavando para las gentes pobres entre quienes viven, con modos que destruyen la porcelana y la competencia doméstica.
Este hombre tiene unos cincuenta y siete años de edad, aunque parece bastante más viejo. Su cabello es blanco muerto. No lleva barba, y siempre está recién afeitado. Sus manos están limpias, sus uñas bien cuidadas. En el asunto del vestir, es distintamente superior a su posición, según lo indicado por sus entornos y el negocio de su esposa. Está vestido, en efecto, con mucha pulcritud, si no muy a la moda. Su sombrero de copa tiene una fecha no más temprana, que el año antes del último; y sus botas, pulidas de forma escrupulosa, son inocentes de parches. Me han dicho que el traje que lleva, durante sus excursiones diarias de quince minutos, no es el que lleva en el hogar. Como todo lo demás que tiene, éste es provisto y mantenido en reparación por su esposa, y es renovado tan frecuente como sus medios escasos lo permiten.
Hace treinta años John Hardshaw y su esposa vivían en Rincon Hill, en una de las finas residencias de ese barrio una vez aristocrático. Él una vez había sido médico, pero habiendo heredado una propiedad considerable de su padre, no se preocupó más de las dolencias de sus criaturas-colegas, y encontró tan mucho trabajo, como le importaba en el manejo de sus propios affairs. Ambos él y su esposa eran personas muy cultivadas, y su casa era frecuentada por una menuda serie de tales hombres y mujeres, como unas personas de sus gustos pensaban valía conocer. Tan lejos como éstas conocían, el sr. y la sra. Hardshaw vivían felices juntos; ciertamente, la esposa era devota de su apuesto y cumplido marido, y estaba excesivamente orgullosa de él.
Entre sus conocidos estaban los Barwell -el hombre, la esposa y dos niños menores- de Sacramento. El sr. Barwell era ingeniero civil y de minas, cuyos deberes lo llevaban mucho del hogar, y con frecuencia a San Francisco. En esas ocasiones su esposa comúnmente lo acompañaba, y pasaba mucho de su tiempo en la casa de su amiga, la sra. Hardshaw, siempre con sus dos niños, a quienes la sra. Hardshaw, sin niños ella misma, les tomó cariño. Por desgracia, su marido le tomó cariño igualmente a su madre, una buena porción de cariño. Aún por más desgracia, la atractiva dama era menos sabia que débil.
A eso de las tres de una mañana de otoño, el oficial no.13 de la policía de Sacramento vio a un hombre, dejando de modo furtivo la entrada trasera de la residencia de un caballero, y lo arrestó prontamente. El hombre -quien llevaba un sombrero doblado y un sobretodo lanudo- le ofreció al policía cien, luego quinientos, luego mil dólares por ser soltado. Como tenía menos de la primera suma mencionada en su persona, el oficial trató su propuesta con un desprecio virtuoso. Antes de alcanzar la estación, el prisionero convino en darle un cheque por diez mil dólares, y quedarse aherrojado en los sauces en la orilla del río, hasta que éste fuera pagado. Como eso sólo provocó una nueva irrisión, no dijo nada más, dando meramente un obvio nombre ficticio. Cuando fue registrado en la estación nada de valor fue hallado en él, salvo un retrato en miniatura de la sra. Barwell, la dama de la casa en la que fue atrapado. El estuche estaba engastado con diamantes costosos, y algo en la calidad del lino del hombre envió una punzada de arrepentimiento ineficaz, por el pecho severamente incorruptible del oficial no. 13. No había nada en la ropa del prisionero, ni una persona que lo identificara, y fue inscrito por robo con escalo bajo el nombre que había dado, el honorable nombre de John K. Smith. La K fue una inspiración de la que, sin dudas, se sintió bastante orgulloso.
Mientras tanto la misteriosa desaparición de John Hardshaw, estaba agitando a los chismosos de Rincon Hill en San Francisco, y fue incluso mencionada en uno de los periódicos. No se le ocurrió a la dama, a quien esa revista describió de forma considerada como su “viuda”, buscarlo en la prisión de la ciudad de Sacramento, un pueblo que no se conocía él hubiera jamás visitado. En cuanto a John K. Smith éste fue procesado y, renunciando a la examinación, encerrado para juicio.
Unas dos semanas antes del juicio, la sra. Hardshaw, enterada por accidente de que su marido estaba retenido en Sacramento, bajo un nombre asumido por el cargo de robo con escalo, se apresuró a esa ciudad, sin atreverse a mencionar el asunto a nadie, y se presentó en la prisión, pidiendo una entrevista con su marido, John K. Smith. Demacrada y enferma de ansiedad, llevando una llana manta de viaje que la cubría desde el cuello hasta los pies, y en la que había pasado la noche en el barco de vapor, demasiado ansiosa para dormir, apenas mostraba para qué estaba, pero su manera alegaba por ella más fuertemente, que cualquier cosa escogiera decir, como evidencia de su derecho de admisión. Se le permitió verlo a solas.
Lo que ocurrió durante esa entrevista angustiosa nunca ha translucido, pero los sucesos postreros prueban que Hardshaw había hallado los medios, para someter su voluntad a la suya propia. Ella dejó la prisión como una mujer con el corazón partido, rehusando responder una sola pregunta y, retornado a su hogar desolado, renovó, de una manera a medio-corazón, sus pesquisas sobre su marido perdido. Una semana más tarde ella misma estaba perdida: había “ido de vuelta a los Estados”, nadie sabía nada más que eso.
En el juicio el prisionero se declaró culpable, “por consejo de su abogado”, como su abogado dijo. No obstante, el juez, en cuya mente varias circunstancias inusuales habían creado una duda, insistió en que el fiscal de distrito sentara al oficial no.13 en el estrado, y la deposición de la sra. Barwell, quien estaba demasiado enferma para asistir, fue leída al jurado. Ésta era muy breve: ella no sabía nada del asunto, excepto que la estampa de sí misma era de su propiedad y, pensaba, la había dejado en la mesa del salón, cuando ella se había retirado en la noche del arresto. La había estimado como un presente para su marido, entonces y aún ausente en Europa, de negocio por una compañía minera.
Esta manera del testigo cuando hacía la deposición en su residencia, fue descrita después por el fiscal de distrito como la más extraordinaria. Dos veces había rehusado testificar, y una vez, cuando a la deposición no le faltaba nada salvo su firma, la había atrapado de manos del empleado y hecho pedazos. Ella había llamado a sus niños al lado de su cama, y abrazado a éstos con ojos anegados, entonces, enviándolos súbitamente fuera de la habitación, verificó su declaración bajo juramento y firma, y se desmayó, “se resbaló”, dijo el fiscal de distrito. Fue en ese tiempo que su médico, arribando a la escena, captó la situación de un vistazo y, agarrando al representante de la ley por el cuello, lo lanzó a la calle y pateó a su asistente después de él. La insultada majestad de la ley no fue vindicada, la víctima de la indignidad no mencionó, incluso, alguna cosa de todo eso en la corte. Éste estaba ambicioso de ganar su caso, y las circunstancias de la toma de esa deposición no eran tales, como para darle peso si eran relatadas; y después de todo, el hombre en juicio había cometido una ofensa contra la majestad de la ley, sólo menos odiosa que la del médico irascible.
Por sugestión del juez el jurado rindió un veredicto de culpable, no había nada más que hacer, y el prisionero fue sentenciado a la penitenciaría por tres años. Su abogado, quien no había objetado nada y no había hecho un alegato de lenidad -había, de hecho, apenas dicho una palabra-, estrechó la mano de su cliente y dejó la habitación. Fue obvio para toda la barra, que había sido ocupado sólo para prevenir a la corte señalar a un abogado, quien podría, posiblemente, insistir en hacer una defensa.
John Hardshaw sirvió su término en San Quintín, y cuando fue liberado se encontró en las puertas de la prisión con su esposa, quien había retornado de “los Estados” para recibirlo. Se piensa que fueron directo a Europa; de todos modos, un poder-de-fiscal general a un jurista que aún vive entre nosotros -de quien yo tengo muchos de los hechos de esta simple historia- fue ejecutado en París. Este jurista en breve tiempo vendió todo lo que Hardshaw poseía en California, y por años no se oyó nada de la pareja infortunada; aunque a los oídos de muchos habían llegado vagas e incorrectas intimaciones de su extraña historia, y quienes los habían conocido, recordaban su personalidad con ternura y sus infortunios con compasión.
Algunos años más tarde retornaron, ambos quebrados de fortuna y espíritu, y él de salud. El propósito de su retorno yo no he sido capaz de averiguarlo. Por algún tiempo vivieron, bajo el nombre de Johnson, en un barrio lo suficiente respetable al sur de la calle Market, muy bien puesto, y nunca fueron vistos lejos de la vecindad de su vivienda. Deben haber tenido un pequeño dinero por la izquierda, pues no se conoce que el hombre tuviera alguna ocupación, su estado de salud, probablemente, no lo permitía. La devoción de la mujer a su marido inválido, era motivo de comentario entre sus vecinos; ella nunca parecía ausente de su lado y siempre lo apoyaba y animaba. Se sentaban por horas, en uno de los bancos de un pequeño parque público, ella leyéndole a él, su mano en las suyas, su toque ligero en ocasiones visitaba su frente pálida, sus ojos aún hermosos se elevaban desde el libro con frecuencia, para mirar a los suyos, mientras hacía algún comentario sobre el texto, o cerraba el volumen para engañar su humor con una plática de… ¿qué? Nadie nunca oyó una conversación entre esos dos. El lector que haya tenido la paciencia de seguir su historia hasta este punto, posiblemente, puede encontrar un placer en la conjetura: ahí había, probablemente, algo para ser evitado. La conducta del hombre era una de profundo desaliento; en efecto, la juventud antipática del vecindario, con ese agudo sentido de las características visibles, que siempre distingue al varón joven de nuestra especie, a veces lo mencionaba entre sí misma con el nombre de el besucón lúgubre.
Un día ocurrió que John Hardshaw fue poseído por el espíritu de la inquietud. Dios sabe qué lo llevó a donde fue, pero cruzó la calle Market y mantuvo su camino hacia el norte, por las colinas y hacia abajo, a la región conocida como North Beach. Volteando sin objetivo a la izquierda, siguió a sus pies a lo largo de una calle no familiar, hasta que estuvo opuesto a lo que para ese período fue una vivienda bastante grande, y para éste era una fábrica bastante gastada. Lanzando sus ojos por casualidad hacia arriba, vio en una ventana abierta lo que hubiera sido mejor que no hubiera visto: el rostro y la figura de Elvira Barwell. Sus ojos se encontraron. Con una aguda exclamación, como el chillido de un pájaro asustado, la dama se puso en pie de un salto, y empujó su cuerpo medio afuera de la ventana, agarrando el marco a cada costado. Arrestada por el chillido, la gente de la calle abajo miró arriba. Hardshaw se quedó inmóvil, sin habla, sus ojos como dos llamas. “¡Tenga cuidado!”, gritó alguien en la multitud, mientras la mujer se tensaba más y más adelante, desafiando la silenciosa, implacable ley de gravedad, como una vez había desafiado esa otra ley que Dios tronó desde el Sinaí. Lo súbito de sus movimientos, había tumbado un torrente de cabello oscuro sobre sus hombros, y ahora éste estaba volando por sus mejillas, ocultando casi su rostro. Un momento así, ¡y entonces! Un chillido temible resonó en la calle mientras, perdido el balance, ella se lanzó de cabeza desde la ventana, en una masa confusa y girante de faldas, miembros, cabello y rostro blanco, y golpeó el pavimento con un sonido horrible y una fuerza de impacto, que fue sentida a cien pies de distancia. Por un momento todos los ojos rehusaron su oficio, y se voltearon del nauseabundo espectáculo en la acera. Atraídos de nuevo a ese horror, lo vieron extrañamente aumentado. Un hombre sin sombrero, sentado de plano en las piedras del pavimento, sostenía el cuerpo quebrado, sangrante contra su pecho, besando las mejillas laceradas y la boca anegada a través de los enredos de cabello mojado, sus propios rasgos de indistinguible carmesí por la sangre, que lo ahogaba a medias y corría en arroyuelos por su barba empapada.
La tarea del reportero está casi terminada. Los Barwell habían retornado esa misma mañana de una ausencia de dos años en Perú. Una semana más tarde el viudo, ahora doblemente desolado, desde que no podía haber perdido el significado de la horrible demostración de Hardshaw, había zarpado hacia no sé qué puerto distante, nunca ha vuelto para quedarse. Hardshaw -no más como Johnson- pasó un año en el asilo para insanos de Stockton, donde asimismo, por la influencia de unos amigos piadosos, su esposa fue admitida para que lo cuidara. Cuando fue liberado, no curado pero inocuo, retornaron a la ciudad, ésta siempre pareció haber tenido alguna fascinación espantosa para ellos. Por un tiempo vivieron cerca de la Misión Dolores, en una pobreza sólo menos abyecta que esa, cual es su lote presente, pero estaba demasiado lejos del punto objetivo del diario peregrinar del hombre. Ellos no se podían permitir el billete del carro. Así que ese pobre diablo de un ángel del cielo -la esposa de ese convicto y lunático- obtuvo, por un alquiler lo suficiente justo, la choza de rostro en blanco en la terraza inferior de la Colina de la cabra. Desde allí hasta la estructura que fue una vivienda y es una fábrica, la distancia no es tan grande; es, de hecho, un paseo agradable, a juzgar por la mirada ansiosa y animada del hombre mientras lo toma. El viaje de retorno parece ser un poco tedioso.

Título original: John Hardshaw: The Story of a Man Who May Be Seen Coming out of the Nose, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, julio de 1887, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Nicolai Fechin, Red River Ghost House, XXI.